Historias de la Resistencia. Memoria de Semana83 (G 83)


Memoria de Semana 83

HISTORIAS DE LA RESISTENCIA

Dedicado a:

Guillermo, Pablo, Marcos, Laura, Gonzalo, Nancy, Nelson, Jorge, Isabel, Marcelo, Cyro, Stella, Carlos, María Elena, Martín, Eduardo, Lucía y Lisette.

Prólogo.

La vida no es lo que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Gabriel García Márquez 1

En el imaginario colectivo uruguayo los aniversarios cerrados llaman a recordar. Por esa razón o probablemente por otras múltiples necesidades e intereses un grupo de ex militantes estudiantiles de la salida de la dictadura que compartieron luchas, esperanzas y sinsabores se reunieron, en este 2003, a 20 años de la Semana de los Estudiantes, organizada por ASCEEP (Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública).
El presente volumen reúne una selección de testimonios de un pasado reciente; de la resistencia, de amores y tristezas, de esperanzas en común.
La memoria compartida se escribe desde la óptica de estudiantes jóvenes, hombres y mujeres que resistieron, desde lugares diferentes, a la dictadura cívico-militar y su accionar en los distintos ámbitos de la educación.
La sociedad uruguaya se debe la construcción de su memoria. Junto a otros aportes, estas memorias intentan unir el pasado fracturado, escondido y olvidado. En tarea nuestra, romper una actualidad marcada por la cultura del presente continuo y del olvido.
No se trata de hacer historia, sino de construir una política de la memoria. No se trata de inducir identificaciones constitutivas, sino de construir subjetividad. No hay memoria sin olvido. Nuestro problema radicará en saber (poder) elegir qué será lo olvidado. Determinar qué olvidar para mejor recordar. La memoria colectiva es una construcción social, que define identidades comunes para todos, puntos de referencia similares y la identificación con una comunidad.
Conectar los hechos del presente con los del pasado puede ser de gran importancia en el diálogo intergeneracional. La dictadura que asoló nuestro país eliminó personas y también valores, instauró una cultura autoritaria y militarizó nuestra sociedad. El estado se transformó en terrorista y el miedo se adueño de todos nosotros. Y del miedo renació la solidaridad y de la solidaridad el pensar compartido el hacer juntos.
“Memoria de Semana 83” - “Historias de Resistencia” forma parte de la colección “Memoria para Armar”, iniciativa surgida en el año 2000 del Tailer de Género y Memoria de ex presas políticas uruguayas. El grupo Semana83 se suma a este trabajo de construcción de memoria siendo las carencias de este libro de su entera responsabilidad.
Agradecemos la colaboración de los compañeros Rosario Beyhaut, Luz Marina Pereira, Eduardo Giménez (autor de los dibujos), Rossana Díaz y de Oscar Destouet, compiladores del libro. Y de todos los que colaboraron para que estos testimonios pudieran ser parte de la memoria colectiva de nuestro pueblo.

1 Gabriel García Márquez, “Vivir para contarla”. Pag. 8, Ed. Sudamericana, setiembre de 2002

Semana83

INTRODUCCIÓN

Detrás del miedo

Todo juicio crítico es un juicio histórico.
Citando en una forma más o menos libre a Benedetto Croce, Mariano Arana solía comenzar así sus cursos de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo Contemporáneos. Tal manera de abordar el juicio valorativo que cada uno de nosotros en lo individual pueda producir, juicio siempre emitido desde la contemporaneidad, ayuda a aquilatar tanto el valor como los límites de nuestras experiencias, y la reflexión que sobre ellas se pueda realizar.
Es el caso de una visión retrospectiva del tiempo de la dictadura, como la que han (hemos) emprendido algunos de quienes fueron (fuimos) jóvenes por aquellos años.
Una visión generada desde el presente, desde este hoy, en el año de gracia de 2003, a veinte años exactos de la primavera estudiantil de 1983, que ayudó a acelerar el fin de la dictadura.
En algún otro lugar dije que 1983 fue el año en que salimos de las sombras. Fue el año en que estrenamos las cacerolas, en que salimos en masa a las calles, en que todo parecía estar a nuestro alcance.
Pero también hubo un antes y un después del 83.
Algunos de los integrantes de la llamada – también por algunos - “generación del silencio” o la por otros bautizada – como también discutida - “generación83”, la llamada “PAF” (PIT-ASCEEP-FUCVAM) o más democráticamente denominada por Juan José Calvo “la cohorte militante”, quisieron poner en papel, negro sobre blanco, parte de sus vivencias, algunos de sus recuerdos referidos a ese tiempo tan duro como fermental.
Tales recuerdos y vivencias conforman un acervo colectivo, de carácter absolutamente único e irrepetible.
Detrás del miedo.
Un contacto clandestino que falla, una casa segura que comienza a ser demasiado conocida, los alias que no funcionan, el compañero  que no llega en hora a la cita. La angustia, el miedo, el interrogatorio, el castigo, el encierro. La mirada del vigilante en la puerta de la Facultad, las miradas cómplices de los compañeros, los sobreentendidos, los gestos, las frases hechas, el desprecio, la euforia, la impotencia, la derrota. Y por otra parte, la sensación de estar construyendo la historia, la necesidad de ser parte de y de ser protagonista, de incidir, de decidir. El entusiasmo por lo colectivo y el relegamiento de las cuestiones individuales. En mayor o en menor medida, en algún momento, de alguna  u otra manera, todos, nos sentimos, si no en lo individual, por lo menos en lo colectivo, invencibles, como bien lo describió José Jorge Martinez en su “Crónica de una derrota”. O al menos, nos sentimos/nos quisimos invulnerables, con una percepción -muy adolescente- de que seríamos casi transparentes para la represión. Transparentes, invulnerable, omnipotente. ¿Esto fue cierto?
¿Qué hay, qué hubo, detrás del miedo?
¿Qué hay, qué hubo, en el sacrificio y en la entrega militante, en el espíritu generoso, en la postergación de proyectos personales, en la gestación de sueños colectivos?
Esas vivencias que nos marcaron a los 17, a los 20, a los 25 años, son extremadamente difíciles de transmitir a las generaciones actuales. En algún caso será el lenguaje poético que acuda para ayudar a comunicar sentimientos muy hondos. En otros, será la narración, el cuento breve, el episodio recordado con mayor o menor ajuste a “lo que verdaderamente pasó”, con mayor o menor fantasía. Los acontecimientos pasados pueden volver a ocurrir sólo en el territorio de los recuerdos; y nunca lo hacen de la misma forma. De allí lo profundamente subjetivo – del material que contiene esta compilación. Es este libro se presentan nuevos fragmentos de una “memoria para armar”.
Se trata de partes necesarias y a la vez mínimas e incompletas; partes de ese rompecabezas de la memoria, siempre inacabado, siempre pendiente de completar.
No tenemos los ojos en la nuca.
Nuestra mirada selecciona y recupera desde éste, nuestro presente, algunos episodios del pasado.
Los hemos recuperado y los traemos a la vista de todos porque esos episodios, esas vivencias, son parte de nuestra mochila. Cargando con ella seguimos caminando con la vista puesta en lo que habrá de venir.

Salvador Schelotto
Decano de la Facultad de Arquitectura – Universidad de la República




Memorias menores

Ojalá que yo pueda ser igual al árbol

Yo llegaba a cualquier hora, 2, 3, 6 de la mañana, y muchas veces ni siquiera llegaba. No conversaba en casa sobre las actividades que tenía algunas responsabilidades en el movimientos estudiantil.
Con mi padre no teníamos las mismas opiniones y algunas veces incluso, discutimos con calor. Muchos años después – cuando él ya había muerto – me enteré que hasta que yo no llegaba, él no se acostaba o no se podía dormir.
Nunca me dijo una sola palabra sobre eso. Nunca cruzamos más que algún breve saludo ocasional en alguna de esas madrugadas.
De golpe me di cuenta por qué cuando murió yo sentí que a partir de ese momento, las únicas espaldas que tenía eran las mías.
Siempre había estado ahí, respaldando. Aún contra sus opiniones. Aún pese a sus horas de descanso, y eso que él ya no tenía los 20 años que yo no me daba cuenta que tenía.
Él no sabía exactamente lo que yo hacía – se lo imaginaría, supongo – pero sabía que haciá lo que pensaba y sentía que era justo hacer. Muchas veces lo extraño y tengo ganas de abrazarlo. Muchas veces tengo ganas de abrazarlo  y agradecerle, entre tantas cosas, por ese respeto también.
Me acuerdo de muchas cosas de la época de la salida de la dictadura y la militancia estudiantil. Pero si me piden que elija una, elijo ese callado y firme respeto.
No se si este relato pueda tener algún valor como parte de una memoria colectiva, pero ojalá que yo pueda ser igual de árbol para mis hijos.
(Ojalá)

Ese clic

Los porteros eran los ojos del rey. Se llamaban porteros pero no sólo estaban en la puerta. Circulaban por la facultad controlando. Viendo que todo estuviera en orden, que nada escapara del control. Despegaban los carteles que pegábamos a escondidas, recogían los volantes que tirábamos desde el último piso por el vano de la escalera para que se dispersaran en todas las plantas, se acercaban cuando nos veían conversar en grupos más o menos grandes (grande era más de dos o de tres) . Pero era al 83 y el viento venía con fuerza, se acercaba el 1 de mayo y en la ASCEEP se había resuelto leer un proclama, en todas las facultades, a la misma hora. No me acuerdo de la proclama. Me acuerdo que decidimos leerla también en la facultad. Que corrimos la voz y que a las 11 éramos 50, 100  o 200 estudiantes, eso sí que bien no me acuerdo pero me acuerdo que a mí, que era un inconsciente, me tocó leerla. Y me acuerdo que no había llegado a terminar el segundo párrafo cuando apareció un portero y con toda la tranquilidad y la autoridad que él sentía que le daba saberse los ojos del rey se acercó y dijo canchero algo así como: “dispérsense, que esto no está permitido, o van a tener problemas”.
Yo le dije con no sé que registro de contagiada autoridad militar algo así como: “retírese que todavía no hemos terminado” y él que era los ojos del rey, y sabía que nosotros sabíamos que él era los ojos del rey, no lo pudo creer. Miró a su alrededor y vio, 100, 200, 500 pares de ojos clavados de no me acuerdo cuanta gente que se había quedado en silencio clavada en ese lugar y estoy seguro que ahí entendió que la cosa había cambiado. Así que se retiró, la gente no se movía y él no lo podía creer, no me acuerdo si dijo algo así como “disculpen”, terminamos de leer la proclama y nos dispersamos. Me acuerdo del “ingeniero”, del “gato” y de un par de compañeros más, gente seria y consciente de los peligros del momento, preocupados por rodearme y sacarme de la facultad entre la montonera, por las dudas que le hubiera quedado la sangre en el ojo al portero y quien sabe que represalia personal pudiera inventar. Me acuerdo como de un viento interior de alegría, de ir como sobre una ola, más que caminando corriendo sobre un sentimiento colectivo de “les doblamos la mano”, “hasta acá llegaron”, “la recontraputamadrequelos recontramilpario”, “se va a acabar, se va a acabar” y sobre todo de la certeza de que habíamos doblado una esquina, de ese clic había marcado un antes y un después.
“Retírese que todavía no hemos terminado”, todo el mundo quieto alrededor, un silencio ensordecedor y el que daba las órdenes se dio cuenta que ya no mandaba. Clic. La autoridad era otra. Clic, clic. O por lo menos había una autoridad que era otra.
A partir de ahí dejaron de despegar los carteles: clic. Se los pegábamos en la cara. Dejaron de recoger los volantes porque ya no se tiraban a escondidas: clic. Los repartíamos mano a mano. El aire que comenzó a respirarse era otro: clic, clic y todo por saber quedarse quietos, en silencio, digo juntos, clic. Que es una forma de moverse, clic, clic y a veces, también, de entender el mundo.

Una vez dije dictadura

Una vez dije dictadura, la primera vez, en público, en un salón de actos, parado enfrente a todos mis compañeros de clase, y fue como escupirle en la cara al dictador mas dictador del mundo, y sentí un sentimiento colectivo, y hubo un aaahhh que más que aaahhh era un rugido, y un repentino calor colectivo, y yo sé que todos sentimos lo mismo, habíamos dicho dictadura, ahí, en el salón de actos, y fue como escupirle en la cara al dictador más dictador del mundo, y decirle la puta que te parió, y estábamos  ahí y éramos invencibles, en el salón de actos, con el viento en la cara, y habíamos dicho caca, dictadura, mala, fea, ya te vamos a ganar.
Después vinieron asambleas, murgas, cooperativas de apuntes, chorizadas, el 1 de mayo, marchas, la semana del estudiante, la conapro, la transición, la elección de los nuevos concejos, el cogobierno, las luchas por otras causas tan justas, los desencantos, algunos sueños rotos, las ganas de seguir inventando.
Pero eso fue después, otros años, en otros momentos, hoy también, las ganas de seguir inventando.
Lo que en realidad yo venía a contarles ahora es que una vez dije dictadura, la primera vez, en público, en un salón de actos, parado enfrente a todos mis compañeros de la clase.
Y todavía me indigno cuando digo dictadura, cuando pienso en dictadura, cuando recuerdo tanta miseria, tanta pequeñez humana, tanta maldad.
Nunca más dictadura.
Siempre más y mejor democracia, siempre más y mejor libertad.

Sapo



1983

Esos años  que hoy vemos con ternura
porque había la fuerza y la energía
que derrochábamos con fe, y había
el horizonte tras la noche oscura.

Hace veinte años éramos bravura
porque tanto el presente nos dolía
como nos alentaba la agonía
de un tiempo que clamaba sepultura.

El horizonte no fue tan radiante,
y colgamos la fe, la rebeldía
como se guarda un traje en un estante.

Pero hoy la lucha es más cruel que mucha
y es preciso inventar de nuevo el día
porque todos los tiempos son de lucha.

Hernán Viera
Centro de Estudiantes
de Humanidades y Ciencias (1983-1984)




¡Ah! Los caramelos de naranja

En El Cilindro ya éramos más de 350 como resultado de la represión y las detenciones concretadas en la manifestación de 9 de julio y el operativo contra el diario El Popular.
Conservábamos un régimen carcelario flexible en relación a lo que ocurría en los cuarteles. Habíamos asumido la “responsabilidad” de mantener el lugar de detención con “las mejores condiciones posibles” para los presos, que permitía atender en forma especial a quienes traían desde diversos cuarteles, donde se los sometía a torturas y diversos vejámenes.
La calidad de “depósito” adjudicado por la dictadura al Cilindro me permitió conocer donde estaba detenido mi viejo. Varios presos que venían de los cuarteles del kilómetro 14 de Camino Maldonado, en su mayoría trabajadores de ANCAP, mientras, en la madrugada tomaban su café con leche y el refuerzo (que siempre los teníamos prontos “por las dudas”) alguno dijo: “allá hay uno, (con quien no había podido hablar, ni sabía quien era), que cuando estamos en los baños y lo llevan, por encima de las mamparas nos tira caramelos de naranja”, la mención era inconfundible; ese era mi viejo. Por distribuir caramelos de naranja los integrantes de la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), muchos de cuyos integrantes participaron en la estructura de la dictadura, lo habían denunciado ante la justicia “por distribución de drogas”.
Él fue detenido un 12 de julio de 1973, luego de montar una “ratonera” de varios días en casa, estaba incomunicado en aquellos cuarteles bajo el mando de los militares Esteban Cristi y Alejandro Ballestrino. El 30 de octubre de 1973 J.M. Bodaberry firmó su expulsión del país, el 7 de noviembre la materializaron y un 20 de mayo de 1976 en Buenos Aires lo secuestraron y sigue detenido “desaparecido”.

Benjamín Liberoff




El voto obligatorio en las elecciones universitarias: 12 setiembre 1973

Ya llevábamos 2 meces en El Cilindro.
La dictadura “no sabía que hacer con nosotros”, decía Ortega, el oficial de enlace con el Departamento 5 de la Policía, y el comisario Telechea, se quejaba amargamente “me entrenaron por años para agarra a sindicalistas y comunistas, y ahora me tiene aquí con un grupo de presos que no son nada”.
Los que no “éramos nada”, seríamos unos 150 presos que seguíamos “en depósito”, sin ninguna acusación.
Se venía el 12 de setiembre de 1973, día fijado para las elecciones universitarias, en las cuales la dictadura apostaba a las “mayorías silenciosas” que demostrarían que la FEUU solo era un “pequeño grupo de sediciosos”. El “voto obligatorio” era su “arma clave”.
Entonces, los estudiantes universitarios presos decidimos “reclamar nuestro derecho al voto”. Durante varios días Ortega iba y venía del Dpto № 5 sin tener definición “estamos en consultas”. La noche anterior al día de las elecciones me llaman a la oficina de los comisarios. Ortega me dice “van a poder votar y tienen que volver al Cilindro”, ¿A qué hora nos llevan? pregunté, “no, contesta, ustedes van solos y tienen que estar acá antes de las cinco de la tarde”, ¿nosotros solos?, insistí, “SI” fue respuesta.
Voy a consultar, le planteo... ¿cómo que va a consultar? Esto es una decisión... de todas formas lo voy a consultar, reitero. Por dentro me acordé de Roberto Gomenroso y “la ley de fuga” que le habían aplicado hacía ya unos meces cuando éramos delegados estudiantiles en el Consejo Directivo Central de la Universidad.
“Vaya y vuelva con la respuesta”
Debajo de las tribunas del Cilindro, donde teníamos los bancos con los colchones para dormir, me esperaban ansiosos, sin saber que pasaba “el negro” Larre, el Pepe Lucas, Alberto y tres o cuatro mas, que con los años no puedo recordar. ¿Qué hacemos?...
“Aceptamos salir a votar, si nos dejan llamar a la familia” fue nuestra respuesta que, no sin discusiones y dudas, le dimos a Ortega.
A las ocho de la mañana del 12 de setiembre, con nuestros familiares que nos esperaron puntualmente, salimos a “cumplir con nuestro deber” de votar en las elecciones universitarias. Fuimos parte de aquella derrota histórica para la dictadura. La “mayoría silenciosa” le dio una resonante victoria a la FEUU en lo estudiantil, al igual que a los gremios docentes y las asociaciones profesionales que rechazaron a los dictadores, fuimos fieles a la historia de la Universidad, la resistencia de la Huelga General continuaba.
A las 17 horas de ese mismo 12 de setiembre estábamos en las puertas del Cilindro “para meternos presos”.

Benjamín Liberoff



Un 22 de setiembre de 1984

“Dame ese poncho, esta sucio. Toma este limpio, tu viejo salvó a mi hija”, me dijo en voz baja el policía que me acompañaba al calabozo del 4to piso de la Jefatura de Policía en que pasaría mi primer noche de retorno al Uruguay, después de 11 años de exilio forzado.
Por esos días se debía realizar la II Semana de Estudiante de ASCEEP, era un 22 de setiembre de 1984. Para tomar parte en ella, de acuerdo con compañeros que participaban de las luchas estudiantiles de entonces, había retornado al país, luego de que pocos meces antes las autoridades de la dictadura habían aceptado entregarme el pasaporte que por casi 6 años me negaron.
La noche fue larga, cada minuto fue largo y pasaban por mi cabeza los miles de relatos por lo que habían pasado tantos y tantos compañeros durante los años de la dictadura.
El miedo fue enorme.
En la mañana me llevaron a un juzgado militar, en la avenida 8 de octubre. Quien me interrogo, antes que nada puso sobre la mesa una carpeta. De ella comenzó a sacar lo que dijo eran las actas del Consejo Central de la Universidad en los días de octubre de 1972. Su inquisitoria fue sobre mis palabras cuando se analizó la breve ocupación, por parte de un grupo armado, que luego se demostró que estaba integrado por miembros de la armada.
Prosiguió con estudiantes de la Facultad de Arquitectura y lo que habría sido mi participación en el aparato armado del Partido Comunista.
Quedé emplazado y no autorizado a abandonar el país.
Luego me llevaron al Departamento № 5 de la Policía, Maldonado y Paraguay. Allí me tuvieron que venir a buscar mis familiares, a los cuales pude abrazar por primera vez, me devolvieron la valija que meticulosamente inventariaron la noche anterior, por la tarde en el predio de la Exposición del Prado se realizó una jornada por los derechos humanos.

Benjamín Liberoff




¿Y si le cambiamos el nombre?

- ¡Mamaaaá, ya llegueeé! - gritó Sofía como para que Valentina no tuviera dudas que había que servir la comida ya.
- ¿Todo bien? ¿Alguna novedad?
- No, ninguna. El escrito de física estuvo resalado, pero creo que un seis me saco fácil.
- Más bien. ¿Papá viene tarde?
- Si, hoy es miércoles, día de fútbol, quedó de encontrarse con Gabriel y los demás.
- No sé para que juegan si después vienen todos reventados y no se pueden ni mover; vas a ver que mañana le duele todo.
- ¡Sofía! No digas eso de tu padre... ni que fuéramos viejos.
- Te quedó rico esto, ta bueno, hay más...
- Sofi, tengo que pedirte un favor, que me ayudes, pero en serio.
- ¿Qué hay de postre?
- Panqueques con dulce de leche. ¿Me oíste lo que te dije? Me tenés que ayudar.
- ¿A qué?
- A sacar los libros de las bibliotecas, hay que vaciarlas, el viernes viene el pintor y hay que correrlas de la pared. Y ya que Gerardo viene tarde, podríamos aprovechar nosotras y adelantar. Dejamos las enciclopedias y los volúmenes más pesados, los de arriba, para que él los mueva mañana.
- Es broma. ¿Me decís en serio? ¿Hacer eso ahora, AHORA?
- Si, en serio, dale ayudame. Entre las dos lo hacemos rápido.
- Puedo poner a la Bersuit mientras.
- Si, claro.
- ¡Qué cantidad de libros y papeles! No vamos a terminar nunca, nunca.
- Empezá por el estante del medio, es el más fácil, son todos libros chicos.
- ¿Y estos apuntes? Son reviejos, no se entiende nada.
- Son de tu padre, no los mezcles, apartalos así como están que después los tenemos que volver a colocar. Ya sabés lo cuidadoso que es Gerardo con sus cosas.
- ¡Qué letra horrible! Con razón le gustan las matemáticas. Viste ma, yo salí a él. Después no me digas desprolija, porque lo que se hereda no se roba.
- Si mi amor, idéntica; con refranes y todo. Pero dale, hablá menos y trabajá más.
- Che, esto lo podríamos tirar, tiene como doscientos años, miŕa las hojas están amarillentas...
- No, Sofi, son nuestras cosas, es nuestra historia, tirar de ninguna manera.
- Ah, mirá lo que encontré entre estas carpetas. En el cartelito de Ingeniería que tenía pegado el auto viejo, con la paloma. Yo era rechiquita pero me acuerdo del dibujito.
- Si, es la paloma de ASCEEP.
- ¿De queeé? ¿Acep? ¿Qué es eso?
- Era el gremio de estudiantes.
- ¿Cómo ahora la CIESU?
- Si, algo parecido; como había dictadura la federación de estudiantes estaba prohibida, como todo; entonces se creó la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública. Eso era ASCEEP. Un lugar visible, un espacio público que nos permitía hacer cosas; un lugar desde donde luchar en una época muy dura. Creo que el nombre era lo de menos.
- Si, papá siempre cuenta que cuando él iba a la facultad los revisaban al entrar, tenían que dejar la cédula y no podían usar el pelo largo, ni barba, y siempre se la agarraban con alguno, es esa época, ¿no?
- Si esa. En el IPA pasaba lo mismo. Mirá que yo soy cinco años menor que Gerardo, y aún así, nosotras en el 83, cuando yo entré al IPA, no podíamos ir de pantalones, era  tan ridículo..., estábamos siempre vigilados... imaginate, los futuros profesores...
- Si, te quemabas la cabeza con eso, ¿verdad? Ya vengo, voy a poner a La Vieja.
- Sofi, bajá un poquito por favor.
- Acá en el estante del abajo hay discos antiguos. ¿Son de pasta?
- Cómo de pasta. Sofi! No somos tan viejos. Son de vinilo.
- Es lo mismo, una antigüedad. ¡Mirá que joven Charly García! Vamo'arriba el Charly. Pero esto es de museo mami.
- No es de museo, es “No llores por mí, Argentina” de Seru Giran.
- Y me vas a decir que lo escuchabas bajito, así como me hacés escuchar a mí... mala. Mirá esto ma, esta tarjeta era para vos, está un poco borrada, tiene el mapa de América Latina en la tapa.
- A ver...
- No, yo te la leo. Está escrita con lapicera azul. Dice... ay que no entiendo la letra, esperate un poquito, dice... “Ahora más que nunca, la libertad ajena amplia la mía hasta el infinito. Espero que para vos también sea así. Entonces, para este año que empieza, lo mejor que puedo desearte es: Seamos realistas, pidamos lo imposible. Te quiere” ¡Es relinda! Pero no entiendo la firma. Tiene fecha del 31 de diciembre de 1983. Claro, lógico, te la dieron para fin de año. ¡Fin de año de hace veinte años, si será vieja!
- Dame la tarjeta.
- No, espera, tiene algo más adentro. ¿Te pusiste colorada o me parece? 'De quién es la tarjeta?
- De Carlos.
- Aah, mmhh, Carlos, ya me acuerdo... Mirá, adentro tiene un ramito de flores secas. Ay mamá, la verdad que nunca pensé que vos fueras capaz de guardar flores secas,... qué dulce... ¿Carlos era el que estaba contigo cuando los siguieron aquellos tipos que contaste?
- ¿Cuándo?
- Si, te acordás aquel día en la playa, de vacaciones, la noche que vos y papá me contaron todo eso de golpe de estado, de la gente que se llevaron presa, ese día vos contaste que los siguieron, a ti y a Carlos, contamelo otra vez.
- Pero Sofía, tenemos que terminar de vaciar la biblioteca, si cada cosa que encontrás vas a preguntar...
- Dale ma, preparo un mate y me contás.
Valentina quedó sola por un ratito en el escritorio, entre sus manos un libro de Pablo Neruda abierto en “Nosotros los de antes, ya no somos los mismos”
Caramba, loque es el azar.
- Fue en el 83. Estábamos en un bar que ya no existe tomando algo y charlando, por esos años conservábamos mucho y caminábamos mucho también; y bueno, de pronto yo me doy cuenta que unos tipos están haciendo como que leen el diario, sin leer, me entendés, estaban vigilándonos en realidad. De una forma evidente no dejaban de mirarnos. Entonces le digo a Carlos quien también ya se había dado cuenta. Pagamos y nos fuimos caminando. Caminábamos  para mi casa, ¿te acordás del apartamento de tus abuelos en el centro?, bueno, íbamos para ahí, que era donde yo vivía, obvio. Primero caminamos por Colonia, y los tiras atrás nuestro, luego doblamos en Paraguay y los tiras atrás nuestro todo el camino. Después agarramos San José y los tipos atrás. Nosotros apurábamos el paso, los tipos también. Nosotros doblábamos la esquina, los tipos también. Nosotros muertos de miedo, los tiras seguro que no. Hacía poco que se habían llevado gente conocida nuestra.
- ¿Tiras? ¿Qué son tiras?
- Si, así le decíamos a los policías de civil.
- En una de esas vueltas, nos metimos por una galería, y los perdimos.
- ¡Qué alivio!
- Pero cuando dimos la vuelta por 18 en la esquina de casa, los tipos estaban en la puerta, sí, justo en la puerta de mi edificio. ¿Te das cuenta? Ya sabían de antemano mi dirección. Estaban asustándonos.
- Y ustedes qué hicieron?
- Nada, creo que seguimos y dimos otra vuelta. Yo tenía tanto miedo que temblaba, pero temblar de verdad, de miedo de verdad.
- Todo eso solo por pensar distinto, porque ustedes no hacían nada malo ¿no?
- Si, solo por pensar distinto, por querer otra cosa.
- Pero al final no les pasó nada.
- No por suerte a nosotros no. Pero esa madrugada fue un horror, a las tres de la mañana tocaron timbre. Atendió tu abuela y preguntó quién era. La policía, le contestó el tipo. Ese día tu abuela se portó como una genia.
- Vos le contabas todo a la abuela.
- Si, a la abuela sí, al abuelo no todo; por suerte era sordo y esa noche no oyó el timbre. Mamá siempre sabía donde estaba yo. A partir de esa noche y por toda esa semana me siguieron a diario. Yo trabajaba de mañana y estudiaba de tarde. Me seguían solo de mañana, cuando iba a Hospital. Yo salía de casa y cuando doblaba por 18, del hotel que está ahí a la vuelta del edificio, que todavía existe, salía un tipo bajito, me seguía hasta la parada, se tomaba el mismo ómnibus que yo y se bajaba en la misma parada; me seguía caminando hasta la esquina del Hospital y ahí se daba vuelta. Todo muy obvio, como para que yo me diera cuenta. Y claro, yo vivía aterrada, tal como ellos querían. Te juro que vivía esperando el momento que sonara el timbre, o que me llamaran de la clase, o de oficina, fue un espanto.
- Pah, mami, mete miedo, Parece una película de terror. Es como para escribir un cuento.
- Si, de veras. Podríamos escribir uno y titularlo precisamente: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.
- Más bien. Tenés razón, al final consiguieron lo que parecía imposible.
- Sí porque luchamos todos juntos, o salíamos juntos, o no salíamos. Y ahí estábamos uno al lado del otro. No nos importaba de qué partido éramos, ni de qué religión, nos representábamos sobre todas las cosas. También nos queríamos, nos cuidábamos. Porque nos necesitábamos, es cierto. Pero también porque nos queríamos, insisto, eso también es verdad. Porque creo que no se puede hacer nada si no hay amor. Lo único que nos importaba era salir de la dictadura, vencer los obstáculos de forma inteligente.
Por eso te digo, o salíamos todos juntos o no salíamos.
- Papá dijo eso mismo ayer, pero ahora. ¿Estás llorando?
- No, es el polvo de los libros, viste que hay que sacudir más seguido. Y si, Gerardo tiene razón ahora vamos a tener que volver a unirnos...
- Ma, ¿sabes qué? Y si le cambiamos el nombre al cuento, y le ponemos algo como más uruguayo, digo.
- ¿Y cómo le podríamos?
- “...y si soñamos fue con realidades.”1

“...tengo una banda amiga que me aguanta el corazón...” (LVP)
Cristina García

1 – Juan Cuhna




El esqueleto

Ese día, el día que empecé la Facultad, era de día y sin embargo, estaba oscuro.
Tal vez mi memoria lo pintó de gris en el recuerdo. Pero el gris era un color predominante en esa vieja Facultad. Ya sea porque se venía abajo el edificio. Ya sea por el clima que se vivía. Nuestro Montevideo, el de la Ciudad Vieja, el de Cordón, el de todos lados, era muy distinto.
La Ciudad Vieja no era nueva para mí. Yo trabaja en el Hospital Maciel. Iba todos los días y veía gente todos los días. Y podría decir que, en mi recuerdo, ese era un año gris plomo.
Las clases empezaban. Yo del Hospital muchas veces me iba Neptuno a comer algo y después me iba a clases. Los horarios eran extensos.
Pero ese medio día del primer día, era un día en que yo, estaba alerta.
Todo era nuevo, pero muy viejo. Las paredes medio derruidas. Oscuras. Húmedas. Sin rasgos de aparente vida anterior...
Sin rasgos de alegría. Sin rasgos de vitalidad en el ambiente.
Sin embargo yo tenía una especie de alegría escondida entre las hojas de mis cuadernos.
Una alegría escondida por estar allí, por haber llegado. Una alegría interior. Estaba contenta. No es igual estar con alegría a estar contenta.
También tenía confusión. Confusión por la situación del lugar donde entraba.
Porque me sentía responsable y me sentía con un bagaje de experiencia que me parecía que estaba pintada en mi cara, en cada gesto que hacía, me delataba y decía: ¡ésta!, ¡acá!
Había entrado a la Universidad, por fin.
Había llegado a esa tan ansiada meta. Pero en un año muy particular: era 1975.
El año llamado por la dictadura: Año de la Orientalidad.
Era un año pesado para los uruguayos. Para el país. Un año de dictadura fuerte. Se sentía un clima de: ¿qué va a pasar?, en cada casa que frecuentabas. Y el hablar en voz baja me recordaba algunas películas que ya veía en la Cinemateca y que me impresionaban por lo fulminante de la situación.
Había que tener cuidado con todo.
Yo tenía actividad clandestina en ese comienzo de 1975.
Cuando entré al viejo local (antes hotel) de la Ciudad Vieja, todo era acechante. Todo amenazaba con algo. Empezando por esos hombres torpes que nos miraban y con lapicera copiaban el número de cédula y el nombre, que casi no podían reproducir en un taloncito porque no sabían casi escribir.
Yo llevaba conmigo una actividad que ninguno conocía ni podían conocer. Como otros, supongo.
Recuerdo muy bien todo ese edificio. Ese edificio que parecía la historia misma, enclavado ahí, frente a la bahía, a los barcos, a la Marina, a un club de deportes al cual fui desde niña, tan ajeno a lo que pasaba en ese edificio, ¿o no?
De ese edificio recuerdo, además de muchos salones y pasillos, dando un pincelazo por todos los andamios externos e internos, recuerdo especialmente a la Biblioteca.
Ese lugar era de un singular atractivo.
Su arquitectura era fastuosa. Se caía a pedazos por todos lados, con las vigas desnudas, en algunos lados, pero fastuosa. Se respiraba la humedad.
La cantidad de libros impresionaba. Era como el saber de tantas letras acomodado en los estantes.
Se comentaban cosas por todos lados. Desde que ahí estaba la biblioteca de la escuela de Bellas Artes, eso sí, toda separada y sin tocar... Que habían libros no se podían pedir.
Todo con un dejo de misterio. Y de temor. Todo se hablaba en media lengua.
Los primeros días en Facultad fueron abrumadores.
Supongo que no lo fue sólo para nosotros. Sino que también para algunos docentes. Que pisaban un suelo que parecía estar sembrado de minas invisibles.
Nosotros nos encontrábamos con nuestros perseguidores por todo el edificio, que como estaba ruinoso, más despertaban nuestro interés: ¿y esto que fue? ¿Y por que está así?
Y todo un piso que mirábamos con sumo interés de casi niños, porque a él no podíamos acceder. Las puertas estaban cerradas... y eso tejía más intereses y tejía fantasías...
Yo me fui encariñando con ese local.
Albergaba diariamente a un montón de compañeros desconocidos, una cantidad de juveniles entusiastas de la Historia, que se proyectaban en estudios de metodología de la historia, de cómo llegar a las fuentes; los documentos, con un Profesor, que amigo del régimen, que era de temer.
Grecia antigua, ¡cultura! (con un profesor “de antes”) las ruinas, los vestidos y tocados. Sus miles de obras de arte que poblaban los mapas de mi cabeza.
Otros que navegando por el Nilo con total descaro, llegaban a Luxor, a Abydos, entraban en los edificios faraónicos sagrado y se integraban con una geografía diferente, un suelo de arena, que era como distinto. Era desértico.
Esas antiguas civilizaciones y su esplendor...
Yo me enamoré de ese mar de la Antiquité... La Historia del Arte: mi pasión... Me enfrasqué tanto, que seguía todas las clases del Profesor de Historia del Arte, “ese” profesor, que descubrirlo, fue una felicidad, algo que no esperaba: cálido, sensible hasta el tuétano, afectuoso, cordial. Un íntegro ser humano como yo lo concebía: hombre de mundo que sentía el arte en sus entrañas. Así, me vi envuelta en la Historia del Arte Antiguo e Historia del Arte Moderno.
Y navegaba diariamente desde lo antiguo a lo presente o cercano, disfrutando cada foto, cada relato, cada pregunta, cada reflexión.
Esas clases eran una isla en el Mediterráneo. Eran un Egeo, con su cielo claro y costas recortadas. Miraba a los costados y sentía el tiempo transcurrir. Por la poca luz que entraba al salón, parecía que nunca iba a sonar el timbre...
Poco a poco la Facultad fue tomando un matiz humano. El ruido de la gente. El murmullo, Las risas. Los colores de las ropas de la gente, contrastando con lo gris y lo caduco de la edificación y la falta de respuestas. Y la falta de perspectiva que avizorábamos.
Los casi veinte años de muchos. El ruido que hacen los veinte años en las personas, que no es lo mismo ruido de los cuarenta o los casi cincuenta.
Las miradas nos seguían. Por momentos escapábamos de ese mundo que nos perseguía, para adentrarnos en nosotros. A veces hasta los ignorábamos. ¡Gloriosos veinte años!
Yo me enamoré de ese año. Y Luis se enamoró de mí. Fue mi pareja de la dictadura. Creo que lo que vivimos en esos años, lo que crecimos en esos años está grabado en una piedra. No se va a borrar nunca. Se nos pegó a la piel para siempre.
Vimos como se iba desarrollando el año. Pronto aprendimos una mecánica: la de mentir en los papelitos en donde nos ponían la hora de la entada al edificio o a tal lugar y teníamos que sellar la hora de salida del otro tal lugar, y así burlar esa vigilancia, so pena del riesgo y los nervios... y luego, si acaso, justificar, si faltaban quince minutos, o veinte. Si fuiste al baño y nadie “te selló”, si la cisterna no funcionaba o si... como yo, me escabullía por los salones enormes, las escalinatas. Yo me veía con los compañeros de la FEUU, los de antes de la dictadura. Algunos, los más, de Filosofía y Psicología.
Ellos trataban de seguir estando en una FEUU golpeada, cercada, un gremio que era quedaba de la FEUU de antes del golpe.
Y nosotros, los que habíamos entrado en ese año, el flaco Gastón y yo, que con mucho coraje nos acercábamos, sabiendo que nos seguían fantasmales marcas de zapatos y dejábamos huellas indelebles.
Nos querían detectar: dónde estábamos, con quién nos reuníamos, en que pensábamos... qué era lo que íbamos a hacer...
Había una “lista negra” para entrar a la Facultad. La veíamos del lado del revés. Veíamos cuando la revisaban cotejando con nuestra cédula. Deseábamos adivinarla...
Supongo que en ella estarían los compañeros más visiblemente detectados por los servicios de Inteligencia, y que estaría formada también por algunos que estarían exiliados, otros, auto-excluidos por propia seguridad... bueno supongo que muchas serían  las “razones” que integraban esa lista.
Siempre a los de cola de paja, nos corría un sudor por la espalda, cuando verificaban que no estuviese tu nombre.
Con el tiempo, nos conocían. Y hasta nos sonreían algunos.
Lamentablemente también conocieron a la FEUU clandestina.
Yo militaba en la FEUU. Y de hecho iba cuándo y cómo se podía y cuando se acordaba y dónde, a los encuentros con los compañeros que éramos.
Más de una vez corría escaleras abajo, por la sospecha del descubrimiento de alguien.
Había mucho por cuidar. Mucho por corregir. Mucho por conseguir.
Mirábamos para arriba y la luz del cielo nos decía que sí, que había que seguir.
Las palomas retozaban en los últimos pisos que no estaban habitados y se animaban a tener las crías y a hacer de ese lugar un verdadero alborotado palomar. Eso era vida.
Todo empujaba en nuestra juventud para dar la pelea.
En clase circulaban los papelitos. Pero más de un compañero que no tenía ni quería tener  nada que ver con nada, rezongaba, se molestaba y nos pedía silencio.
Todo era muy pero muy dificultoso.
Estábamos por la mitad del año, yo ya tenía un novio-compañero-amigo. Luis, que no militaba pero que me acompañaba en el sentir, aunque no conocía mis actividades. En algún bar se aventuraban ideas alocadas de cómo parar esto que avanzaba como un tanque sin parar.
Y estaba avanzando el año.
Así llegó agosto de ese 1975.
Y setiembre.
Un año que no se podía pensar que lo sobrevendría iba a ser tan tormentoso. Tan impresionantemente fuerte. Era como dar un golpe tras otro, sobre algo blando o indefenso.
Ya había caído presa mucha gente de la que no se tenía noticia. Ya había tiempo oíamos las marchas militares por todos lados. Ya todo era sombrío. Sabíamos que no era un juego. Que la vida estaba en juego.
A pesar de mis sueños. Tener una profesión, estar enamorada, y todas esas cosas que nos ocurren en la vida una o mil veces o a veces ninguna. Yo había decidido que me jugaba la ropa  por luchar contra la dictadura.
A la dictadura había que entenderla. Así lo entendía yo.
Y la entendí a los 17 años, parada en General Flores, antes de entrar a Medicina, el mismo 27 de junio de 1973, cuando vi rodeado el Palacio Legislativo, esos tanques verdes, tanquetas, y milicos de capa azul de paño, larga, caminando con su fusil al hombro. En esos días entendí que el Golpe era una cosa pesada. Era la fuerza. Era la violencia. Era la impunidad.
Era la privación de la alegría. El miedo. La falta de libertad. El dolor. La desazón. La incertidumbre. La persecución. La imposición.
Lo que no queríamos.
Lo vivido por mí en esos días, de ocupación, después del golpe, fue la marca más grande en mi vida, para siempre.
Fue la audacia de una adolescente de secundaria, que apuntaba de frente a lo que la enfrentaba. Así aprendí la solidaridad. El dar sin saber para quien era. Fue el hacer y hacer.
Y estar pendiente de todo. Y responsabilizarse de lo que hacíamos cuando estábamos al frente de una Facultad, porque éramos un cuerpo. Un cuerpo indivisible. Que podrían dividir. Es más, que dividían casi todos los días cuando llevaban presos a algunos compañeros.
Pasaron los años primeros de esta dictadura que se iba perfilando. Un día me tocó a mí. Vinieron a buscarme. Y yo estaba en mi casa, como un pollito.
Fue difícil estar presa. Muy difícil.
En esa época, los días, las conexiones fallidas por minutos, o el estar en una esquina u otra eran cruciales. Te faltaba la información. Última y la quedabas.
Así a mí, me falló una cita, un contacto... No supe que tenía que irme.
Llegué a duras penas con forcejeos al “lugar” destinado para mí, a duras penas porque no entendía ni donde estaba, no entendía ¡tanta cosa!... y además la capucha me torturaba los ojos y la vez que lo insinué, me arrepentí.
El frío por la espalda me recorría habitualmente.
Cada sensación se acompañaba de unos revoltijos de estómago y ese frío en la espalda me dejaba como húmeda, de un sudor de miedo, que no conocía.
No sabía dónde estaba ese lugar... Pero en ese lugar era reconocible el olor a la mierda. A la mierda de veras, la que te da asco. Era nauseabundo. No sabía dónde estaba parada con esa capucha con olor a sudor de otros.
Los milicos al llevarme y ya con la capucha puesta, hicieron unos simulacros de portazos, de cambio de personas en el mismo auto, que yo creí entender, pero que de hecho, contribuyeron más a la desorientación del punto cardinal, del piso que pisaba, la calle por donde íbamos, la hora que estaba pasando...
Podía estar a la vuelta de mi casa. Pero estos profesionales del rapto de la libertad, habían logrado desorientarme. Sólo estaba yo. Y esa capucha de mierda que me apretaba.
Al rato de estar en ese lugar adonde me dejaron, reconocí voces.
Y parada, casi segura, de espaldas a alguien, me hice notar.
Al rato alguien hizo lo mismo.
No tenía idea de la dimensión del lugar donde estaba presa. Ni siquiera dónde estaba.
Sólo comprendí, desde mi última mirada a mi padre en la puerta de mi casa, que no sabía en manos de quien estaba y tampoco que suerte corría mi vida.
Lo que sí entendí era que mis derechos ya no existían. Y que yo era un cero a la izquierda, en materia de reclamar lo más, de lo más mínimo.
Eso se concretó en seguida, cuando tuve ganas de ir al baño; ¡qué ilusa! Les di a mis captores, la posibilidad de recrear sus más perversas intenciones de ver una bombacha, unas piernas que torpemente se ubicaban alrededor de un water, porque con los ojos vendados es mucho más complejo hacer el pichi de todos los días. Y con la puerta abierta, por más que te estés cagando, ya no te importa ni el olor, ni el ruido, ni la forma en que te pueden estar mirando esas miradas cargadas de erotismo pestilente que se igualaban al ambiente al que ellos dignamente llamaban baño.
Todos los momentos que vivía eran de lucha por la sobrevivencia. Después venían las sesiones donde las hienas hincaban los dientes.
En ese momento todos éramos importantes fuentes de información para esas bestias sedientas que buscaban nuestros flancos débiles para incorporar más veneno y reírse de nuestras propias debilidades, dándonos más palo, más agua, más picana, más y más violencia.
Ése era un momento decisorio.
Para todos.
Conocimos algo muy parecido a un límite difícil y desconocido que nos ponía una nueva puerta por delante. Esa puerta estaba repleta de incertidumbre pero, por sobre todo, estaba cargada de cosas feas y podridas a la que todos debíamos enfrentar y a la que todos queríamos eludir.
A cada uno le tocaba abrir esa puerta: para adentro, para afuera.
Atravesar esa puerta o entrar en nuestro interior y escarbar entre las cosas.
Remover. Sacar de los escombros lo que nos pedían.
O aguantar todo. Todo, era todo lo que viniera.
Y en esa decisión nos jugábamos.
Ese era el momento en que nos igualábamos. Porque el entrevero, la crueldad, la humillación, la basura del ser humano igualaba sexos, comportamientos; nos despertaba las sensaciones más recónditas que con el tiempo conocimos mejor.
El peligro, la casimuerte, la desesperación, la traición, la delación, el compañero, el amigo, el que después no fue tu amigo, mintió, el que se salvaba porque salvaba su alma, el que se quemaba adentro y seguiría quemándose la cabeza.
Todos vivíamos distinto este momento. Pero todos nos ayudamos. Nos secamos con nuestras propias ropas. Y también al de al lado, al del frente, cuando podíamos estar un poco juntos.
El agua, el sudor, el olor...
Todos hablábamos en secreto de la máquina. Del horror que estábamos viviendo.
Estábamos con esas leyes de juego...
Pero la vida te sorprende.
A mí me sorprendía a cada rato...

Miriam Cabrera




8 de octubre de 1973

Miércoles 8 de octubre de 1973... Hoy va a ser un día muy especial...
Como casi todos los días pasó a buscar al “cabeza” Miguel por Rivera y juntos pateamos hasta el Suárez, pasando antes por la casa del “negro” Félix. Es nuestro primer año de liceo y somos amigos hace unos meces pero parece que es desde siempre. Conversamos de nuestros temas predilectos: los Beatles (¿viste que se vuelven a juntar este año?), Peñarol (¡¡¡Morena noma!!!), Mafalda, política... y por supuesto las muchachas...
Yo quería ser George Harrison, mis largos pelos, mi camisa floreada y los “lompas” ozford así lo atestiguaban.
Pero sobre todo lo que quería que ella me dijera que sí, pero para eso el principal obstáculo era mi cagazo (¿me animaré este sábado a pedirle que se arregle conmigo?). El negro me cantaba: ¡¡dale cagón... dale cagón!!! Otro problema es que al cabeza también le gusta... y la amistad es lo primero.
Llegamos al liceo y como habíamos arreglado nos encontramos con Sandra, Laura y Mónica.
- ¿Che que hacen con el uniforme? ¿No quedamos que vamos a la rambla?...
- No sabemos que hacer, tenemos miedo. Si se entera mi viejo me rompe el culo.
- ¡Dale, vó! hoy hay paro y ya arreglamos... vinimos por ustedes...
(Ellas siguen dubitativas...)
- Bueno... nosotros nos vamos, si se deciden bajamos por Bulevar, Chau
- Chau.
Bajamos por Berro, conversamos... ¿cómo saldrá el paro? Es el primero después del golpe...
De repente sentimos un ruido rítmico, muy fuerte, acercándose desde Zudañez. Sorprendidos nos damos vuelta y vemos un policía corriendo blandiendo su “palito de abollar ideologías”. Miramos hacia adelante para ver a quien corre tan furibundo... En eso estaba cuando una mano me toma del brazo violentamente al tiempo que escucho: ¡queda detenido! ¡¡¡Era a mí al que corría!!!
Tartamudeando del susto le pregunto por qué me detiene – Hay una denuncia de una madre, dice que sos un agitador. - ¿Yo?? Sí, dice que tratabas de promover el paro entre las alumnas-
Cuando llegamos al liceo, la madre de “Pitín” gritaba: ¡¡es ese, es ese!!. Ya adentro, el policía de inmediato llamaba al ES.MA.CO. (por suerte le daba ocupado). En eso llega Coni (mi adscripta) y dice ¿Qué pasa? El policía le relata lo sucedido... Coni le dice que no puede ser, que hay un error, que soy un buen alumno, que espere no llame a nadie (no recuerdo si te lo agradecí) y de inmediato me pregunta: - ¿por qué viniste con esa ropa al liceo? Nov... es que... me dijeron que, que, que hoy no había clase y... y... y nos quedamos en encontrar acá para ir a la rambla.
El policía insiste: Hay una madre que lo acusa de agitador.
Yo: Debe haber entendido mal, yo no agité a nadie.
El policía se va relajando y Coni le dice que se quede tranquilo, que ella se hace cargo (¡¡gracias Coni!!)
Luego de un buen tirón de orejas, salgo “libre” y en el murito de enfrente me esperan mis amigos.
Pasado el susto me gastan todo el camino. Cuando quedo solo, llegando al Buceo, algo me dice que ya no podré parecerme a George (vendrán tiempos “peluqueros”), tendré que cuidarme de algunas madres y que mi camisa floreada quedará colgada en el recuerdo...

Alberto
Liceo № 7 Joaquín Suárez




Muros con memoria

Crecían las luces y los sonidos en la esquina del edificio gris. En el ángulo ocupado por el bar, los movimientos crecieron rápidamente con la apertura chirriante de la cortina metálica, el ordenamiento de las mesas y las sillas. El ambiente se llenó de luz y se inundó con el olor de los bizcochos recién horneados y del café servido en una de las primeras mesas ubicada contra el ventanal.
Allí fue que todos la vieron, nítida, al otro lado de la calle grabada en negro sobre el muro gris de la Facultad:

ABAJO LA INTERVENCIÓN

Los espectadores del bar recién tomaron conciencia del hecho cuando vieron a los dos uniformados parados, serios, a un lado y otro de la inscripción. Un observador despistado o poco conocedor habría imaginado que los policías estaban custodiando la inscripción para que nadie la dañara. Observando más detenidamente, se podía percibir cierta inquietud y desconcierto. Luego de más de tres años de un sistema de vigilancia y control permanente, con revisión de bolsos y pertenencias al ingreso, con nuevas generaciones que no conocieron otra forma de estudiar que no fuera en un salón ordenado, con un guardia en la puerta, no era muy esperable esa trasgresión del orden establecido.
El policía se rascó la cabeza. Era algo que no se podía explicar. Le costaba aceptar que fuera una leyenda escrita por algún estudiante. No podían quedar muchos dispuestos a hacer algo así. Hacía más de un año había estado allí, cuando se llenaron tres ómnibus de estudiantes detenidos en la Facultad y los bares de los alrededores. Ese día la Facultad y las paradas de la zona se habían llenado de volantes. Recordaba el sobresalto por las explosiones de las cajas de volantes con bombas “brasileras”. Antes de entender lo que estaba pasando, toda la guardia estaba con los revólveres en la mano, esperando un ataque “Decenas de estudiantes presos, y siguen con esto”, pensó.
Tal vez no se podía entender, pero allí estaba, porfiada realidad, la leyenda que había surgido en la madrugada.
- ¿Te das cuenta? Toda la guardia de la noche arrestada. Creo que hasta el comisario lo llamaron por esto.
- No sé por que se preocupan tanto. Igual esto no cambia nada.
- Justamente por eso- El problema es que el muro no cambia. La tapan y aparece de nuevo. Esto es muy raro. Dicen que hasta puede ser uno de nosotros.
Se miraron. El más viejo se puso serio, formal.
- Para eso estamos aquí. El comisario quiere que la gente que pasa no la mire.
- Se las sabe todas – exclamó con admiración-. Si no podemos agarrar a lo que pintan, no los dejamos mirar. Está muy bien pensado.
Los tres personajes se acercaron a la esquina. Uno de ellos, de túnica y gruesos lentes de miope, caminaba con las manos en los bolsillos, con cara seria, la cabeza levantada, como señalando la diferencia que existía en su rango. Se detuvo frente a la inscripción sin saludar. Los otros dos hombres, con ropas manchadas y baldes en las manos, caminaban con ese andar habituado a pisar de escombros, o transitar por andamios inestables. Conversaban entre ellos sobre el gol de último momento del partido del domingo. Saludaron con un “buenas” y un gesto de la cabeza.
El de túnica blanca miró por un largo momento, con las manos en la espalda. Los demás quedaron esperando a su lado. Acercó un ojo oculto detrás del grueso lente, y rascó la inscripción con cara de asco. Murmuraba, como hablando consigo mismo. Algo sobre hidrocarburos y solventes orgánicos, con un todo de voz lo suficientemente fuerte como para ser escuchado por sus espectadores.
- ¿Quiere decir alquitrán con queroseno? Pa' saber eso no se precisa estudiar mucho, murmuró entre dientes el mas joven de los hombres con los baldes en las manos.
Un hombre canoso con bastón que paseaba a su perrito se acercó curioso y se colocó en el círculo que miraba el muro.
El policía más joven lo miró sorprendido e indignado.
- ¿Qué hace acá? Circule, circule. Está prohibido mirar frases subversivas.
El viejo se alejó renguenando lo más rápido posible que podía, sin mirar hacía atrás.
- Yo no puedo perder mi tiempo explicándoles nada. Si estoy aquí es porque el señor Decano me ordenó que estudiara este material. Quiere que le demos una explicación razonable de por qué aparece cada vez que se la borra. No es mi función pero cumplo órdenes. Igual que ustedes. Yo soy un bioquímico, un científico. Considero que esta no es mi función, pero tengo más remedio.
- No sé por que le dan tantas vueltas al asunto, profesor. Un grupo de estudiantes subversivos vinieron de noche y pintaron, como siempre hacen. Hay que agarralos y ya está.
- No es tan simple la cosa, oficial. Esa leyenda aparece siempre que se la borra. Usted dice que la pintan de nuevo. Primero se creyó eso, pero la última vez la policía técnica sacó unas fotografías para investigar. Las imágenes de las fotos coinciden totalmente con el tipo de letra y el lugar en donde esta la nueva inscripción. Coinciden totalmente hasta el mínimo detalle.
Se miraron.
 - Ahora si me permiten, me llevo unas muestras para estudiar en el laboratorio.
- Bueno, a nosotros nos ordenaron que sacáramos eso, así que vamos a trabajar. - dijo el más viejo de los albañiles, moviendo el pequeño cigarro armado en la comisura del bigote amarillento.
Al llegar a la esquina, los automóviles se detenían un poco más de la cuenta en atravesar la avenida.
- Si no quieren que aparezca de nuevo, lo mejor es que piquemos el revoque. Empecemos.
Los policías se alejaron unos pasos ante los golpes precisos y sostenidos sobre las letras negras. Armaron un cigarro mientras contemplaban el trabajo. “Abajo” había adquirido una nueva dimensión en la pared, con sus letras ahuecadas. El nuevo trazo resaltaba la palabra sombreada por su relieve, enrojecida por el ladrillo visible en la profundidad de cada letra. El más joven de los albañiles, flaco, huesudo, de músculos fibrosos, bajó los brazos.
- ¡Cuánto trabajo al pedo! Por unos locos que no tienen nada que hacer. Lo que me calienta es que seguramente son unos niños bien, que hacen esto y no estudian. Y lo más probable es que a mis hijos no los pueda hacer estudiar más. No puedo entender eso. Se arriesgan a pasar años de cárcel por algo así. Al santo botón.
- La cosa no es tan simple. Vos y yo no lo entendemos. Pero por algo esta gente se arriesga a hacer algo así. Yo tengo un hijo al que no entiendo mucho, pero que cada vez que lo veo, aprendo a respetar más. Le gusta mucho estudiar- dijo orgulloso, con voz algo quebrada. Perdió una vez el examen de ingreso, lo salvó y entró a estudiar entusiasmado. Pero trabajaba conmigo, y al final tuvo que dejar, también.
- Y trabaja con usted ahora?
- No. Ahora lo veo poco. Pero creo que pronto lo voy a ver más seguido.
Sus ojos se llenaron de un brillo que su compañero respetó en silencio. Retomaron a los golpes sistemáticos sobre las letras.
Al mediodía habían ahuecado cada palabra. Se sentaron a comer en la misma vereda, apoyada la espalda contra la pared, compartiendo la misma botella de vino mezclada con refresco de limón. En el inicio de la tarde, comenzaron a preparar la mezcla para alisar el muro. Rellenaron cada letra con precisión.
El turno de estudiantes de la tarde, los transeúntes, los automovilistas, los grupos abigarrados en las paradas de ómnibus miraban la leyenda, nítida, con letras ahora claras de argamasa con cal, casi blancas, sobre el fondo gris oscuro del muro ensombrecido por la tarde.
Las madres con sus hijos de la mano venían de regreso de la escuela. Los niños miraban curiosos.

- ¿Qué quiere decir INTERVENCIÓN mamá? - Preguntó uno de los escolares, con ojos grandes e inquietos. La madre lo sacudió del brazo.
- Cállate. Después te explico en casa, dijo en voz baja.
Los albañiles recogieron sus herramientas. Los policías se acercaron.
- Pero... Todavía se lee lo que dice. Todos lo pueden leer.
El hombre de túnica y lentes gruesos regresó apresurado. Miró la obra.
- ¿Descubrió algo Don?
- Es un compuesto extraño. Estuvimos estudiando un poco el tema, y esto puede haber surgido por la mezcla de alquitrán con el nitrato de plata que algunos de estos grupos usan para pintar en la noche. En la noche es incoloro. Pero el nitrato de plata es fotosensible y en contacto con la luz del día se pone negro. Parecería ser que por alguna razón, esto se puede haber combinado y generó un compuesto que se comporta a veces como una sustancia orgánica compleja, y a veces como una estructura cristalina con capacidad de replicación.
- Y eso ¿qué quiere decir? ¿Las letras estaban vivas?
- Bueno, no exactamente, pero tiene algo parecido a los virus.
Los policías se alejaron de la pared y se miraron las manos.
Los albañiles tomaron los baldes para alejarse. El joven policía los atajó.
- Pero todavía se lee
El viejo albañil miró al joven policía a los ojos.
- Vos sabes que se puede tapar eso muchas veces, pintarlo arriba como ya se hizo. Pero estuvo escrito y aparecerá de nuevo. No te compliques mucho. El revoque se secará y lo pintaremos. Capaz que dura un poco antes de aparecer nuevamente. Y capaz que también se borra de la memoria de alguno de los que lo vieron.
Se fueron encorvados por el peso de los baldes, con el mismo paso oscilante.
- ¿Qué me quiso decir este? - preguntó el joven policía.
- Nada... Pavadas del viejo. No importa. No nos pagan por pensar. Para eso están el comisario y el Decano. A nosotros nos pagan para vigilar que la gente no mire esto.
El viejo albañil pensaba sonriente en lo que tenía para contarle a su hijo en la próxima visita al Penal. Imaginaba su cara risueña. Estaba orgulloso de las letras nítidas que estaban a la vista todavía.
Las sombras de la tarde alargaban las siluetas y oscurecían la vieja pared. Nada se movía a simple vista, mientras la nueva noche llegaba.

Omar Pérez





1979 – el fútbol, ese integrador...

Ese año me tocó ingresar a Facultad, o sea pasar a ser universitario.
Dejamos la Cédula a la entrada, y fuimos derecho al salón de acto y ni bien nos sentamos... Don Reclus, decano de Arquitectura por excelencia de la dictadura, nos recibía a los de “año Cero” aclarándonos el primer día de clase, que en realidad no éramos todavía universitarios sino que estábamos en un año “nivelador, regulador y selectivo” si mal no recuerdo. Las semanas siguientes nos mostraron a los casi 300 estudiantes del año Cero, que deambulando por la facultad, con el bochinche correspondiente, sin un lugar físico identificable, que éramos algo así como los parias de Facultad. En este marco la idea de un campeonato para integrarnos, sonaba excelente.
Tal como pasaba en los liceos, una de las formas de romper el individualismo eran los campeonatos de fútbol.
Es que no hay cosa más integradora que el viejo y querido fobal.
Como todo deporte el fútbol busca la victoria. Que mejor entonces que dedicarle el Campeonato a la estatua que nos recibía todos los días en el hall de Facultad... Doña Victoria de Samotracia. En los años siguientes conseguimos hasta copias de yeso que se exponían a la espera del campeón.
Fuimos armando cuadros, y lo largamos. Generalmente los delegados de los cuadros que no jugábamos terminábamos de árbitros en los demás partidos. De la cancha que no me olvido es de una muy estrecha, ¿cómo era? Se entraba por un patio... ah, sí, la sala de convención del Partido Colorado.
Por supuesto que fueron decenas de cuadros lo que llevó a una estructura de
series, cuartos de final, semifinal y final. El campeonato iba creciendo en efervescencia.
Es que no hay cosa más integradora que el viejo y querido fobal.
Los carteles que se pegaban en los pasillos obviamente de los cuadros ganadores daban editoriales coloreados sobre el desarrollo de cada partido.
Mi cuadro la quedó en los cuartos de finales. Cuando llegó a la final aquello era el comentario de toda la Facultad.
Es que no hay cosa más integradora que el viejo y querido fobal.
Alquilamos la cancha cerrada de Defensor, en Jaime Zudañez, una cancha con gradas, La final era entre un cuadro de Año Cero y otro de no me recuerdo que taller... Las gradas estaban llenas.
De alguna manera estábamos demostrando que podíamos vencer el espíritu de violencia e intolerancia de la dictadura. Todo un éxito en cuanto a convocatoria.
Es que no hay cosa más integradora que el viejo y querido fobal. Claro que el tipo de cantos no hablaba precisamente de integración.
Nos tocó arbitrar, o sea, no había quien agarrara ese hierro caliente, a Gonzalo Peinado (que hacía primer año de taller) y a mí (ceroso total). En la primera jugada sangró la pierna de Salessi, un compañero de año Cero. La tribuna cerosa se hizo sentir. Tratamos de hablar, pero tampoco éramos muy duchos que digamos.
Bueno, digamos que “el espíritu de violencia e intolerancia de la dictadura” dejaba alguna huella.
Los sablazos empezaron a cruzar la cancha en cada jugada. Recuerdo que en un momento nos dijimos con Gonzalo, en la próxima echamos a uno, pero no lo hicimos... y la puteada trajo un empujón, y ahí mismo se largó la mayor piñata en la que haya participado. Por suerte el tema no éramos los jueces, pero la verdad es que vi pasar remando brazos a connotados gremialistas... Pero fue solo unos minutos.
La historia es que desaparecieron los carteles agresivos hacia año Cero de ahí en más. Algunos dicen que fue por cola de paja, pero yo creo que seguramente fue...
Porque no hay cosa más integradora que el viejo y querido fobal.

J. P. del CEDA




Las camas del 83

Año glorioso el 83, cuando se pudo hacer tan bien la guerra como el amor. Se hizo mucho el amor. Bien o mal, pero mucho.
Todo lo que se ganó (y lo que no se ganó) en la guerra contra los milicos y sus alcahuetes sin uniforme, quedó plasmado en lo que han sido estas dos décadas, visible para quien quiera verlo. Pero para encontrar el fruto de aquel amor físico, no se puede recurrir a ningún manual de historia reciente. Los placeres de aquellos jóvenes son los secretos de estos veteranos que, entre panzas y peladas, prefieren recordar lo heroico y lo cómico, lo colectivo y lo tribal para no tener que recordar lo íntimo y a todas luces inconveniente.
Hasta 1983 la militancia política de izquierda había estado marcada por los hábitos de una especie en peligro de extinción: cuidado de la propia vida y de los congéneres, desaparición de algunos rasgos secundarios y visibles que la hicieron reconocible y fortalecimiento de los cundarios de identidad y cohesión que permitieran seguir sobreviviendo y – de ser posible -, crecer.
Estos “criterios de seguridad” eran violados apenas con la concurrencia a algún oasis teóricamente resguardado, como los “Canto para que estés” organizados por el sector juveniles de la Asociación Cristiana de Jóvenes cada viernes. En ese micromundo (y seguramente en otros que no conocí) se fue prefigurando lo que vendría después. Alcohol – la marihuana no existía, creo – canto que inflamaba el corazón y sangre que recorría el cuerpo buscando una salida. Pero era un mundo chico, integrado a lo sumo por doscientas personas y el juego de las combinaciones hizo estragos pronto.

***
En medio de una fiesta, posiblemente en 1984 – la cantidad de fiestas que ya habíamos hecho en la facultad, en ASCEEP, entre facultades, entre agrupaciones y entre amigos era enorme -, tuve una revelación: si uníamos los tobillos de las personas presentes que hubiesen compartido una cama alguna vez y los obligáramos a seguir el ritmo, todos los rodaríamos por el piso.
Habíamos tomado unos vinos y estábamos para el análisis antropológico, así que conseguimos un papel y una lapicera (creo que era roja) y empezamos a anotar los nombres: una fila de varones y otra de nenas. Sólo una pareja tenía un único hilo que los unía. El resto estábamos sólidamente tejidos en una red de afectos que todavía hoy nos alegra la memoria.
Esta explosión del amor físico se vivía como una metáfora de la liberación que estábamos ayudando a conseguir, aunque uno no tuviera el menor recuerdo de lo que era una metáfora. Era lógico que si nos habían querido imponer la separación al grito de “tomen distancia”, nosotros tratáramos de juntarnos.
Era razonable pensar que si estaba prohibido tomar mate, fumar, “mantener relaciones sexuales pre-matrimoniales”, dejarse el pelo largo o atarse el buzo a la cintura, lo contrario formaba parte de nuestro programa de liberación.
Muchos entramos en 1983 en un grupo experimental, que rompió algunos lazos del pasado y comenzó a vivir el amor, la sensibilidad y el sexo como elementos complementarios y necesarios de la gran aventura que estábamos llevando adelante. Puede haber sido un grupo chico, de algunos cientos de personas, pero tan comprometido con esa lucha entre sábanas como con la otra.
El crecimiento de ASCEEP, la multiplicación de asambleas, peñas, bailes y otros lugares de encuentro (como las convenciones y el propio Consejo Federal) puso en contacto a miles de jóvenes que se convirtieron en la masa crítica imprescindible para que el experimento pudiera ponerse en práctica sin choques.
Los recuerdos pueden estar idealizados, pero creo que no había sanción social (dentro del grupo participante de la experiencia) para las mujeres que tenían actitudes tan libres como las de los hombres, tradicionalmente de condena.
No se trata de que los viejos roles hubiesen desaparecido, sino que se había extinguido el delito y casi desaparecido la pena. Las difundidas “hermandades de leche” no provocaban rivalidades sino que podían llegar a verse como afinidades en ámbitos que iban más allá de la política.
El sida todavía no se había colocado como nube sobre nuestras cabezas ni el condón era un salvavidas sino una opción. Algunas “culpas” se pegaron fuera del período o del grupo, pero hasta fines de los 80 nadie se consideraba un blanco posible de la enfermedad de los promiscuos. (Según la OMS, una persona podía ser considerada “promiscua” cuando tenía más de tres parejas sexuales en un año.)
En resumen, puede decirse que para todos aquellos que sintieran la pulsión, fueran capaces de superar  los miedos y tuviesen ganas, los años 83 y 85 dieron una muy buena oportunidad para cambiar de cama bastante seguido.

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Pero ¿para qué recordar estos asuntos íntimos, intransferibles? Y tal vez más difícil ¿cómo hacerlo sin destruir, el trabajo de 15 o 18 años, las nuevas responsabilidades afectivas, los nuevos lazos parentales, los nuevos modelos que debemos seguir?
Los universitarios del 83 seguimos tan en contacto, estamos tan cerca unos a otros, que revivir las experiencias sería inaugurar un tembladeral. No recordamos excursiones a los quilombos ni aventura con “muchachas de humilde origen”, como los universitarios de la época de Roberto de las Carreras. Compartimos la cama con ingenieras, profesoras de historia, médicas, lingüistas, maestras o con ex estudiantes de matemáticas que hoy son funcionarias públicas, jefas de producción o dueñas de una librería. Es gente que seguimos viendo; conocemos sus hijos, sus maridos y sus exmaridos. Vivimos y nos encontramos en alguna marcha o en las esquinas del pueblo. No podemos dar detalles de ellas ni profundizar sobre lo que sentimos porque nos leen. Y nos leen sus maridos y pronto pueden leernos sus hijos y los nuestros.
Si la recolección de la memoria alisa las rugosidades y pule la superficie de los recuerdos dejándonos más heroicos, más lindos, más desinteresados, más comprometidos ¿qué efecto tendría recuperar la memoria de las camas del 83? Si conservara aquella lista de nombres visitados por dos, tres, siete líneas de unión, ¿apostaría algo exponerla en el Cabildo? Salvo aquellos dos, que siguen atados por la misma cuerda, todos los otros armamos el paquete en otro lado. Si yo me animara, ¿tendría derecho de volver las sábanas de tanta gente buena?
Pero hay al menos dos razones que justifican el esfuerzo. Una es poder reflexionar sobre la diferencia entre lo clandestino o secreto (que hoy publicamos con orgullo) y lo íntimo, que si en algún momento fue conocido o intuido, hoy descansa sepultado bajo capas geológicas de pañales descartables, parejas perdidas y ganadas, viajes y cambios de personalidad.
La otra razón es la de intentar pasar la crayola por encima del papel neutro y ver si sale un mapa de amores atenuados, de solidaridades y recuerdos todavía vigentes pero sin uso posible más que el que individualmente podamos darles. Es saber si existe un correlato entre lo que nos unió en la calle y en la asamblea, que hoy festejamos públicamente, y lo que disfrutamos de forma irrepetible en camas y playas.
Recordando la parte heroica y clandestina que hoy se hace pública, me encuentro con múltiples contradicciones. Un recital de música para el que trabajé, parece haber sido convocado para festejar los 50 años de la FEUU, mientras que mi nombre fue a la DNII como integrante de un grupo de viaje que nunca existió y yo creía que era para hacer finanzas para un grupúsculo que pudo llamarse Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR). Por otro lado recuerdo como desde la FEUU clandestina de Humanidades planificamos una carta contra la pérdida de la calidad de estudiante después de cinco exámenes perdidos, mientras Tato, que nunca la integró, recuerda haberla escrito en su máquina de escribir.
Estas situaciones pueden aclararse, discutiendo, rearmando los pedazos, consultando al jefe máximo del MAR (que hoy es colorado), a la delegada de Humanidades a la mesa de la FEUU. Pero ¿cómo reconstruyo los sentimientos de aquella flaca que no logró sacarme ninguna respuesta en la playa Malvín, se subió en el 402 y no bajó en mi casa ni volvió a subir la escalera de mi cuarto? ¿Qué gano contándole hoy a otra que una madrugada escribí una pintada para ella, después que me dejara, y que volví más tarde a pasarle por arriba con pintura, para protegerla de la intromisión?
Sólo los malditos, los que rompieron con el pasado pero también con lo que pudieran haber construido en el presente, hacen esas cosas. Yo estoy en posición de ser conservador, pero aún así...

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La segunda razón es la única defendible públicamente. Pero sus resultados no son contrastables. El antropólogo Claude Lévi-Strauss, el mismo que opinó que la Bahía de Guanabara parecía una boca desdentada y que descubrió el intercambio generalizado de mujeres en algunas sociedades, tenía una buena coartada para explicar su método de investigación: decía que no podíamos saber qué utilidad podía tener un determinado instrumento arqueológico, si podíamos saber qué podía haber hecho un ser humano con él, porque nosotros somos humanos y tenemos las mismas estructuras básicas que quien lo había diseñado y usado. Deductivamente flojo como es el método, permite sí una aproximación a los sentimientos ajenos a  través de una proyección de los propios. El riesgo aquí es convertirse en preso y medida de una serie de fenómenos que son individuales e intransferibles, dependientes de la personalidad de cada uno de los autores.
Como recuerdo las líneas que unían aquellas dos filas de alegres veinteañeros y veo a los cuarentones en que se han convertido, tengo la certeza de que aquellas camas fortalecieron estas amistades, estas fidelidades históricas que deforman el sentido tradicional del término y lo hacen más accesible.
Las afinidades sudadas en conjunto – por casualidad, por amor o por simple vicio – siguen una costura del lado oculto de la luna del 83. Un costurón tan fuerte como el haber compartido una celda, diez marchas o cien asambleas.

Roberto Elissalde
Facultad de Humanidades



La clase de Educación Moral y Cívica

Corría el año 1983. Recuerdo que por ese entonces cursaba el tercer año en el Liceo № 2 de Forida (el llamado “Liceo Viejo”). Nos hallábamos una tarde en la clase de Educación Moral y Cívica. Teníamos una Profesora joven, de esas “nuetivas” que recién comienzan a ejercer el noble apostolado de la docencia. Por algún motivo nos habían cambiado al salón de actos, un lugar grande y espacioso, con un enorme mural al fondo, algo descascarado por el paso del tiempo, que representaba la Declaración de la Independencia. El cuadro tenía (sigue teniendo) algo de que sé yo.
Todos los personajes retratados se hallaban de pie, y aunque la representación no era del todo perfecta, daba a entender que se dirigía hacia algún lugar, sólo faltaba la imagen de San Cono y la escena quedaría al frente, excepto un señor parecido a Artigas que era el único que desentonaba ya que tenía la cabeza vuelta hacia un costado, como si estuviese observando al inspirado artista en el movimiento de su trabajo. Encabezando la marcha iba un hombre de grave aspecto; vistiendo frac y levita, apoyado dignamente en un largo bastón, se diferenciaba claramente del resto.
Su mirada parecía hallarse también perdida en la lejanía. ¿Qué estaban mirando todos? Me preguntaba en ocasiones? (y aún me lo continuó preguntando). ¿El futuro lleno de incertidumbre que le aguardaba a la joven nación? ¿El enorme peñasco que debían escalar para anunciar desde allí al mundo la decisión adoptada por aquel puñado de valientes?...
Pero volvamos a los personajes del mural. Un poquito mas atrás del señor de levita y bastón venía otro vistiendo hábitos religiosos, llevando un rollo de pergamino entre las manos (tal vez la famosa Declaración). A su izquierda iba el hombre con la cara parecida a Artigas y a la izquierda de éste, otro muy semejante a Abraham Lincoln, con una enorme galera, aunque de rostro lampiño. Más atrás de estos personajes importantes que encabezaban la marcha venía por fin el pueblo llano. Hombres, mujeres, niños, todos con gesto adusto, algunos con rasgos aindiados, mirando hacia delante, avanzando con paso decidido y sereno hacia el provenir. Sobre la superficie del mural, las distintas generaciones de estudiantes que habían pasado por allí habían creído necesario dejar su testimonio. Así podían leerse frases tan sugestivas y cargadas de contenido como: “Karina 1983-84”, “Gaby”, o “Alejandra”... Nunca me gustó esa manía que tiene algunos de ponerse a rayar cuanta superficie plana encuentran, y menos si se trata de algo que representa una página importante de nuestra historia. Pero pensándolo un poco: si los soldados del gran Napoleón, hombres hechos y derechos, gustaban escribir sus nombres en las milenarias y venerables reliquias egipcias, ¿qué se podía reprocharles aquellos adolescentes casi niños?
Pero, me he ido por las ramas. Volvamos al tema que motiva el presente relato.
Estábamos en la clase de Educación Moral y Cívica, como había escrito al principio. Como sigue siendo costumbre hoy, los varones nos habíamos sentado lo más atrás posible, lejos de la Profesora, para evitar ser molestados con preguntas inoportunas; además, si de materias aburridas se trataba, aquella se llevaba las palmas.
Nos hallábamos aquella tarde analizando algunos artículos de la Constitución de la República, y ese día estábamos comentando aquellos que hacen referencia a los derechos de los ciudadanos. Como material de consulta utilizábamos unos libritos de tapas azules, el nombre de cuyo autor o autores felizmente no recuerdo. Por supuesto que, al igual que continúa ocurriendo hoy, nadie había leído nada, así que la jóven valiente Profesora, apelando a sus vastos recursos didactivos, se puso a leer el capítulo indicado para ese día, alternando su lectura con comentarios y preguntas. La clase seguía, o aparentaba hacerlo, con atención su prolija exposición. De tanto en tanto la joven Profesora se interrumpía para alguna pregunta; después de algunos minutos de expectante silencio, por allá adelante alguna niña, levantando su mano, se inmolaba voluntariamente en defensa de la reputación de la clase.
Yo, para no desentonar del resto de mis compañeros, me había ubicado allá por el fondo, ocupando mi tiempo en trazar garabatos sobre las hojas en blanco de mi cuaderno (algo que, dicho sea de paso, hoy, veinte años después, me saca de quisio, cuando hablando en clase veo a algunos de mis alumnos ocupado en rayar sus bancos o escribiendo en las paredes o las cortinas de las ventanas del salón, sin prestar la mínima atención a mis palabras, haciéndame sentir como un perfecto idiota. Recién ahora, sufriendo en carne propia, tengo conciencia de los que se siente estar del otro lado).
Retomando el tema... Como estaba contando, yo me entretenía ensayando mis dotes artísticas sobre el cuaderno, alzando de tanto en tanto la vista para que la Profesora creyera que estaba siguiendo la lección y sacando apuntes. Y fue justo en uno de esos momentos cuando, dejando por un segundo la birome, presté atención a lo que estaba leyendo la Profesora.
-El trabajo está bajo la protección de la ley... -recitaba como un cura leyendo un salmo de la Biblia lo que al parecer era un artículo de la Constitución.- Todo ciudadano tiene la posibilidad de generar su sustento mediante el desarrollo de una actividad económica.
Al escuchar aquello se me presentó de golpe la situación de mi madre, que había sido destituida de su trabajo de maestra por el golpe militar, en clara violación de aquel artículo constitucional que consagraba el derecho al trabajo que justamente la Profesora acababa de leer.
-La libertad del trabajo comprende la elección del trabajo y la protección del trabajador, protección que se realiza a través de la ley- seguía leyendo la joven Profesora.
Yo me encontraba sorprendido por lo que estaba escuchando. ¿Acaso no estaba enterada la Profesora de que miles de uruguayos habían sido expulsados de sus trabajos por los militares? ¿Y que el Estado, encargado de brindar protección al trabajador, era el primero en descuidar sus deberes?  ¿Estaría ella al tanto de lo que estaba ocurriendo en el país? Me parecía que no; de lo contrario, no estaría leyendo, tan suelta de cuerpo, tantas mentiras juntas. Alguien debía hacérselo saber, “descorre el velo” (como dicen los escritores) que le impedía ver las cosas que estaban pasando a su alrededor. Pensaba también en mis compañeros.
Estaban siendo engañados con ese cuento de la libertad de trabajo, de la protección al trabajador. ¡También debían enterarse de la verdad! Pero no me atrevía a hablar. Temía que me vieran como a un bicho raro por tener mi madre destruida. También tenía un tío preso, un militar, en el Penal de Punta Carretas.
Y recordaba en aquel momento la reacción de la gente cuando se encontraba de su situación. “¡Y bueno! Algo ya habrá hecho”, exclamaban, encogiéndose de hombros. Tal vez allí pensaran ahora lo mismo. “¡Y bueno! Algo ya habrá hecho tu madre para que no la dejen trabajar”. Sabía que pertenecía al Frente Amplio (todavía no estaba muy seguro de qué era aquello). Pero.... ¿Qué de malo había en pertenecer a un partido político? ¿Acaso en las clases de Educación Moral y Cívica no nos hablaban siempre de la democracia, de la libertad, de cómo las Fuerzas Armadas se habían visto obligadas a intervenir para salvar nuestro estilo de vida y nuestra libertad? Y si ahora éramos libres, ¿Por qué había gente presa y tanta otra a la que no se le permitía trabajar? Evidentemente, algo no encajaba. O yo era muy tonto para comprender, o nos estaban “metiendo el verso”, como se dice vulgarmente.
Yo me seguía torturando con tales pensamientos, y la joven Profesora seguía ahí, con su librito de tapas azules, recitando y recitando.
-El artículo 54 de la Constitución hace referencia a las bases de dicha protección: un salario justo, descanso semanal, higiene física y moral, independencia de su conciencia moral y cívica.
¿Qué hacer? ¿Podía dejar que continuara aquella mentira? ¿Se reirían de mí? ¿Me enviarían a la Dirección por poner en duda lo que nos estaba enseñando la Profesora? Sin saber cómo, de pronto me encontré con el brazo levantado y chasqueando los dedos. La Profesora se sonrió, tal vez pensando: “¡Al fin uno que me presta atención!”.
-S, X...? - me preguntó.
-A mi madre no le dejan trabajar– fue lo único que se me ocurrió decir.
De pronto sentí las miradas de todos fijados en mí, y a un silencio de cementerio, siguió una leve ola de murmullos. La Profesora se aferró a su librito de tapas azules y se quedó mirándome. Su cara comenzó a cambiar de colores adquiriendo finalmente un fuerte tono morado.
-¿En qué trabajaba tu madre? - preguntó al fin, cuando se dio cuanta de que las miradas de todos los alumnos estaban puestas en ella, esperando una reacción a su parte.
-Era maestra y ahora el gobierno no la deja trabajar- respondí, agarrando “viento en la camiseta”.
De nuevo la Profesora se quedó sin palabras. Tanto me miraba a mí, como el resto de los alumnos, que intercambiaban cuchicheos entre sí, ora a la Profesora. De pronto sentí lástima de la pobre mujer. Tal vez en su libro no había una respuesta para el caso que le acababa de plantear, o tal vez nunca se había imaginado que alguien le saldría con algo así. Nosotros éramos simples adolescentes, incapaces de pensar, de comprender la diferencia entre una mentira y una verdad y ahora mi intervención venía a destruir aquella presunción. ¿Cómo salir del paso?
La joven Profesora hacía como que revisaba el libro, tal vez buscando allí la respuesta para aquel embrollo.
-Bueno, no sé... atinó a balbucear- No conozco la situación de tu madre... Debe tratarse de un caso muy particular... Hay excepciones... Habría que ver qué paso... No sé...
Decidí no hablar más. La falta de respuesta de la Profesora me dejó tranquilo. No era ningún tonto. Me había dado cuenta de que ella era consciente de que nos estaba diciendo una gran mentira. Pero ella no era culpable. (¿o sí?); era un simple engranaje de una máquina más compleja. La había dejado en evidencia ante todos, y no valía la pena continuar humillándola.
-Bien, sigamos con la lectura- exclamó de pronto, volviendo a meterse en su librito azul.
Nadie me llamó la atención ni fui citado a la Dirección, como había temido. Recuerdo que un compañero sentado delante de mi se volvió y me preguntó por lo bajo:
-¿Tu madre es del Frente Amplio?
-Si, le respondí, sorprendido por su pregunta.
-¡Ah!- se limitó a exclamar el otro, volviendo a su posición anterior.
Aquella pregunta, y las miradas que de tanto en tanto algún compañero me dirigía, me hicieron sentir alguien importante.
Desde aquel día no sentí miedo de decir que tenía una madre destituida y un tío, un militar, preso. Y nunca volví a avengozarme cuando alguien me respondía, todo comungido: “¡Y bueno! Algo ya habrá hecho”. Muy por el contrario, comencé a sentir lástima de aquella clase de personas.

Alberto Lamaita Rodríguez
Ex alumno de liceo № de Florida





Volantes

Aunque su nombre haga mención a la capacidad de volar, no todos los volantes vuelan. Algunos son entregados en mano y guardados. Este cuento se refiere a volantes; volantes que entregué o que me entregaron, que recogí o que tiré. Los volantes en la dictaduta eran un medio de información. Uno se volvía un lector empedernido de cuanto volante había por el suelo. A veces ni siquiera nos animábamos a levantarlos, pero sin duda los leíamos. Ir de volanteada era una tarea arriesgada. Uno se llenaba de adrenalina. Y que ruido hacen los volantes cuando vuelan. Si hay viento es un verdadero estruendo. Y si la noche está silenciosa a uno le parece que el ruido hará que toda la cuadra salga a la calle a preguntar que pasa.
Corría el año 75 o 76. Era la época más brutal de la dictadura. Yo era un niño muy niño. En mi cuadra había una familia donde dos de los hijos estaban presos y habían sido torturados salvajemente. Como en todos los barrios eran frecuentes los allanamientos y cada vez que nos enterábamos que los milicos estaban allanando alguna casa mis padres y hermanos mayores temblaban y empezaban a quemar cosas. Esa mañana de invierno estábamos jugando a la pelota en la calle. En la calle donde vivíamos casi no pasaban autos por lo cual jugar en la calle no constituía un riesgo. En eso vimos unos cuantos papelitos tirados en la calle. La impresión era muy mala, lo cual delataba la precariedad con la que habían sido impresos. El volante decía que allí frente a donde estábamos jugando estaban torturando obreros uruguayos. Era por supuesto verdad aunque yo no lo sabía. Corrí a mostrárselo a mi madre. Ella solo atinó a llevarse las manos a la cara y decir ¡Que horror!
Algo teníamos que hacer. No podíamos permanecer impávidos mientras las cárceles se llenaban de presos políticos y el país se vaciaba de gente. Dentro de pocos meces se votaría la propuesta de reforma constitucional propuesta por los milicos. Armados de coraje cívico conformamos un pequeño grupo de militancia por el NO. El grupo no era numeroso pero tampoco experiente. Entre los cuatro sumábamos 65 años pero el Gallego, gestor de la idea con 18, nos subía mucho el promedio. El objetivo era hacer volanteadas llamando a votar por el NO. Fuimos muy ejecutivos. Precisábamos local, plata y algún medio de impresión. En dos día teníamos todo. La plata era lo de menos, con nuestros ahorros alcanzaba. El local, el cuartito del fondo de la casa de los gordos. Para imprimir usaríamos el viejo y querido hectógrafo. Conseguimos la receta con una ex maestra de Oscar. Lo peor de la misma era la cola de pescado. Que hedor tenía! Yo era el redactor de los textos. Mi hermana Lucía, estudiante de Facultad de Medicina me había invitado a una charla en una parroquia donde hablaba Enrique Tarigo. Por tanto me consideraba un experto en el tema. Los volantes no llevaban firma porque por supuesto nosotros no pertenecíamos a ningún grupo. Los primeros volantes que fabricamos tenían el tamaño de media hoja oficio. Eran gigantes. Yo los llevaría debajo de la campera y los dejaría en las canteras de Malvín de camino a casa. No los iba a tirar. Solo los iba a dejar en el suelo. El viento haría su parte. Yo, aunque asustado hasta las patas, hice obedientemente mi parte, pero el viento faltó sin aviso. En realidad mucho viento no había y para peor lloviznaba. Cuando los deposité en el piso quedaron como pegados, así que la primera horneada de volantes adolescentes fue una frustración. Con los días fuimos mejorando la confección y la técnica de tirado. A lo último sacábamos 6 volantes con cada hoja de oficio. Clarita, quien siempre sospeché que sabía lo que hacíamos pero nunca me animé a preguntárselo, nos polenteaba bien para que no nos temblaran las piernas. Salíamos de a dos. Si había viento seguíamos juntos todo el viaje. De lo contrario cuando estábamos cerca del objetivo nos separábamos. El de adelante solo depositaba los volantes en el suelo y un ratito después el de atrás como si no supiera lo que había le pegaba un patadón. Esos volantes del NO fueron sin duda los más románticos que tiré en mi vida.

Terminaba 1982. Año de las elecciones internas.

 Algo estaba cambiando en el país. Era el último examen de liceo y estábamos sentados en el murito de la puerta del Dámaso esperando que nos dieran el resultado. Yo había salvado los anteriores y si salvaba este tenía que rendir el examen de ingreso. No tenía mucho miedo del resultado porque como buen obsesivo había hecho los problemas en casa y sabía que salvaría. También sabía que uno de los problemas estaba mal propuesto. Técnicamente había más datos que ecuaciones por lo que el sistema era incompatible. Esto quiere decir que la solución al problema era decir que el problema no tenía solución, o dicho en otras palabras estaba mal propuesto. Sin embargo la mesa no haría la aclaración sino que le podría bien a todos los que usando parte de los datos llegaran a algún resultado. Esto daría por buenos problemas cuyo resultado era diferente.
-Pequeña digresión. A veces me pregunto  a dónde fue a parar esa gente pequeña. Los docentes que ocultaban la ignorancia con autoritarismo, los que nos controlaban el color de los zapatos o el largo del pelo. ¿Serán iguales de hoscos, ahora que no tienen el poder que les proporcionaba la dictadura? ¿O se habrán reconvertido y ahora serán los más simpáticos, los más amigos de los estudiantes?
Siguiendo con el cuento, mientras esperábamos mi cabeza pensaba en el futuro cercano. Primero iría a descansar unos días a Cabo Polonio por cierto un cabo Polonio muy distinto del actual, casi sin gente y con tamarices en la playa Sur. Luego volvería a Montevideo a estudiar para el examen de ingreso. Para ingeniería el examen no era un gran escollo porque el cupo era apenas superior al universo de aspirantes. Sin embargo, el examen exigía conocimientos muy por encima de lo que se enseñaba en el liceo con lo cual se favorecía a la gente que preparaba el examen con profesor particular. Mientras hablábamos del examen de ingreso, Nancy, cuyo hermano Néstor era estudiante de Ingeniería, sacó dos o tres volantes y los repartió para que circulan. Los estudiantes de Ingeniería nos ofrecían clases de Física y Matemáticas gratuitas. Los volantes estaban firmados por un tal “Club de Ingeniería”. Los profesores serían estudiantes de ingeniería y las clases serían dictadas en el local de ADEOM, sigla por entonces completamente desconocida para nosotros. La mayoría de los que recibimos el volante, aceptamos la invitación. Y seguro que aprendimos muchísimo más que Física y Matemáticas.
Corría abril del 83. La dictadura tambaleaba. El plenario Intersindical de  Trabajadores PIT había obtenido permiso policial para festejar el día de los trabajadores y se lo habían dado. En el gremio de los estudiantes de Ingeniería (no recuerdo si Club de Ingeniería o ASCEEP Ingeniería, todavía no habíamos vuelto a llamarnos CEI), se había decidido que entregaríamos volantes llamando al acto en la puerta de Facultad. Organizamos turnos y a mi me tocó el primer día a primera hora, por lo que con otros compañeros inaugurábamos la entrega de volantes mano a mano. Hasta ese entonces, entregar volantes era algo siempre clandestino y aunque el acto estaba permitido, por lo menos a mí, me daba miedo estar ahí parado a vistas de todo el mundo. Desde adentro de la Facultad los porteros nos fichaban y nosotros entregábamos los volantes con cara de nerviosismo, mirando con un ojo al receptor del volante y escudriñando con el otro si ocurría algo raro. Nadar aro pasó ese día, ni en los siguientes, ni tampoco cuando retribuyendo la gentileza del préstamo del local de ADEOM, fuimos a repartir volantes a la puerta de la Independencia Municipal a la hora de salida de sus empleos. Pero en todos los casos sentí miedo de entregar con papelitos. Una semana después se hizo el acto. Fue una jornada larga. Empezamos de mañana en ADEOM donde los estudiantes de Ingeniería compartimos el almuerzo. De ahí a la terminal Goes. Cuando partimos de ADEOM seríamos unos 200 estudiantes de Ingeniería, un pequeño arroyo. En la terminal nos reunimos con los estudiantes de otras Facultades, de Secundaria y UTU. Cuando partimos hacia el Palacio Legislativo ya éramos caudaloso río. Y al llegar al Palacio ver a aquella multitud era como ver al mar. Dolían los ojos y explotaba el alma. Había valido la pena.
Pude haber sido a fines del 83 o en el 84. No recuerdo la fecha exacta ni el contenido del volante. La dictadura ya se caía a pedazos. Se trataba de una volanteada no autorizada. Salíamos del local de los volantes. Había viento y no era necesario el algoritmo de uno deposita y el otro patea. Los volantes salían de las manos como palomas que buscan la libertad y al salir se generaba un fuerte ruido. FSSHHUU
 Luego de la volanteada teníamos que volver a ADEOM a reportarnos.Salimos una cantidad de grupos y en casi todos los casos volvimos sin inconvenientes. Pero de uno de los grupos sólo volvió el que hacía de campana. Los habían agarrado.....
  De inmediato se empezó el movimiento para conseguir que los dejaran libres. Creo que los largaron a los dos días. No pasó de un susto. En la reunión siguiente una compañera de la dirección del gremio planteó con lágrimas en los ojos que había sentido mucho miedo y que no sabía si se animaría a salir la vez siguiente. Por tanto renunciaba a su cargo pues no podía dirigir un gremio y no correr los mismos riesgos que sus integrantes. Para mi fue una lección de ética.

Peter Kantropus
Ingeniería

La vida...

La vida es
blanco
negro
y grises
Es lucero del alba
Y anuncio del mañana
Es golpearse mil veces
y salir enriquecido
Es afrontar el provenir
de la mano del pasado
Es inventar el amor
a cada paso
Es suspirar lo más hondo
y despertar en cada día
un milagro
Es hastío y tedio
incertidumbre
dolor
Es festejar los sentidos
y pasar dejando
la impronta compartida
Es estar
en pensamientos y acción
Es crecer
perdurar
negar el olvido
encontrar la pasión
Y vibrar con cada fibra
última
cierta posiblemente
Es encontrarle un sentido
Y quedar incluso muriendo
vivo.

Anabella González Sprinberg





AndaTranquilo

Este cuento, no puedo recordar, en torno a cuál de las fechas simbólicas en que tradicionalmente se hacían movilizaciones ocurrió (1° de mayo, 27 de junio, 14 de agosto, 12 de setiembre)
Pero igual, antes de empezar, un aviso sobre un 1° de mayo durante la dictadura.
El 1° de mayo de 1980, quedó en la historia porque la dictadura para evitar manifestaciones, determinó que se conmemorará el 5 de mayo. Aniversario del nacimiento de K. Marx.
Si para muchos en esa época era una fecha desapercibida, con el cambio definido “estratégicamente” por los militares se transformó en una fecha que se sabía iban a pasar cosas.
Al ser laborable ese 1° de mayo, para evitar sorpresas todos los grandes centros de concentración obrera fueron ocupados por los militares y en medio de ese clima de tensión, no olvidarnos, fue asesinado un obrero de la Fabrica NORDEX en Colón.
Volvamos al hecho ocurrido en el período de la dictadura durante una movilización definida por la FEUU, previamente a una de esas fechas simbólicas mencionadas anteriormente. Se trataba de una volanteada en diversos lugares de Montevideo.
A la Asociación de Estudiantes de Medicina (AEM), le tocó la zona Palacio Legislativo, y el Centro en la Zona de Entrevero.
Mientras tanto en la AEM, se iba preparando la medida en los aspectos más concretos, relevamiento de las zonas, paradas de ómnibus concurridas, concentraciones comerciales, etc.
Participaban los militares de las diferentes generaciones que integraban el denominado Comando Central de la AEM. Cada generación tenía la autonomía para concretar estos aspectos, de acuerdo a su realidad. El Comando asignaba una zona determinada y la generación elaboraba su plan propio de trabajo para la medida.
Habían varias cosas que ya eran un clásico, por ejemplo la hora de las volanteadas, en general a las 7:00 o 7:30 horas, la participación en parejas en cada uno de los puntos seleccionados y tratar de ir vestido de una manera que llame menos posible la atención.
La generación 78 de la AEM se encontraba en esa fase de la preparación y el armado de las parejas era complejo, por los criterios de compartimentación lógicos de la época para evitar que se conociera mucha gente. Se había acercado a la AEM desde la oficina de apuntes, un compañero del interior, sin antecedentes de ningún tipo en cuanto a militancia, y que significaba su prueba de fuego en este tipo de acciones. Se discutió el tema y de decidió que hiciera pareja con un compañero de la generación que era mayor en edad y que tenía sus antecedentes de militancia desde antes del 73, además muy tranquilo, callado, de hablar en voz baja y que además se conocían entre ellos. Todo ello ¿para que?
Para que en la primera vez de este compañero se le minimizaran las variables que pudieran complicar lo planificado. Te ponemos a “Gabriel” con experiencia, cauto, precavido, frío y muy meticuloso.
El nuevo lo conocían como “el palmera”, era de complexión física gruesa, con un pelo lacio y canoso muy característico, de donde surgía el apodo de referencia. Es decir, quien lo veía una vez no podía olvidarse jamás de las características de ese individuo.
Se fijó la fecha, la hora (un clásico 7:30 de la mañana) y el lugar que le tocaba a cada pareja.
“Palmera” anda tranquilo, te acompaña Gabriel.
Llegó el día, les tocó una parada de ómnibus. Lo tradicional era llegar por separado un rato antes para explorar el contexto, Si no había elementos que a juicio de la pareja pudieran hacer abortar la acción, la misma se ejecutaba a la hora prevista y en general el mecanismo era una banda elástica, un alambre y el paquete con los volantes, luego de un trenzado extremo tipo torniquete se lo dejaba en el piso, o en el asiento y se iba desenrollando solo hasta despedir los volantes luego de liberados. Solamente en casos excepcionales por fracaso del sistema, se hacía la clásica, mano de derecha al aire y a revolear... También dentro del marco de lo que se planificaba, estaba el después: llamar la atención lo menos posible, alejarse del lugar, y dirigirse al punto previsto donde cada pareja debía presentarse ante un compañero que por esa vía verificaba 2 cosas: la realización de la medida y los posibles inconvenientes de seguridad.
El primero en llegar fue “el palmera” nervioso como la primera vez, (le venía como un “chucho”). Exploró el ambiente: 3 viejitas, dos señores vestidos de oficina, unos licelaes, y 4 con pinta de laburantes. Al “palmera” le parecieron todos “tiras”, sin excepciones, condición necesaria para abortar la acción.
Luego llegó Gabriel, con una gorra de varios colores en la cabeza, una campera color verde oliva, lentes de sol lo que llamaba notoriamente la atención. El “palmera” se sorprendió (para sus adentros dijo: ...éste vino disfrazado...”) pero no emitió opinión, se limitó a dar el parte, sus impresiones del entorno. Para él esa parada era un nido de tiras, hasta demostración de lo contrario.
Y aquí aparecieron todos los atributos que figuraban en los antecedentes de Gabriel: “...cálmate, está todo tranquilo, vos déjame que yo voy tomando las decisiones...”. Realmente, según “el palmera” esas palabras fueron como un valium intravenoso. La tranquilidad llegó y todo quedó en manos de Gabriel.
Cualquiera que conociera a Gabriel, se lo imaginaba con su meticulosidad característica preparando el fajo de volantes, la banda elástica y los demás ingredientes con la precisión de un relojero. Y con la misma cautela colocando el paquete con el mecanismo activado, sobre el banco de la parada y con su andar cansino con la mayor naturalidad alejándose del lugar.
Llegaba la hora, se sumaron otras personas a la parada, para “el palmera” se sumaron más “tiras”, mientras Gabriel era todo tranquilidad, faltaba simplemente que llegara el minuto 30 de las 7:00.
Llegó la hora, no hay ningún factor que impida la medida, la acción comienza. Gabriel camina hacia el centro de la parada, “el palmera” lo sigue, cuando está bien en el centro de la parada, rodeado de todos los ocasionales esperas, Gabriel pone la mano en el bolsillo derecho de su campera color verde oliva, saca un fajo de volantes “sueltos” y con la clásica “revoleada” los tira por los aires ante la mirada sorprendida de todos los presentes y de horror del “palmera” que ya no entendía nada. Inmediatamente coloca la mano en el bolsillo izquierdo y saca otro fajo de volantes y repite la misma escena. Si la sorpresa crecía en los presentes, se imaginan como crecía el horror y desconcierto de “el palmera”.
Cuando termina de lanzar el segundo fajo de volantes, Gabriel “el tranquilo” sale corriendo al mejor estilo de un arrebatador de los de ahora, “el palmera” sin opción alguna lo sigue también corriendo, por el desconcierto Gabriel a la cuadra ya le había sacado casi 50 metros, dobla a la derecha y en el mismo sentido segundos después dobla “el palmera”.
Nueva sorpresa, cuando “el palmera” asoma en la calle que doblaron, se encuentra con un espectáculo inolvidable: Gabriel ya no estaba con la gorra en la cabeza, había cambiado los lentes de sol por unos del aumento al mejor estilo intelectual, daba vuelta su campera que era reversible y de verde oliva pasó a un discreto azul oscuro, y sacaba una carpeta que estaba entre el buzo y la camiseta.
Todo sucedía en fracciones de segundos, “el palmera” corría detrás de Gabriel su pareja de volanteada, su aguante de la primera vez y al dar vuelta la esquina se encuentra con un señor, de lentes, con una campera de otro color, una carpeta bajo el brazo y que ya no corre, camina ahora en sentido contrario y cuando se enfrentan “el palmera” ya despavorido solo con la mirada le está preguntando; ¿qué hago?
El señor contestó sin esperar la pregunta : seguí corriendo...

Gilberto Ríos (El Francés)




“Carta a ti”... después de casi 25 años (1976-2003)

Calle de adoquines, barrio grande, casas llenas de sol y vida. Puertas abiertas y una sensación maravillosa de armonia dentro de ellas. Risas, juegos de niños, pantalones cortos y mujeres de delantales impecables.
Ruidosos adolescentes ocupábamos las calles, todos en edad estudiantil, compañeros, vecinos y amigos algunos entre sí. Éramos... barras de chicos y de chicas fantaseando o simplemente y generosamente dejando correr el tiempo.
Días de intensos calores... igual, infaltable el picadito de la calle “Lima”, descalzos, quemándose los pies, sudando felices, no dejaban de jugar y pelear por algún pase poco claro.
Por supuesto que todos esperábamos que el señor rezongón de la cuadra les enviara el orden ahí... aparecía, rompiendo la tardecita... no podía ser de otra forma.
Divertidas corridas metiéndose donde podían para esconderse con picardía de aquellos que los buscaban.
Allí, en ese barrio, en ese grupo, en esa casa donde se juntaban, “en lo de Jaime”, ahí hace... muchos años estabas tu.
Metódico, llegabas siempre a la misma hora, indiferente y casi vanidoso.
Tu con tus jeans y tus manos con la pintura de los dedos metiditas en los bolsillos, doblando la esquina al encuentro de tus amigos.
Apenas saludabas muy bajito con la cabeza erguida pasabas a nuestro lado imponiendo respeto.
Soñar contigo en esa época era imposible, estabas lejos, muy lejos de mí.
Inimaginables vueltas tiene la vida, impensadas para quien en ese momento teníamos apenas entre 15 y 19 años.
Y... pasó el tiempo, cada uno formó su vida, tuvimos hijos...¿fuimos felices?
No sé... calculo que de alguna manera u otra sí. La vida nos mantuvo por muchos años de una forma paralela, sin acercarnos demasiado, pero tampoco tan lejos como para no saber uno del otro.
Recuerdo nuestras jornadas en plena apertura de la democracia que por unos meces las circunstancias nos habían vuelto a cruzar allá por el 84..., peleando por ideales en común y coincidencias casi impredecibles.
Juntos ,con vidas distintas recorrimos nuestro barrio llevando un mensaje de futuro y de esperanza convencidos de lo que hacíamos.
Coincide en mi vida el reencuentro esperado con una muy querida amiga de la infancia que por distintos motivos nos habíamos distanciado, por esos años nuestros ideales nos volvieron a unir, de alguna manera volvíamos a estar todos juntos, pero... duró muy poco...
Crecimos, crecimos... los adoquines ya no se ven más, los picaditos tampoco y muchos de aquella época están en nuestro recuerdo imborrables.
Más de media vida hemos devorado casi sin darnos cuenta.
Cuantas veces en los últimos tiempos nos habremos preguntado ¿dónde están nuestros sueños? ¿Qué nos queda por vivir? ¿A que podemos atrevernos ahora a soñar?
Preguntas que no parecían tener respuestas.
Ahí seguíamos uno cerca del otro, atreverse a soñar se me hacía tan imposible como hace 25 y pico de años... para mí seguías siendo el distante, el indiferente de siempre... para conmigo por lo menos.
Hace como tres años nos reencontramos, algunos de aquella época quisimos no perder el contacto y de ahí surgió la idea de reunirnos una vez por mes.
Asombro, éramos casi los mismos delirantes de 75, del 80, del 84, etc. Pero estábamos en el 1999.
Solo que todo era diferente, nuestros sueños de adolescentes ya no estaban, frustraciones para algunos, destino que no los acompaño para otros, experiencias de vida para mi,... que sé yo.
Solo sabíamos que nos hacia muy bien estar juntos, reírnos de nuestra niñez y adolescencia y las anécdotas se amontaban sobre la mesa mientras cenábamos, largas madrugadas escuchando música de aquellos años, Beatles, Bee Gees, y alguna canción nostálgica aunque no por eso para algunos menos cursi en español.
En todo eso ahí estábamos tu y yo...
Hasta ese día en que todo cambio vertiginosamente.
Era impensado hace años suponer que una computadora, apenas si conocíamos una Rémington, nos uniría.
Si hubiésemos jugado con nuestra imaginación seguramente, mil formas de vivir este momento se nos hubiesen ocurrido... pero siempre en algún lugar, a la salida de alguna de las comidas, que sé yo en la calle, a la vuelta de la esquina.
Pero nunca a través de la pantalla de un PC...
Pero claro, no vemos mas los adoquines, no somos los adolescentes de antes, ni siquiera quedan esas mujeres de delantales impecables, todo aquello queda atrás.
Pero fue así... inimaginable, vertiginoso, alocado sentimiento dormido en nosotros, te metiste en mi vida, en mi alma, en mi cuerpo.
Hoy por ti siento ese maravilloso sentimiento que soñé alguna vez sentada en la puerta de alguna casa en mis años de adolescente, callecita de empedrado, adoquines gastados sustituidos por el asfalto y autos más veloces, solo que no sabía que ese amor me esperaría 25 y pico de años después.
Cierro mis ojos y te veo amor, en nuestro barrio en nuestras esquinas, en mi alma ahora para siempre, feliz de tenerte y amarte y sentirte de esta forma.
Hoy es uno de los tantos días en que nuestra vida por suerte ha cambiado, sigo creyendo en la magia de atreverse vivir, jugarse por lo que uno siente.
En el alocado y atrevido sentimiento de amar tanto a los 15 como a los 50, la inconciencia que te da el amor une varias décadas... el desafío de saber que la vida juega con nosotros como ella quiere, el desafío de demostrarnos a nosotros hoy adultos y con hijos de la misma edad que tu y yo teníamos por aquellos años que los sueños duermen en cada uno de los seres de este mundo, solo que anidan algunos para siempre y otros despiertan ante la simple brisa de la esperanza.
Callecita de adoquines escondidos como nuestros sueños hoy nos ves pasear de la mano como antes nos viste jugar a ser grandes.
Desde el cielo despejado una decena de sonrisas acompañan nuestro recorrido y aquí con nosotros, ustedes, los de nuestra generación y ellos, los que sueñan como lo hemos hecho nosotros al despertar de nuestra adolescencia.
Por eso, sin lugar a dudas, esta cadena imaginaria de años nos detiene en este eslabón con casi 50 años.
Generación de estudiantes revoltosos, intransigentes, tratando de modificar todo a nuestro paso, vivimos miedos y al límite por muchos años, hoy como ayer nos sentimos con esa sensación que si cerramos los ojos seguramente... volveremos a oler el perfume del jazmín de país desde mi vieja casa y corretear en las baldosas gastadas de esos patios abiertos y un sin fin de voces que vivirán siempre en nuestro recuerdo no perdiendo ni uno de los tonos a los que habían acostumbrados.
Solo que... prefiero seguir uniendo eslabones pues en este tramo de la cadena te encontré a ti.
Me sentaré en la puerta de ahora nuestra casa, a esperar ver correr nuestros nietos por las mismas veredas que un día a nosotros nos vieron jugar.

Susana Aprile




El liceo

Anoche tuve un sueño. Yo iba arrastrando uno de esos carritos que usan los camiones de Coca Cola para llevar los cajones de plástico. Pero mi carrito llevaba cajas blancas de cartón, de esas donde antes venía el papel para las fotocopiadoras y ahora para las impresoras. Seis cajas de cartón, una arriba de la otra. Me paraba en un puesto de la feria a conversar y dejaba el carrito parado también, en la vereda, alto, casi más alto que yo. Al volverme, el carrito ya no estaba allí. Me lo habían robado. Sólo quedaba una de las cajas  en la vereda. La de arriba de todo. La abrí. Efectivamente, estaba llena de fotocopias. Por eso escribo ahora. En esas cajas está mi pasado. He vivido hasta ahora sin atreverme a abrirlas, sólo arrastrándolas conmigo por cuanta feria he ido en la vida. No quiero que me (nos) las roben antes de saber que había adentro. Abrámoslas. El tiempo de enfrentar los originales. Esta de los ochenta sobretodo, no me pertenece sólo a mí. El liceo. A mi la democracia me agarró en el liceo.
Crecí durante la dictadura, no fui consciente de ella. No creí sufrirla en carne propia hasta que, cerca del 83, tuve que enfrentar la noticia que determinó mi vida entonces: teníamos que mudarnos. De repente dejábamos mi casa de toda la vida, la de Gustavo Gallinal, la que estaba a unas cuadras del liceo, la que empezaba a prometer tanta nueva vida, la única que conocí hasta entonces (y la primera de una larga fila de casas habitadas y no que se inauguró entonces) y nos íbamos al campo. Al campo. No éramos exiliados, ni presos, ni perseguidos (¿no éramos?), nuestra desgracia era con minúsculas, pero la mía era con todas las mayúsculas que caben en la vida cuando uno todavía no se enteró que las cosas siempre se joden cuando menos lo esperamos.
Toda la bronca necesitaba encontrar un destinatario. Hice un viaje a Estados Unidos de manera totalmente casual: una amiga de la escuela me invita a visitarla por un mes. Directo de la Barra de Santa Lucía a Houston. Volví confusa. Yo no tenía respuestas. Apenas preguntas. ¿Por qué? ¿Por qué, papá, en Estados Unidos se vive tan bien?
Porque en América Latina se vive tan mal. Fue toda su respuesta.
Claro que esto no lo salvó de ser él mismo culpable también. Todos eran culpables de mi desdicha: la familia, la dictadura, dios. En ese orden. Y Estados Unidos, claro, en cualquier lugar intercambiable de la lista.
Entonces empezó mi cruzada contra el enemigo, con estas dudosas motivaciones, que no tardaron en volverse profunda rebeldía ante toda la injusticia que vi, una vez que empecé a mirar.
El mas fácil de atacar, tengo que reconocer, fue dios. No ofreció resistencia alguna. Pasé sin mucho trámite de ser cristiana militante a comunista de corazón. Ambas religiones me dieron siempre muchas alegrías. Quizás algún instinto de supervivencia sabía ya entonces, lo duro que iba a ser este ateísmo de hoy.
Y así aterricé en EL GREMIO, Trato de acordarme ahora de la primera reunión y no lo logro. Esta memoria que hace tiempo que no hace gimnasia se niega a traerme aquélla y en su lugar puso una sola gran reunión conteniéndolas a todas. Estaban todos. ¿Los nombro? Claro que sí, ¿qué sino ellos fue el gremio?
Quizás ellos se reconozcan, quizás alguien más los reconozca, quizás nadie pueda reconocerlos porque sólo existieron para mí. En cualquier caso, van saliendo de mi caja.
Daniel, sin dudas tengo que nombrar a Daniel, porque Daniel es el gremio. Tu camisa leñadora, tu bolso, tus papeles arrugados. Tus ojos tristes que tantas veces encontré después de tantos otros ojos extranjeros. Todos nos acordamos de Daniel.
Todos quisimos ser Daniel. Todos te quisimos, Daniel. Una vez usé tu pase en una convención porque vos tenías hepatitis. ¿Te acordás? Te traje una foto del Che de recuerdo que me dieron allí. Aun las pequeñas cosas, si son grandes cuando fueron, continúan ocupando todo su espacio en la caja.
Claudia, sería, inaccesible. Beatriz, anarquista-Ana-Clara. Chino, hermético.
Cuchelo, tu gorro de lana negro y tu campera de cuero negra que tanto amé. Un ensayo de amor. Ese amor desprovisto de futuro que nunca más existió.
Y tantos otros: Anna, Sandra, Annie, Patricia, Alejandra, Fernando, el Pera, Marcelo, Isis, Mario, Alejandro, Gabriela, Adriana, Mónica.
Abajo de todo se ven unos vaqueros. No me acuerdo bien cuándo, aparto más recientes papeles y queda al descubierto. La jornada del vaquero. No queríamos el uniforme, no al menos el impuesto por ellos. Había que ir de vaqueros, desafiar los bedeles que hacían de policías.
Mis padres no me dejaron ir de vaqueros. Más razones a mi favor. Me los llevé en una bolsa. Me cambié en mi casa de mi amiga del alma que me miraba entre divertida y atónita. Ni dios fue de vaqueros aquel día en mi turno. No me dejaron entrar, claro. Pero ese era el precio estipulado, no me importaba pagarlo. El otro, el de encontrarme sola en la puerta del liceo viendo a cada unos de mis compañeros de clase y amigos luciendo un uniforme que se día parecía planchado y almidonado para la ocasión, ese precio yo no estaba dispuesta a pagar. Al menos no estaba preparada para pagarlo. Iba a necesitar el resto de mi vida para saber si estaba dispuesta a pagar la soledad por justicia.
Cuando al rato de estar sentada en el suelo vi llegar a Anna con unos vaqueros que le quedaban tan bien, supe que valía la pena. Ese cariño todavía me hace sonreír ahora imaginándomela quién sabe dónde llevando aún tan bien sus vaqueros y siendo hermanas en renovadas desolaciones.
No recuerdo una sola palabra de ninguna de las infinitas reuniones. Sólo caras, gestos, actitudes. Los anarcos, los independientes (?), los latas, a todos los odiaba a veces, con todos nos reíamos siempre. Ahora, por esa otra saludable costumbre de la memoria sólo me acuerdo de las risas.
Los quiero a todos desde esta distancia, porque con ellos compartí no la mejor etapa de la vida (dios nos libre de las comparaciones) pero sí la etapa en que descubrí que la vida merecía la pena ser vivida. Y no es poco, aun desde estos otros tiempos tan otros, tan lejanos. En este mundo que al final resultó ser más ancho que el que Viglietti cantaba.
Viglietti, por cierto, estaba con nosotros. También Serrat. Y Charly. Y el Darno. Pero mucho más Silvio. Sin ningún lugar a dudas, la música de esta película es Silvio. Las guitarreadas. Quizás lo más entrañable de todo. Allí no había proclamas o votaciones. Había al menos una guitarra siempre y muchos cantores. Todos sabíamos todas las canciones o las tarareábamos. Yo nunca escuché a Silvio en un casete hasta que estuve a muchos miles de kilómetros de todo. El día que compré un casete decidí que Silvio sonaba definitivamente mejor en la guitarra de Daniel o Fernando. O en la suya propia las veces que lo vi cantando en Dieciocho o en el Estadio. Y mucho mejor, sin duda, dentro de la caja. Las guitarreadas empezaban con guitarras y terminaban con psicoanálisis casi siempre. El juego de la verdad... ¿quién querría jugarlo ahora? Yo no, desde luego.
Recuerdo los candombailes también, pero casi mezclados con los actos y las manifestaciones.
Multitudes, tanta gente junta como nunca vi después en mi vida. Estábamos todos juntos y éramos tantos... ¿por qué no pudimos?... ¿no pudimos qué?
¿Cambiar el mundo? Quizás de eso se trataba, y se siga tratando.
El mundo estaba lejos a veces y a veces, muy lejos. He repetido consignas que jamás entendí. Y he gritado muy fuerte otras que aún grito (en muy otras más silenciosas manifestaciones).
A veces el mundo estaba a la vuelta de la esquina. Ahí nomás pasando aquel rancho de lata y por adentro madera. Nuestro liceo se llamaba Acosta y Lara Díaz. Un nombre muy rimbombante. Nuestro barrio, Jacinto Vera. Nuestro poeta, Líber Falco. Unos nombres muy humildes.
Aquella pancarta la pintamos en mi casa. El fondo de mi casa era largo y estrecho, como hecho para pintar pancartas. En letras grandes decía “Líber Falco”. No me acuerdo que más. Desde entonces tengo la costumbre de obviar la letra pequeña.
Hicimos un acto en la puerta del liceo y quitamos la placa con el nombre del otro, el que nos deshornaba a todos. Y desfilamos por General Flores hasta el Palacio Legislativo a exigir que nuestro liceo fuera de ahora en más: Líber Falco. La manifestación más chica del mundo. Muy lejos estaban aún manifestaciones mucho más chicas por causas mucho más grandes que viviría en Europa contra guerras varias o en el mismísimo Chicago el primero de mayo. Juntos, orgullosos, enarbolando la bandera de la poesía contra la barbarie. Y esta oración sobrevive sin que yo la borre como homenaje al lenguaje de esos años. El que tan naturalmente se había incorporado a nosotros convirtiéndonos a todos en aspirantes a Artigas, el que hablaba con frases célebres.
El liceo siguió llamándose Armando etc., nosotros terminamos el liceo o no, el mundo continuó siendo injusto.
Hace 15 años que me fui. El liceo es casi la última caja de Uruguay. En alguna otra caja posterior, de las que empecé a llenar en otras tierra, quizás encuentre mañana en que Brecha me sorprendió con una buena noticia.

“La tarde declinaba
buscando lentamente
los pliegues de la noche
Las gentes pasaban presurosas .
Todo en el mundo cumplía su destino.
Sólo tú y yo quedamos en sus bordes.
Mas miré a mi costado, te busqué,
y ya no estabas a mi lado.”

Me apresuré yo también a cumplir mi modesto destino. Modifiqué mi Curriculum Vitae. Éste por el que me contrata una universidad yanqui. High School: Liceo Líber Falco.
Mi pequeño homenaje. A todos los que quisimos cambiar el mundo y cambiamos el nombre del liceo.
A todos los que seguimos cambiando nombres de liceos, para cambiar el mundo.

Hellen Colman de Hurder
LICEO № 26 LIBER FALCO






Rompiendo códigos

“¿Por qué el mosquito es subversivo?”
La pregunta dejó atónitos y desconcertó a Sargento quien atinó a gritar: “¡Recluso 20-60! ¡Manos a la espalda!”
Quince días antes habíamos llegado a la Isla, sede de las celdas de castigo y una especie de examen de ingreso. Era la primera vez en ese lapso que veíamos cielo y respirábamos aire.
Estábamos en fila los catorce, sin saber qué pasaba con las once compañeras que habían ingresado al penal de Punta de Rieles el mismo día que nosotros al Penal de Libertad.
Todo era raro. Casi todo era raro. Porque en la Dirección Nacional de Información e Inteligencia de Ministerio del Interior (en el mismísimo lugar donde veinte años más tarde los ex-dirigentes estudiantiles recibirán material desclasificado sobre la labor de los Servicios de Inteligencia en la Semana de Estudiante del 83) no había pasado nada raro. Había pasado lo que tenía que pasar. Lo que pasó con los estudiantes presos de 1973, 1974, 1975, 1976, 1977, 1978, 1980, 1981, 1982 y ahora con nosotros.
Después, en la Jefatura de la Policía de Montevideo pasaron cosas más raras, como escuchar que  en el informativo hablaban de nosotros o lo que dijo aquel guardia bajando la voz y mirando de costado:
- ¿Es cierto eso de que los torturaron?”, para agregar luego de oír una respuesta:
- ¡Qué hijos de puta! ¡A unos chiquilines! Yo nunca torturé a nadie. Un golpe, un picanazo, está bien, si no, nadie cantaría, ¡me entendés? Pero, ¿torturar? Hay que ser alma podrida.”
Y después, en la Isla, el segundo día de calabozo pelado y helado, apenas alhajado por una letrina, luciendo mameluco gris flamante y novedoso corte de cabello, pasaron cosas raras.
En medio del silencio un estruendo: corren la tranca de la puerta de hierro y se deja ver un nutrido grupo de oficiales que resultó estar encabezado por lo que luego, cuando aprendí a interpretar fideos y botones, supe eran un Mayor y un Capitán.
- Usted es de la Unión de Juventudes de Comunistas. El tono de aseveración del Mayor me evitó una respuesta comprometedora.
- ¿Línea rusa, línea china o línea cubana? Se había terminado la suerte y había que responder.
- Creo que están a favor de Cuba, me la jugué.
No sabía lo que hacía. Era obvio que pertenecer a la línea cubana de la UJC me convertía en el primer espécimen de una muy abultada casuística nacional. Mayor y Capitán se miraron con un brillo especial en los ojos. Pero el Capitán no era ningún nabo y me tendió una ingeniosa celada:
- ¿Usted sabe quién es Rodney Arismendi?
- Me parece que es uno de los principales, dije ya vencido.
- ¡Línea rusa!, gritó el Capitán, contemplando la planilla que tenía en la mano, y satisfecho por un trabajo verdaderamente profesional.
Un portazo y otro estruendo de la tranca de hierro me devolvieron a mi apacible nueva vida.
En la Isla se podía repasar la vida. No había demasiadas ocupaciones alternativas. Una recordaba que alguien había contado que el Gordo Juan supo decir que lo mejor lo que podía pasar cuando te agarraran era tener la tranquilidad de haberle hecho todo el daño posible al fascismo.
Uno recordaba el examen de ingreso a la facultad donde se nos preguntó el color de los huevos de la chinche de cama y el número de triqinitas que podía producir por vez la mamá triquina; y recordaba como fuimos a protestar a la sede la UNESCO (¡la UNESCO!) y hasta nos recibieron pero antes nos cito a un boliche gente de Medicina, uno era alto y flaco, y dijeron que venían de la AEM: Y recordaba que fue en el primer Jornada (año 78) que tuve ante mis ojos donde me enteré de la huelga de Veterinaria (luego supe que también había salido en El País). Y recordé “mi” último Jornada (junio del 83), que estaba casi pronto cuando la quedamos (recién después me enteraría que era posible que un periódico clandestino pidiera por la libertad de quien lo había redactado).
Y recordaba el día que estábamos en el Anfiteatro de Fisiología, donde para entrar había que hacer una fila (como en el Penal) y no podíamos hablar con el de adelante ni con el de atrás (como en el Penal) porque venía en Negro Leites y te llamaba la atención, pero estando en una clase de Neuro empezó a circular una carta que pedía derogar la limitación a los cursos de postgrado y la mayoría firmó, y luego la entregaron en el Decanato -decían que como con dos mil firmas- y nos concentramos en la escalinata que estaba tupida y el Negro Leites estaba muy nervioso; y recordaba que algunos cayeron presos, creo que eran el Gordo Juan y el Tronco (porque el Popi ya la había quedado como dos años antes y el Negro Omar como dos años después).
Recordaba cuando conocí a Lucía en lo que llamábamos Comando de la AEM, donde también conocí al Patrón y a Rosario y a la flaca de la 79 y al Gordo de la 73 (al flaco aquel de boliche ya no lo volví a ver, creo que se exilió); y a mí me pareció que en el Comando eran medio aburridos porque no me aceptaron el nombre Boris (me lo había pensado cuidadosamente, no por ser ruso sino por reivindicar a Soassky que había sido humillado por Bobby Fischer) y me decidí a ser Luis como secreto homenaje a un amigo.
Recordaba la volanteada que planificamos mal y a una pareja que nos había costado trabajo convencer de que fueran le asignamos por error una esquina donde estaba apostado un cuartel del Ejército, y ellos volvieron y dijeron “ustedes son unos amorales”; y recordaba aquel inolvidable volante para el plebiscito del 80, que fue el más lindo de todos y decía: “hágale un gol a la dictadura” y tenía el gauchito símbolo de aquel Mundialito que ganó Uruguay (¡que bien Victorino!) mandando al fondo de la red una pelota que decía “No”; me acordaba más que nada porque fui a tirarlos en el predio de Odontología y tenía cédula de identidad, y con el susto tiré todo junto y tuve que volver al lugar del crimen y la encontré.
Y recordaba la mañana que copamos las esquinas de Pocitos, cuando el boom de la construcción (y el anti-boom del SUNCA que en el 79 había sido descabezado y estaban todos en el Penal, como ahora nosotros) y entonces los estudiantes fuimos a las obras a llevar la declaración CNT-FEUU por el “No” y fue brutal, aunque dicen que en la obra que le tocó a la Búfala nadie leyó la declaración porque les interesaba más la Búfala que la opinión de la CNT y la FEUU juntas.
Y recordaba el cartel enorme que por pedazos entraron al Hospital de Clínicas Rosario y la Negrita, y lo descolgaron y ocupaba varios pisos. Y recordada la mañana del 3 de junio de 1980 cuando en el piso 8 del Hospital de Clínicas me contaron “se llevaron a Alicia”; los de Seguridad dijeron que había paraguas perdido que parece que era de ella, algo así, y Alicia fue a la planta baja y ahí estaban los oficiales de Inteligencia Militar y la secuestraron del propio hospital; y recordaba todo lo que hizo la gente por Alicia, porque la querían, incluso muchos que no querían casi nada con la AEM; y recordaba cómo firmaron una denunciaba formal de lo ocurrido y que apenas supimos que estaba en el cuartel militar (el 21 de Caballería) y que pesaba 37 kilos, lo publicamos en el “Estudiante Libre” y de calentura decidimos que había que ir y pintar en el muro que había frente a su casa “Libertad para Alicia Sassarini” y así lo hicieron sus compañeros de clase. Pintada-pintada, fue la del 14 de agosto del 81, cuando tapados por los ponchos de María Julia, de la García, y algunas decenas de compañeros que justo esperaban el ómnibus apretujados, en plena Avenida 18 de Julio, en plena tarde de sol, Andrés y yo pintamos con spray verde el mármol de la fachada de la Biblioteca Nacional: “Líber Arce vive. FEUU”; y Andrés se recalentó conmigo porque teníamos que pintar dos palabras cada uno y como él era lento (de obsesivo y de prolijo) y yo estaba apurado por razones comprensibles, lo ayudé con una letra de una de sus palabras, y él quería sus dos palabras enteras; y dejamos los spray ahí tirados, porque Andrés me había hecho poner cinta adhesiva en la yema de los dedos para no dejar las huellas.
Y recordaba el comienzo de la carta contra el examen de ingreso, que creció como leche hervida (ya no era como antes), y con Lucía íbamos al estudio de Tarigo, como a Las Piedras a tratar de ver a la gente de La Plaza, como al Canal 12 a conseguir la primera firma de todas (Jorge Sheck), como a la Parroquia del querido y valiente Padre Vitale a quien le tuvimos que mentir nuestros nombres: Luis y Mariana; Vitale ponía cara como para venderte una estampita y salía a encabezar una movilización estudiantil prohibida junto a Reyna Reyes, la Frau y la Porota.
Y recordaba ese 1981 que había muerto mi amigo Luis y que habían agarrado al Patrón y entonces yo tuve que ir a la FEUU por Medicina. Y pensaba qué diría ahora Esther, la madre de la García, tan vasca como la García, que había asegurado que terminábamos todos en cana (y yo no podía adivinar que cuando fuimos a verla ni bien nos soltaron, ella desde la puerta, brazos en jarra, diría “¡Os lo dije!”).
Y recordaba la gente que nos había dado casa y comida en casi dos años de clandestinidad, desde una de las tantas casas de Laurita en Carrasco, hasta una pieza en una casita sin saneamiento en el Cerro, pero en la que de mañana la madre de Sylvia nos despertaba con un pan flauta abierto al medio con manteca y azúcar. Y pensé mucho en lo que tenía más fresco: las reuniones con la ASCEEP y las revistas universitarias de circulación legal en esa gente que se reunió con nosotros y en la desconfianza que nos teníamos al principio y en que estábamos de acuerdo en casi todo y en que no sería fácil parar a los estudiantes; y en lo cerca que la veíamos -esta vez sí-, aunque el Juez Militar hubiera dicho “de tres a dieciocho años por Asociación Subversiva”.

Un día vinieron a la Isla y nos hicieron coser un rectángulo compuesto por un triángulo azul y otro rojo. Había que coserlo en el mameluco, arriba a la izquierda, encima del número de cuatro cifras, que los guardias descomponían en dos números de dos cifras (Diego era el recluso 20-61, no el 2.061). Lo de los colores si que fue raro. Porque desde que en el Penal siempre los colores fueron tantos como los pisos: primer piso negro, segundo piso rojo, tercer piso azul, cuarto piso verde, quinto piso amarillo.
Ahora la cosa se complicaba. Los presos, luego que salimos de la Isla nos llamaron los otorgueses, antes de conocer esa transgresión a las mejores tradiciones del Penal que significó asignar dos colores a un mismo recluso, ya sabían que estábamos en la Isla y sabían quiénes éramos y nos decían, sencillamente, los muchachos de la ASCEEP.
En la Isla hubo un día que nos consideraron aptos para leer el Reglamento de Piso. Era una obra impresa a mimeógrafo y había que saberla o saberla. Y valía la pena. A simple vista parecía una lista de sanciones, pero sin embargo alcanzaba una dimensión metafísica. Estaba bien claro que había sanción por “pretender familiarizarse con personal militar”, por estar de romanitas a la hora (nunca confirmada) de la revista por las celdas, por “pretender preguntar el motivo de una sanción”, y contenía una desconcertante tipificación que rezaba: “pretender violar el Reglamento del Piso”; también había sanción por hacer artesanías con figuras y símbolos prohibidos por su naturaleza subversiva, a saber: la mujer embarazada, la paloma, la pirámide, el Quijote, el mosquito y mucho más.
Entonces, cuando nos sacaron a gritos y nos hicieron poner en formación y teníamos la secreta esperancita de dejar la Isla y pasar a la categoría VIP del celdario, fue que el Sargento García preguntó si alguno tenía duda sobre el Reglamento del Piso. Un recluso con buena voluntad hubiera entendido que sólo era una pregunta retórica formulada por alguien esmerado en cumplir cabalmente su función. Sin embargo al Ruso se le ocurrió preguntar:
“¿Por qué el mosquito es subversivo?”

Luis





Del choripán al Combo 4

a los ausentes, cuya presencia a veces me resulta estruendosa.

I
29/09/1983
Era el día de visita en el Penal. Cada vez que al bajar del 4° piso pasaba por el cartel de la planta baja del celdario que rezaba “AQUÍ SE VIENE A CUMPLIR” no podía dejar de preguntarme si estaba referido o dirigido a los presos o a los soldados. Aún hoy esporádicamente me asalta la misma duda. Hacía frío y este hacía más notorio en el camino al locutorio dado el descampado que oficiaba, entre torreta y torreta, de lúgubre paisaje. Luego del riguroso plantón para esperar el turno de mi grupo de visita, finalmente entramos y tomamos asiento en el banco de hormigón a esperar que dejaran entrar (precio humillante cacheo) a nuestros familiares.
Ya hacía un mes que estábamos en el E.M.R. № 1 (Establecimiento Militar de Reclusión № 1 – Libertad – San José) y el período en Maldonado y Paraguay y en Cárcel Central me parecía  extremadamente lejano. También el festivo recibimiento haciéndonos pasar por la doble fila de soldados que, cachiporra en mano, nos aguardaban ansiosos para raparnos, hacernos bañar con agua helada y meternos quince días en la isla cuando estábamos preparados para uno o, a lo sumo dos días. Con mi mameluco gris y mi cabeza rapada ya me sentía formando parte de esa espeluznante escenografía tétrica a que se enfrentaban nuestros seres queridos al ir a vernos luego de quince días de angustia y temor. Aún les costaba reconocernos tras el vidrio que nos separaba dada la despersonalización y el isomorfismo oficiaba de invalorable ayuda para que no se sentaran frente al hijo y esposo de otra.
Silvia tomó el teléfono haciendo caso omiso al soldado que estaba detrás de ella y yo hice otro tanto con el mío. Era difícil la comunicación fluida en esas condiciones y aún dábamos nuestros primeros pasos en decodificar los contenidos de las palabras del otro al acompañarlos de inequívocos gestos o menciones a amigos inexistentes. Luego del “¡¡¡que bien se te ve!!!” de rigor (que esta ocasión tuvo que además obviar los sabañones que engalanaban mis pabellones auriculares), puede descifrar que el 25 se hacía hecho una marcha estudiantil brutal, que se reclamaba nuestra libertad, que no había sido reprimida, que la gente aplaudía su paso desde sus casas o directamente se sumaba y que daba inicio a una Semana del Estudiante que sin duda sería recordada veinte años después por algún grupo de nostálgicos. Era una llamita de luz en medio de la oscuridad. Jamás imaginé la magnitud del evento hasta ver las fotos mucho tiempo después y recién ahí logré comprender el calor que abrazó a mi alma y logró vencer el frío y la soledad en la que en vano y a toda costa nos querían sumir.

II
10/06/1983

A esa hora era casi imposible que se tratara de otra cosa. Miré el despertador por segunda vez ante la insistencia de los golpes en la puerta. No había dudas: las 6:18 AM. Miré a mi compañera confirmando con una mirada tranquilizadora las sospechas que se mezclaban con confusión y pánico en sus ojos aún congestionados por el brusco despertar. Era la cana. ¿Quién más iba a golpear a la puerta de nuestro resguardado apartamento al fondo de estrecho pasillo al aire libre a esa hora de la mañana? Mientras le hacía señas a ella para que contestara con la ayuda de Fernando y Luis hacía ya un año y medio.
Mientras sentía del otro lado de la puerta preguntar por mi nombre, no podía dejar de buscar desesperadamente un lugar para esconderme o huir sabiendo que no había allí ni lo uno ni lo otro. Me maldije: al buscar donde mudarme, además del precio accesible, debí haber puesto más atención en encontrar un apartamento con algún tipo de salida de emergencia como una claraboya.
Le hice un gesto a Silvia para que preguntara “¿quién es?” mientras repasaba vertiginosamente los lugares en que había escondido los casetes con  la grabación que Zitarrosa mandara desde México para la FEUU, los últimos “Jornada” y los “Líber Arce”, los carné... La respuesta no se hizo esperar: “¡Policía!”. Esta vez era notoriamente distinta a la del 81 en que me fueron a buscar a mi trabajo en la farmacia de la Española. Así se desprendía del tono de voz, del tiempo transcurrido y del hecho de que hubieran encontrado mi domicilio. A su vez echaba por tierra todas las valoraciones hechas hacía apenas cuarenta y cinco días y que me permitieran concurrir a aquel multitudinario acto del 1° de mayo en Gral. Flores para sostener junto a varios estudiantes el cartel de “Obreros y Estudiantes Unidos y Adelante”.
Mientras pronuncié un “-ya va”, comencé a vestirme y a preparar una cara de asombro o indignación que sabía no resultaría. La prisa por vestirme se vio tremendamente dificultada por la quemadura que tenía en el pié izquierdo fruto de una caldera torpemente volcada al preparar un mate cuatro días atrás.
El miedo pudo más que el dolor y me puse la media y me calcé ahogando el grito de dolor que pugnaba por salir al contacto y la presión que mi pié difícilmente toleraba.
Opté por la actitud de asombro. Mientras tanto en mi cabeza repasaba los últimos movimientos para determinar cómo habían descubierto mi dirección dados los múltiples ómnibus que tomaba para llegar allí y las constantes miradas atrás y de reojo para ver si me seguían.
Abrí la puerta y dejé entrar a los tres individuos que, vestidos de civil, venían envueltos en gabardinas, color caqui. Seguramente cumplían la función de hacerlos sentir más emparentados con los tenientes de las seriales televisivas yanquis que con meros agentes de represión de una dictadura deplorable.
El que parecía estar a cargo del operativo se expresaba en forma correcta y por momentos incluso amable. Era el más alto y robusto de los tres, también el más inteligente. Los otros empezaron con celeridad, brutalidad y torpeza a escudriñar cada libro, cada carta de mis padres, la ropa en el armario. Me salió un “¿a qué se debe todo esto?” que correspondía más al papel de indignado que al que había elegido. “Vos sabés muy bien” contestó el más bajo y agresivo de los tres, cada vez más molesto con el impertinente revolotear de la cachorra raza perro que hacía cuatro días habíamos recogido del puesto en el que cambiaban las garrafas de gas y a la que habíamos bautizado Valentina el honor a la hija de H. y C..
Decidí encerrarla en el baño temiendo que terminaran demostrando en su pequeño cuerpo que la cosa venía en serio. Rápidamente recordé que había decidido hacerme el asombrado y resolví desconcertarlos con un “¿Aceptan un café?”. Esta vez contestó el más alto – luego de una pausa que demostraba que la táctica elegida había sido la correcta - “No..., gracias.”
El llanto de la cachorra se hacía insoportable. Nunca había estado encerrada en el baño. Ya comenzaba a rasguñar la puerta. La búsqueda infructuosa sin duda generaba más irritación que el chillido de Valentina. Pensé que era el momento de preguntar “¿Se puede saber qué buscan?” y agregué “Es que me tengo que ir. Tengo que dar una clase a las 8. Tal vez los pueda ayudar.”
Esta vez se sintió obligado a contestar el más joven: “Drogas”. “¿Y yo que tengo que ver con las drogas?” contesté con asombro no fingido. “Te denunció un compañero de Facultad” dijo, mientras seguía revolviendo con mayor detenimiento la biblioteca. “¿De cuál de ellas?” espeté para averiguar cuánto sabían de mi vida. El silencio como la única respuesta me demostró que se había terminado la puesta en escena. En definitiva, el interrogado debía ser yo.
Lo único que tomaron de allanamiento fue la última carta de H. desde Italia. Rápidamente hurgué en mi memoria para repasar su contenido y recordé aquella frase comprometedora. No sabía a quien dirigir mi bronca: a H. que parecía haberse intoxicado de libertad de expresión en una Roma tan lejana de la represión, a mí mismo por no haber quemado la carta haciendo predominar la prudencia sobre el sentimentalismo que me había hecho guardarla, o a la astucia del allanador por haber encontrado una pista.
“Bueno, nos vas a tener que acompañar para hacerte algunas preguntas” dijo el que sin duda comandaba el operativo. Recuperando mi autoasignado papel pregunté: “¿Vamos a demorar mucho, porque tengo que hacer bastante hoy?”. No hubo respuesta hablada, apenas un entreabrir de la gabardina que mostraba el arma colgando debajo de su axila. Luego de haber salido del apartamento y dado unos cuatro pasos, pedí para darle un beso a mi esposa antes de irme y sin esperar la respuesta volví, la besé y le dije a quien avisar y cómo hacerlo. Volví sobre mis pasos, y al ver el Taunus gris en la puerta sentí un escalofrío que disimulé como pude. No bien dentro del mismo y habiendo arrancado a una velocidad inusual para una calle tan tranquila, escuché impresionado una comunicación radial en que nombres de aves identificaban el operativo, a los secuestradores, al comando y a mí mismo.
Desconocía el destino al que íbamos, sin embargo no me cabían dudas de lo que iba a ocurrir allí. Era momento de borrar nombres, direcciones, teléfonos, caras, seudónimos, fechas  y, aún peor, de preguntarme para lo que la súbita amnesia me provocaría. Nunca había sentido tanto miedo, al menos no tan justificado. ¿Sería similar al que sintió mi croata tío Felix en 1941 cuando se lo llevaron los fascistas también croatas a sus 20 jóvenes años por ayudar a cruzar la frontera a un centenar de niños y del que sabría nunca más nada?
Antes de llegar en un Taunus, aún con la cabeza entre mis rodillas y el revólver en la nuca  me asaltó el temor de cómo iban a resistir mis viejos esa noticia, principalmente mi vieja dada su malformación cardiaca congénita. No sé por qué deduje equivocado que mi viejo era más fuerte, lo soportaría mejor. Sin duda debía desterrar esos pensamientos de mi mente. Ese no era el momento. Ese era el prolegómeno de mi propio calvario.

III
30/07/1979
Era lunes. Siendo las 8 de la mañana y habiendo preparado el fin de semana el parcial, pensaba repasar las 3 bolillas que me habían quedado flojas en la tarde. La banderola del baño de la casa estaba abierta, señal de que podía seguir adelante. Toqué dos timbres cortos y uno largo de acuerdo a lo convenido y no tardó en contestarme una voz de una persona mucho mayor de los esperable. A pesar de que era una voz de mujer no pude dejar de pensar en que podía ser una ratonera. Luego de segundos de duda que me parecieron horas, de mi boca emergió la contraseña sin haber aún tomado la decisión de pronunciarla. A la vez que la puerta se abría la mujer me contestó lo acordado, y sin más, entré con mis cuadernos bajo el brazo.
A partir de allí no había nada convenido, de forma que me dejé conducir por la dueña de casa. Antes de llegar a una habitación al fondo en la que me esperaban R., F., M. y H. para “estudiar”, pasamos cerca de un sillón en el que leía el diario el que seguramente estaba casado con la señora y, no sabiendo cómo actuar, le dije “¿qué tal?” sin siquiera mirarle el rostro para ahorrarme el trabajo de tener luego que olvidarlo. El veterano me miró por encima de los lentes y contestó “bien, pasá nomás y sentite como en tu casa”, dando muestra de ser un viejo zorro en eso de las reuniones clandestinas. La dueña de casa se retiró con tacto y sutileza y, sin esperar a que llegara O., nos pusimos a preparar la pegatina, las pintadas y la volanteada programadas para el próximo 14 de agosto. Aún no teníamos la consigna, lo cual era de menos. Teníamos que discutir quién compraría el spray de pintura, en qué ferretería, donde construíamos el planograf, cuáles paredes elegíamos para pintar y cuáles para pegatinear, en qué esquinas o lugares tiraríamos los volantes, y cómo conformaríamos las distintas brigadas para hacer las tareas, oficiar de campanas, etc.
Sonó el timbre en clave de contraseña y todos sabíamos que era O. quien traía la consigna (“Líber Arce vive en la lucha estudiantil” FEUU – 14/08/1979) y en dos minutos, sumándose al mate, echaría por tierra los lugares por nosotros seleccionados porque sabía que ya estaban asignados a otros centros.
Cada vez que escuchaba a O. me trataba de imaginar cómo tenía hijos, si tenía compañera, si pensaba que algún día podría retomar sus estudios. Sin embargo los criterios de seguridad y compartimentación impedían, por la seguridad de todos, establecer vínculos con el hermoso ser humano que indisimuladamente se escondía detrás de ese abnegado militante clandestino buscado desde hacia años por los servicios de inteligencia cual preciada presa de caza. Sin duda una figura de las que hablaba Fucik.

IV
25/08/2003
Soy médico hace rato. Me especialicé en ginecotoligía tal vez para estar más cerca del milagro de la vida. Ya no me asombra que el haber obtenido el título me resulte mucho menos importante de lo que era dos décadas atrás. Mientras el calendario celebra los 178 años de la declaratoria de independencia del Imperio de Brasil, nuestro actual gobierno grita a los cuatros vientos su indeclinable vocación de integrarse al de Bush, el que sigue gastando 4.000 millones de dólares diarios en Irak, mantiene las relaciones rotas con Cuba y alterna miradas de asco al proceso de Venezuela y al fenómeno del triunfo del PT en Brasil. Los médicos y funcionarios de Salud Pública tienen la osadía de reclamar un aumento salarial cuando aún no se han dado cuenta de que hace ya casi dos décadas que a muchos el “no se puede” se les internalizó hasta el caracú. Como nunca antes el Frente Amplio está próximo a ser, por primera vez en la historia, gobierno del país y también como nunca antes hay momentos en que lo hacen aparecer como su principal obstáculo para ese propósito.
Hoy celebramos diecisiete años de estar juntos con Marina. Con ella compusimos nuestra más hermosa melodía, la que todos los días suena distinta: Pablo ya está en 4° de liceo y Javier y Sofía van a la escuela. Pablo y Javier nacieron en la MIDU mucho antes que se sospechara que el neoliberalismo también se iba a tragar. No hace tanto que Sofía contestaba “reina” cuando le preguntaban el consabido “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. Hoy, por ser feriado, no tienen clase. Los tres son estudiantes de la enseñanza pública. Los tres reciben clases en aulas superpobladas, con maestros que perciben sueldos de hambre en Uruguay al que eso le parece natural. Nacional reincorporó al panameño Dely Valdés a 40.000 dólares por mes, Puchi Rohm y Juan Peirano aún no pudieron ser ubicados por la Justicia, Blanco sigue suelto por la desaparición de Elena Quinteros mediante formalismos técnicos y Bordaberry va sin abogado a la audiencia por la masacre de los comunistas de la Seccional 20 en 1972, porque sabe muy bien que tanto da. A Gelman le siguen mintiendo esperando que le llegue antes de la muerte que la verdad al igual que a la Tota. Muy pocos recuerdan las múltiples cartas enviadas por los intelectuales del mundo entero a un Batlle un poco menos sordo que se predecesor.
Pablo, Javier y Sofía también estudian música. Ojalá que algún día, no muy lejano, puedan musicalizar un Uruguay en el que la realidad se parezca un poco más a los sueños de la generación de sus padres. En otras palabras, más parecido al choripán que al Combo 4.

Jorge Martinovic




Siempre en domingo

Montevideo, como una hermana menor, salía de una de sus adolescencias, un poco después que yo, pero a las dos nos seguía doliendo el cuerpo. Habíamos pasado los últimos diez años mirando alrededor, no sabiendo cómo hacer con los deseos y con las ganas, reprimiendo a cada paso la alegría de estar vivas. Cuántas canciones, cuántas danzas no pudimos bailar, se nos crecía la culpa y la rabia.
En la calle siempre era domingo, nunca más volvía ver el silencio de andar con tanta constancia como en esos años. Nos faltaba el escándalo, nos faltaba el entrevero. Como niñas salidas del convento íbamos en fila, mirando hacía abajo, con las polleras tapando las rodillas y el pelo bien atado. Los excesos eran los relatos de las abuelas y estaban reservados para quienes no tenían la consideración por todos los que no estaban, o los que estaban pero estaban encerrados, o los que estaban tan lejos que no podían oírnos y nos extrañaban sin consuelo. Las autoridades establecían los límites, los compañeros presos, muy lejos de saberlo, establecían las culpas, y mientras tanto Montevideo y yo adolecíamos.
La juventud se hacía sentir, llegó la facultad y con ella el silencio se hizo conspiración. Cuando todo está prohibido hasta el menú del comedor estudiantil puede tener trazas de un mensaje codificado. Las medias o los zapatos eran el lugar más común donde hallar los pegotines del NO. Unas sutil taquicardia aparecía durante los segundos que llevaba pegar uno en el respaldo del asiento de adelante del ómnibus y hacernos las distraídas y correr para bajarnos antes de que el guarda gritara cerrá y vamos.
Montevideo era joven y buscaba maquillarse, con maquillajes nuevos, con figuras modernas. Todo pasó antes de lo que esperaba, como robando las pinturas antiguos de la madre. Los interventores decidieron que era hora de limpiar el frente del hospital de la facultad de veterinaria. La empresa eficaz trajo sus máquinas, sus fuertes chorros que todo lo limpian y quitan la capa que cubría hacía ya doce años la imagen de la autonomía. Apareció el frente intacto de los años 60, la historia de una FEUU antes de hacerse clandestina, la última frase que recordaba a Liver Arce, justo frente al otro muro verdadero y mortal, que sólo mostraba un círculo rojo acompañado de la palabra bala. Creo que la cara colorida y nueva-antigua del hospital sólo duró una mañana, pero permaneció en los estudiantes como una larga primavera.
Empezábamos a poder realizar nuestro escondido romanticismo, las cosas iban a ser diferentes para nosotras, para los otros, para los que tanto esperaban que lográramos hacer.
Pero la clandestinidad iba a seguir un tiempo más, ahí donde no había berretines, ni armas, ni cárceles del pueblo. Esa era una clandestinidad donde se leía, se soñaba, se discutía si el clavel o una rosa, si en la esquina de la Universidad o en la de General Prim, o si ninguna flor.
Montevideo seguía, siempre en domingo, saliendo de una iglesia, con la mirada puesta en los zapatos, sin musitar si por entonces hacia frío o calor.
Alicia Dogliotti

Bandada 1982

El invierno tenía ventanales
pasillos grisísimos
manchas blancas y movientes
en el hospital grande como un barco
como un barco derrotado en la neblina
subíamos sin zapatear
sin hacer ruido
perforando madrugadas
evitando a los milicos
trepados en los árboles
en las orejas de los edificios
en el fondo de los tachos
de basura hospitalaria
entrábamos saliendo del aire
náufrago de la noche
llevábamos la vida
escrita de miles de volantes
de aviones parlantes
declaraciones de guerra
a tanta dictadura
íbamos sonriendo
con los dientes apretados
mirando en redondo
calibrando el peligro
celebrando la lucha
subíamos las escaleras
piso por piso
sólo los rumores clásicos
camillas o lamentos
y allá arriba
vaciábamos cómplices el portafolio
repleto de palabras voladoras
escritas como sonrisas
en un pequeño cuarto
en una pequeña imprenta casera
“Liberar a todos los presos políticos”
volaban aleteando
“Abajo la dictadira”
en cada piso
se posaban
y en la mañana
había bandanas
de libertad
de ya basta
de aquí estamos
compañeros.

César Barretto

La noche nunca absoluta

Entró casi sin saludar, se sentó sola en una mesa, como para no comprometer a nadie.
Tenía la cara blanca como un papel. No sé si seria por mal dormida, o por haber llorado mucho.
Miraba su cartón, como tratando de concertarse en él, pero casi no dibujaba nada.
Graciela intentaba seguir apostando a la vida diaria, aunque su cabeza estaba en que le estará pasando a su Eduardo, su compañero. Era uno de los que habían caído en junio del 83, unos días antes.
La desolación, la impotencia, me trajo imágenes de algunos años atrás, de otra compañera que no vi más.
Era otoño de 1975, la Asociación de Estudiantes del Zorrilla nos citaba para una misa por la muerte de Balbi en la cárcel, ella me invitó a volantear en la esquina. Ella iba unos pasos adelante, depositaba los volantes en el piso, yo los debía patear, y así lo hice. Le di como para levantar un corner, yo satisfecho, ella rezongándome que no era así que se trataba de desparramarlos en el piso, tipo pase rastrero, que como lo había hecho podía habernos visto alguien, mas teniendo en cuenta que estábamos a una cuadra y media de la comisaria de menores...
Semanas después, en el Club Atenas, el Dámaso le acababa de ganar al Básquetbol a la Escuela Militar. Y desde la hinchada del Zorrilla que jugaba después, era la alegría de saber por lo menos ahí le podíamos ganar.
A los 15 años era pueblo contra milicos y nos juntamos los dos liceos para correrlos a patadas. Claro que solo nos duró dos cuadras hasta que las chanchitas aparecieron con sus chorros de agua.
Y vino el desparramo de correr tanto como nos dieran los pies, con el miedo sin medida.
Ya a salvo, el destino era en AEBU, que nos esperaba un baile, que los fondos que se recaudaban tenían buen destino, que mejor no preguntar cuales.
A caminar entonces.
El frío de otoño pretextó compartir mi bufanda, y acercarme a ella, lo suficiente como para que nuestras mejillas se tocaran, lo suficiente como para coordinar enlentecer el paso.
Y cuando los demás doblaron una esquina, de las mejillas pasar a los labios.
Y en el brazo sentir el latido fuerte de su corazón contra mi pecho.
Fue mi primer beso, aunque eso ella nunca lo supo. Después la cortedad de no sabe ella nunca lo supo.
Después la cortedad de no sabe que decir, de noviazgo no hablamos, ser adolescente era adolecer de experiencia, y un mes después...
Y un mes después no apareció más en la clase, yo la sabía comunista, buena como el pan, y dos meces después enterarnos, que había aparecido en el Consejo del Niño, el Iname de entonces,  que había pasado largos plantones en fríos patios y nadie preguntó más pero todos supimos que no era solo eso.
Después fue dar por perdido algún buzo, robar algún vuelto, pedir a los viejos para comprar algo que nunca compramos, juntar lo que se pudiera para alcanzárselo a su madre.
Y ver el resto del año su asiento vacío.
Y Gladys Castelvecchi, desde su clase de literatura recitando a Paúl Eduard así como:

La noche nunca es absoluta
Hay siempre porque yo lo digo
Porque yo lo afirmo
Más allá del dolor
Una ventana abierta
Una mano tendida
Hay siempre un hambre
Para ser satisfecha.
Una vida, la vida para compartir.

......................................................................................
Graciela seguía mirando su cartón.
La paranoia te llevaba a sentir que la estaban observando, y por lo tanto también a quienes se les acercaban. Pero como convivir con eso era costumbre, me acerqué a ofrecerle mis “monos” o sea dibujar personas en cortes y croquis para dar escala, o la araña para escribirle algún título, (eran mis únicos fuertes), y preguntarle cómo estaba.
Oscar aparentemente había escapado a Argentina, Mara deambulaba por Montevideo, no se sabía bien por donde.
La vida en facultad seguía, la vida seguía y el dolor por todos ellos eran mas pesos en la mochila de esta dictadura, más pesos en el miedo que arrastrábamos por años, pero sobretodo, un peso que no nos detenía en, mas bien nos empuajaba a seguir porque la noche cada vez era menos absoluta.

J.P.
Del C.E.D.A.

En la rodada

*Nota al Lector
Esta historia se basa mayoritariamente en hechos reales.
Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su privacidad.
Los personajes expresan ideas y opiniones bajo su propia responsabilidad y no necesariamente son compartidas por el autor.


*La música estaba sonando cuando el tipo entró en su oficina luego de la reunión. Le gustaba eso, le daba cierta propiedad sobre el espacio.
You woke up this morning
Got yourself a gun
Mama always said you'd be
The Chosen One.
She said: You're one in a million
You've got to burn to shine,
But you were born under a bad sign,
With a blue moon in yor eyes.
Estaba cansado.
Miró los e-mails no abiertos en la ventana de previsualización hasta llegar a uno que lo impactó.
Lo abrió.
Decía:
Grande el liceo Suárez ¿no?
Una alegría sentir de vos
Un beso.
Sonó el teléfono. Atendió
-Sí
-Hola, que hacés, necesito me pases el estimado para la compra de insumos por los próximos dos meces.
-Para cuando lo necesitás.
-Lunes a primera hora.
-Ok, te lo preparo y lo mando por mail.
-Gracias.
Cortó y volvió a mirar la pantalla. El mensaje seguía. Impávido.
No lo podía creer. Hizo el cálculo, 28 años sin tener noticias de nadie del liceo, y de golpe...  Cuando se registró en un grupo de discusión sobre los 20 años de ASCEEP, esperó cualquier cosa menos esto.
Esperaba, ciertamente, que le respondiera alguien de la Facultad. Pero esto sí que lo impresionaba.
Subió el volumen y se recostó en el sillón.
Una puerta cerrada, una que él mismo cerrara sin demasiado esfuerzo, se abría. A través de la rendija, recuerdos sepultados se liberaban. Preparado para evocar comprendió que esos muertos gozaban de buena salud.
Si claro, Alicia había sido compañera suya en tercero y cuarto en el Suárez. Tenía el pelo oscuro y ojos negros. Recordaba eso y que era brillante. También que usaba una campera blanca.
Siempre supuso que no le tenía un particular aprecio, pero...
Sonó el teléfono. Atendió
-Sí.
-Hola, no te olvides el asunto del pedido, mirá que ya son las cinco y lo necesito el lunes a primera hora.
-No te preocupes, lo vas a tener.
-Bueno, chau, pero miŕa que es importante.
-Si, chau.
Cortó.
Año 1975 “SESQUICENTENARIO DE LOS HECHOS HOSTÓRICOS DE 1825”
Ese fue la única vez que el monstruo lo miró a los ojos.
Cursaba cuarto del liceo. Siempre había seguido la ley del mínimo esfuerzo. Sin estudiar demasiado, solamente lo justo. Ese año se estaba pasando de la raya. A la mañana en clase no prestaba atención alguna. La tarde y la noche llenas de alcohol.
Recordó claramente la sensación de despertar en la calle. El olor a vómito y el frío clavándose en su cuerpo como agujas.
Un día apareció en clase un cartel rojo con una frase de Artigas.
Le resultaba indignante que los milicos se sirvieran de Artigas; nada menos que Artigas....
Estaba en todos los salones.
Lo habló con Plavan y sin dudarlo decidieron arrancarlo de la que era su clase. Lo hicieron juntos, durante un recreo.
No se había sentido heroico. No integraba movimiento ni resistencia alguna. Había sido un acto solitario, son organización no consignas.
Al otro día, antes de las 9 de la mañana, el Director ya los sabía culpables.
A partir de ahí la expulsión, los interrogatorios, etc.
Por un tiempo siguió frecuentado el liceo a la hora de la salida hasta que asumió que ya no era un estudiante más. Estaba marcado y su vida ya no tenía nada que ver con la vida del liceo. Poco a poco dejó de ir. La expulsión lo hizo invisible.
NNNevermore, dijo el raven (tartamudeó). Jamás volvería a meterse.
Aprobó los exámenes, pidió para un preparatorios privado y ahí comenzó otra historia.
You woke up this morning
The world turned upside down,
Thing's ain't been the same
Since the blues walked into town.
But you're one in a million
you've got that shoutgun shine.
Born under a bad sign,
With a blue moon in yor eyes.

La puerta se abrió y una voz preguntó desde fuera:
-Eso no es la cortina de Los Soprano?
-Si
Rodrigo asomó la cabeza y volvió a preguntar:
-Si te doy un Cd me copiás el disco?
-Ningún problema.
-Ok. Te lo traigo el Lunes. Yo ya me voy, venis?
-No; me quedo cinco minutos.
-Bueno, nos vemos.
-Chau.
Ahora con la oficina vacía podía pensar con tranquilidad.
Sonó el teléfono. Atendió. Era Ernesto otra vez.
-Yo ya me voy, está pronto el pedido de insumos?
-No el pedido lo hacés vos. Yo tengo que pasarte el estimativo.
-Si claro, no te olvides, mirá que...
-No te hagas problema. Que pases bien el fin de semana.
-Bueno, pero...
-Chau.
-Chau.
Le cae bien Tony Soprano. El tipo no es esencialmente malo y no le quedaba claro que él hubiera elegido su vida. Sencillamente administraba su circunstancia.
Al final ni la terapia le ayudó.
En la computadora empezó a correr el salvapantallas que le había reglado un amigo con la presentación del programa. Repasó la salida de Nueva York, el túnel, la entrada a Nueva Jersey, y así siguió todo el recorrido hasta la casa de gangster.
La circunstancia sería tan diferente allá o acá?
Sonó el teléfono.
Atendió. Esta vez era Adolfo, uno de los directores. Torpemente bajó el volumen de la música.
-Todavía por acá?
-Si. Me quedé terminando unas cosas.
-Bien. Cómo va todo?
-Normal. Tranquilo.
-Ah, bien. Bueno, nos vemos el Lunes. Ah, no te olvides de lo que hablamos hoy.
-Si, lo tengo agendado. Hasta el Lunes.
-Bueno. Nos vemos.
Cortó y subió el volumen. -Por favor un poco de paz! - pensó
You woke up this morning
All the love has gone,
Your Papa never told you
About right and wrong.
But you're good looking, baby
I believe you're feeling fine, (shame about it),
Born under a bad sign,
With a blue moon in yor eyes.

Le gustaría aprovechar la convocatoria del grupo semana83 y escribir algo de lo que recordaba de su vida de estudiante. Pero dudaba de su capacidad. No podía recordar por ejemplo cuándo ni cómo se arrimó a ASCEEP.
Vagamente recordó unas reuniones en lo de Carlos, compañero de generación.
También recordó una reunión con unos Colorados en un apartamento de la rambla. Los tipos estaban en otro planeta. No los volvió a ver.
Siguió frecuentado el grupo que – vino a enterarse luego – era independiente. Nunca le interesó averiguar sobre la independencia en un grupo y se dejó llevar por la dinámica a pesar de haberse prometido no participar en ese tipo de actividades.
Luego de un tiempo pudo ver claramente la estructura; Una cúpula manejaba la estrategia. Luego venía un estamento intermedio que bajaba la línea y manejaba aspectos tácticos. Finalmente estaba el resto que más o menos acompañaba la gestión.
Su participación en el grupo distó mucho de ser descollante y tampoco fue prolongada. Le calculó dos, tres años, máximo (1983-1986).
-Dónde deje la petaca?, pensó,
-En el cajón, se contestó.
Al abrirlo el inoxidable despidió un brillo opaco. Apagó la luz del escritorio justo antes de que el alcohol bajara por su garganta.
Siguió recordando.
Sintió algo de temor en los primeros tiempos,- seguramente por el lastre anterior – luego todo fue como un picnic.
Evidentemente otros habían preparado el terreno.
Se hacían cosas. Solamente necesitabas correr hacia delante. En algún momento ibas a recibir el pase. Luego era acelerar y anotar.
Recordó con una sonrisa las discusiones, las asambleas interminables con sentencia firmada antes de su inicio, las intervenciones memorables de algunos compañeros (todos de su agrupación).
Escuchó a aprendió. Aprendió cómo administrar mejor las circunstancias.
También estuvo en la ocupación de la Facultad.
Había sido tan pelotudo que se arrimó a la reja cuando estaban sacando fotos.
No pasó nada.
Al otro día estaba en el galpón de un amigo practicando cirugía con una perra que le habían dado los de la cátedra.
Detuvo el Reproductor y cambió el CD. Ya era tarde y en su casa lo esperaban, pero estaba sólo y no tenía ganas de irse.
De repente se abre la puerta y una túnica celeste exclama:
-Disculpe, creí que no quedaba nadie.
-No hay problema. En cinco minutos me voy.
La mujer entró y se acercó demasiado. Olía a hipoclorito. Con un gesto cómplice le dijo:
-Bueno, yo voy adelantando con las otras oficinas. Si me necesitas ya sabe como encontrarme.
La inoportuna aparición lo hizo recordar
-Tengo que hacer la lista de los que van al seguro el mes que viene!
Su alarma duró lo que un lirio. Mentalmente repasó la plantilla, y decidió
-El Lunes, si el lunes la mando.
PLAY. Desde la superficie plateada del Cd, Miles sonrió, hizo una seña a los músicos, y la conciencia del tipo se disolvió In a Silent Way.
Cuando terminó, atachó el estimativo de requerimientos del mes y se lo mandó a Ernesto.
Se puso el saco y tomó de la petaca.
-Tengo que reponer-, pensó.
Sacó el Cd, apagó la computadora y se fue.
La oficinas estaban vacías. La limpiadora no se veía. Tampoco el encargado de la plandilla.
Mientras caminaba por el estacionamiento vacío recordó su última borrachera masiva. Fué en el festejo el día de la asunción de Sanguinetti en el 85.
Con algunos compañeros de la agrupación habían ido al Entrevero porque allí el menú era de tipo roquero. La mayoría de la gente estaba en la explanada de la intendencia con los exponentes de la novísima trova. Igual ahí estaba lotado.
Apareció primero la cerveza corriendo como un río, luego ingresaron en el torrente otras bebidas que no recordaba.
Se vió finalmente en una farádula molestando a los que estaban en la explanada. Empujones y puteadas, el clásico uruguayo - “a sentrarseee!”
Nada grave.
Al mes se casó. Los compañeros fueron casi todos.
Al llegar a la garita de seguridad bajó el vidrio y le dijo al guardia
-Anote por favor en el cuaderno de novedades. El Lunes apenas llegue la empresa de limpieza avísele a Gustavo que tengo que hablar con él.
-Si señor, Gustavo. Muy bien señor.
-Hasta el Lunes.
-Hasta el Lunes.
Warren

Milagros

Milagros llegó un día al grupo, sin previo aviso, algún día de ese frío invierno del 81. Yo la había conocido antes, aunque no era compañera de clase. La conocí como nos conocíamos todos en Facultad, en los corredores, entrando a un práctico, o esperando que comenzara un teórico. De aquellos teóricos plomos que recibíamos en el anfiteatro, concentrados de a 500, en un ambiente que a medida que pasaba la hora invitada cada vez más a dormirse, a soñar, a mirar las compañera o a conversar bajito on el vecino mientras hacíamos dibujos al costado de la hoja del cuaderno, derrotaba ya la voluntad de sacar apuntes que nos sirvieran luego para el examen.
O tal vez la había visto en el Bar Facultad, en aquel boliche chiquito, de gallego inmigrante, sucio, no hay duda, con baños que olían a meada vieja, de nosotros y de los parroquianos del barrio, o de los transeúntes cansados que pasaban por Gral. Flores y paraban un momento a tomarse un café o una caña, que el gallego les servía sin preguntas. Sus mesas chicas de mármol, clásicas de boliche de inmigrante, no se habían rendido ante el avance de la cármica y nos recibían día a día entre clase y clase, mirando a los ventanucos de Anatomía de la Facultad de Medicina, lugar prohibido y misterioso al que todos mirábamos con morbo y algo de temor.
Milagros decía, entro al grupo sin previo aviso. La llevó Andrea creo. “El grupo” era una entidad protectora que nos cobijaba y nos protegía. Era una tribu, con algunos ritos comunes. “El grupo” nos daba la energía para seguir. Al medio ambiente hostil e impersonal de Facultad, nosotros le imponíamos “El grupo”. No importaba que una y otra vez entráramos a aquel páramo de cemento gris claro, subiendo aquellos escalones fríos, pasando por al lado del gorila que nos miraba vigilante. Teníamos al grupo. No importaba que una y otra vez nos agolpáramos todos frente a la puerta vidriada, esperando los resultados del parcial o del examen. Teníamos al grupo. Nos reuníamos con una frecuencia semanal, con lo cual podemos decir que no éramos simplemente un grupo de amigos.
Éramos bastante más. Nos pasábamos información sobre la situación nacional, chismes o rumores de Facultad, sobre la interna de los milicos, sobre los presos, los exiliados, los que desde adentro intentábamos la Resistencia. Nos enterábamos de lo que pasaba en otras facultades y programábamos actividades. Habíamos empezado con la cooperativa de apuntes. Teníamos mucho que hacer. Conseguir un mimeógrafo en algún colegio donde tuviéramos algún profesor amigo, comprar las matrices, redactar los apuntes tomando varias fuentes y volviéndolos a escribir, revisándolos con el aporte de los mejores estudiantes, o de aquellos que ya habían salvado la materia  en cuestión. Imprimirlos en la noche y luego repartirlos en la puerta de Facultad, más bien, en la placita de adelante, tapados por las palmeras para que el gorila no nos viera e identificara.
Pero también estaban los cumpleaños, o las reuniones porque sí, juntarnos para ir al cine, generalmente a Cinemateca, a ver películas suecas con subtítulos en quechua, como decían en El Dedo o para ir a Circular y luego tomarnos una en el Lobizón. Milagros tenía el pelo corto y era rubia, de ojos muy claros y acuosos, pecosa y de piel muy blanca. Era muy callada, pero no tímida. Parecía tener un sentido de tiempo diferente de nosotros. Parecía que su reloj biológico funcionaba de otra manera. Nuca alzaba la voz, una voz de contralto, con un matiz grave que no le quitaba femeneidad. Se reía, sí, pero nunca a carcajadas. Era como un arroyo tranquilo, como entrar a un bosquecito de eucaliptus y sentarse allí, a escuchar el silencio. Era simpática, era agradable hablar con ella, invitaba a ser compañero, a ser amigo.
La aceptamos enseguida, se integró y comenzó a participar en las distintas actividades. Al poco tiempo me llegó el rumor, por alguien, no recuerdo como, pero alguien me comentó:
-”sabes que Milagros estuvo presa en Punta Rieles?” - me dijo, en tono confidencial y chequeando que nadie oyera.
-”¡no me jodas !! ¿en serio?” - comenté con los ojos grandes como platos.
-“¡Si en serio!, la que sabe bien es Andrea, pero viste que ella de eso no habla. “También, pobre, como para hablar... me parece que se comió un garrón de aquellos”.
-”Pahh!! Con razón es tan callada...” - se me ocurrió decir, no sin que se me escapara una cierta admiración irracional por alguien que ya de por sí me parecía misteriosa y agradable a la vez.
No correspondía preguntar nada, ya llegaría el momento de enterarme de más detalles. Y así el tiempo fue pasando. Terminó el año y llegaron los exámenes de diciembre.
Yo siempre daba algún examen en todos los períodos.
-”A mi esta facultad no me va a ganar” - me había juramentado una noche con lágrimas en los ojos, después de haber perdido 2 exámenes seguidos y en el fondo del pozo de la frustración y la rabia. -”Como vasco que soy, que me recibo en esta facultad aunque me lleve 10 años”.
En ese período de diciembre me fue bien y por eso estaba con muchas ganas de festejarlo, con el resto del grupo en el campamento que estábamos programando para la primer semana de enero. Iríamos a La Pedrera, toda la barra junta y allí buscaríamos algún lugar bajo los tamarices o en algún baldío, para poner las carpas y armar el campamento. Llegó el momento y allí partimos, los del grupo y algunos compañeros más. Compañeros de facultad que se fueron acercando, como Milagros y que si bien no participaban del grupo como tal, teníamos una cierta afinidad, una amistad. Ese intangible tan lindo que nos viene de la infancia y que hace que nos sintamos bien con algunos y que eso sea suficiente para compartir una guitarreada, un asado, una fiesta o irnos juntos de campamento.
En general, esa afinidad se daba cuando compartíamos visiones sobre el estado de Facultad, sobre la necesidad de hacer cosas para cambiar, para organizar a los compañeros, cuando encontrábamos en los otros el rechazo a los milicos, a la Intervención, a la prepotencia.
Pero para entrar al grupo había que pasar del discurso a la acción, había que comprometerse, por eso ellos acompañaban, pero no estaban. La Pedrera es un lugar paradisíaco. La punta entrando en el mar bravío, la espuma salobre en el reventar de las olas, la niebla salada que le viento trae y el sol implacable. Un milagro estético para gozar desde que nos bajamos del ómnibus en el viejo pueblo y caminamos hasta el fin de la calle principal, mirando absortos desde la balconada a ese océano que nos hacía guiñadas con los reflejos del sol sobre las olas.
Mochila por hombro, pasamos por atrás del hotel y nos internamos en un monte de pinos sensacional, que se extendía hasta las dunas y de allí, la playa nos invitaba y seducía.
-”Este es el lugar ideal. Acá bajamos todo y nos quedamos” - dijo alguien y como ya estábamos cansados, se atacó el mandato al instante. Los días pasaban lentos, plenos de playa y sol, cuando todavía el ozono era simplemente un molécula que estudiábamos en Facultad y su ausencia aún no era un peligro para la salud. Cortábamos el placer del mar solo cuando estábamos ardidos de tanta exposición el ultravioleta, y entonces, subíamos al campamento clamando por agua dulce y preparábamos los fideos o los arroces cocinados a la que saliera, para luego comerlos casi por obligación bajo la sombra de los árboles. A la noche, al refrescar nos teníamos que poner ropa sobre la piel llena de sal y bajábamos a la arena a caminar bajo el cielo limpio y lleno de estrellas, hacia las rocas donde nos sentábamos, botellita de caña en mano, y un cigarrito Oxibitue, o un armado con tabaco Toro – las chiquilinas fumaban Coronado – y a cantar “Y rasguñan las piedras” y las otras de Sui Generis, que eran nuestros preferidos, aunque también empezábamos a cantar algo de Silvio o de Pablo y algunas de Don Alfredo, las menos comprometidas, no sea cosa que nos escuchara algún milico por ahí. Al tercer día de estar acampando llegaron Andrea, Jorge y Milagros que se habían tenido que quedar unos días más para dar un examen. Yo en esa época estaba en un pico romántico de mi existencia. Estaba muy enamorado de Inés, mi novia rubia de pelo largo y mirada angelical, que le encantaba la música y me había prestado su flauta dulce, que le había pedido para no extrañarla tanto. Ya a la segunda noche, me empezaron a venir la saudade y las ganas de tenerla conmigo. Me sentaba en las rocas e intentaba sacar canciones en la flauta, con el mismo resultado que el que obtenía el bardo de Asterix con su lira, por lo que, como me quedaba algo de autocrítica, me sentaba lejos, a recordar mientras soplaba, a sentir esa sensación, entre agradable y no, de extrañar pero a la vez saber que está todo bien, que alguien me esperaba. Cuando me cansaba de esa sensación, me acercaba al resto del grupo y compartía ese momento mágico bajo las estrellas, haciendo aritos con el humo y sintiendo el rumor del mar contra las rocas y mis amigos ahí, al lado.
Esa noche, algo pasó. De pronto Andrea y Lucía se me acercan y me dicen:
-”Tenés que tomar una decisión y tenemos que pasarte una información. Algunos compañeros se van a ir del campamento”.
-”¿Por.....?” - contesté sorprendido.
-”¿Vos sabes que Milagros estuvo presa?”
-Si, claro, ya lo sabía” - aclaré, indicando que no era ningún gil.
-”Bueno, tenés que decidir, ¿te quedas o te vas?” me preguntaron.
-¿Cómo?...”
-”Algunos compañeros piensan que es peligroso estar acampando en este lugar.
Dicen que si está ella, pueden venir los milicos y llevarnos por estar acampando acá sin permiso, y como ella estuvo presa nos puede involucrar.”
-”Nosotros decidimos que todos deben saber a que se están exponiendo...” anotó Lucía- “y está todo bien, si decidis que no te podés quedar. Todos comprendemos que es una situación difícil, también Milagros y ella es la primera en decir que no va a tomar a mal, si se van.”
-”Milagros es mi amiga” - dije secamente.
-”Si claro, pero vos debes saber a que te estás exponiendo” - me volvió a explicar Andrea.
-”Gracias, ahora déjenme que estoy sacando esta tonada” - les contesté molesto. En realidad me habían ofendido. Eran mis mejores amigas y se habían permitido dudar sobre cuál sería mi respuesta. Eso me había dolido. No tenían derecho a venir a hablarme de eso.
Al otro día varios compañeros desarmaron sus carpas, metieron todo en la mochila y con la cabeza baja, como con culpa, se fueron rumbo a la Paloma. No hablamos más del tema.
Pero todos sentimos que algo se había roto.
Algunos había quedado más unidos, pero los otros estaban del otro lado de un abismo, y había que crear ese puente, pero en ese momento no teníamos ganas. Ya vendría el momento de hacerlo.
El tiempo pasó y ya estábamos nuevamente en Montevideo. Comenzamos los cursos luego de los exámenes de febrero, que fueron de barrida general. Física estaba tremenda. Gonzalez, el catedrático salía socarronamente a la puerta de la cátedra y decía que no entendía cómo nos iba tan mal, siendo tan inteligentes. Pero mientras tanto, las cosas empezaban a cambiar. Luego todo fue bastante vertiginoso, muchas vivencias nuevas, la revista, ASCEEP, la Semana del Estudiante, las asambleas, nuevos amores, nuevos amigos, comenzar a trabajar. Pero durante bastante tiempo me duró ese sabor amargo de lo que puede hacer el miedo. Ese poder omnímodo del temor que nos obligaba a autocensurarnos, a no poder estar con quien quisiéramos, sólo porque el simple hecho de que estar, podía tener consecuencias indeseables.No sólo nos limitaba el miedo de las consecuencias lógicas de nuestros hecgos, sino también a las consecuencias imaginadas, siempre mucho más tremendas que las reales. En ese miedo nos desarrollamos y con ese miedo convivmos diuros años, hasta que finalmente, de tanto enfrentarlo, pudimos con él y se terminó.

Vasco

Ni los servicios pudieron con el clarete

Los CONFRAVET eran instancias largamente esperadas. Eran asados, o más bien, chorizadas, en las que nos reuníamos los estudiantes de veterinaria, y lo hacíamos bastante masivamente, ya que a ellos no solo asistíamos los de ASCEEP, sino también lográbamos convocar a las mayorías, que en la semana nos miraban con recelo de militantes politizados.
Esos  CONFRAVET daban para todo. Para nuclear gente en torno a las actividades que sumaban en la resistencia (revistas, cooperativas de apuntes, la propia ASCEEP), para el infaltable trille (ya que era una buena oportunidad para encarar o para dejarse encarar, música y beberaje de por medio), para cocinar políticamente y darse manija contra las bandas rivales, para escuchar música, para actuar, y todo eso regado con navegables cantidades de variados líquidos, que siendo fermentados, destilados o mezclados – casi siempre mezclados-, tenían como única condición en común, la de no ser, en absoluto, nobles.
Es que era inimaginable la presencia de alguna bebida “noble” es esas maratones, en las que en materia de consumibles, primaba siempre la cantidad por sobre la calidad. Hay que decir la verdad, y es que tomábamos cualquier cosa, y para peor, en cualquier cantidad. Yo a veces pienso: qué resistencia teníamos. ¿O será que ahora ya no la teníamos, porque la vencimos en aquella época?
Uno de los mejores  CONFRAVET que recuerdo, se desarrolló en la Rural del Prado, en el galpón de bovinos. Ahí se había montado el escenario por donde desfilaban las murgas de Facultad (cada generación tenía la suya), solistas, también de Facultad, y hasta espectáculos de profesionales, como el de Títeres Girasol, que lo hacían absolutamente gratis, “de onda”, como se diría ahora.
A eso de las ocho de la noche, empezaba la parte final del CONFRAVET. Ya no quedaba bebidas sin ingerir, ya había actuado todo el mundo, ya había que empezar a desarmar, y para darle un marco más alegre a la despedida, se ponía una música muy bailable.
Ahí se entreveraba todo el mundo a bailar, sin distinción de generaciones, de agrupaciones políticas, de rencillas previas, de despechos por parejas rotas, etc. Todo el mundo a bailar entreverado, y en una muy buena.
La mezcla de bebidas innobles esa noche y a esa altura, ya había hecho serios estragos en mi capacidad de discernimiento.
Entre tantas vueltas de bailar. de comentarios al paso, de abrazos y de cantarolas, veo a dos tipos que no me resultaban conocidos de Facultad. Y esto último era raro en una facultad con tan limitada población estudiantil como la nuestra.
El asunto es que estos dos extraños, daban señales de estar disfrutando de la fiesta como el que más; se hacían chistes y se morían de risa, aunque solo entre ellos.
Hasta me pareció ver que a uno le costaba mantenerse parado, y que entre carcajadas, se moría de ganas de integrarse al grupo bailante. Y que algo, timidez, quizás, lo frenaba.
Era normal que hubiera gente invitaba de otros centros, o incluso amigos y parientes que ni siquiera estudiaran, pero esos dos pintas me sonaban especialmente raros. Y eso que lucían como cualquiera de nosotros, en esa época: campera, bolso, vaqueros, botas de gamuza, barba.
Me les acerqué darles charla, y no me costó nada que me la siguieran. Y hasta recuerdo que tuve con ellos una charla divertida, con empatía, como dirían ahora.
Sin embargo, había algo que seguía sin cerrarme del todo, y cuando yo había ganado confianza, les pregunto de una: “perdoname, ¿vos de qué generación sos?; no me acuerdo de haberte visto en Facultad”
“No, flaco, no somos de la Facultad”, fue la respuesta que me dio mirando hacia el piso y conteniendo la risa.
-¿Y qué estudian, bó?
 No. No estudiamos. Bueno, éste en realidad hizo tornería en la UTU, pero hace tiempo.
Y al rato:
“Somos policías”, me dijo el más gordo.
E inmediatamente agregó:
-Pero no te preocupes, que está todo bien. Ustedes son unos fenómenos, bó. La verdad que acá la pasamos genial, loco, y tenemos un pedo más grande que el tuyo. Ahora, eso sí. No creo que nuestros jefes en el laburo nos dejen volver a otra así. Nos van a dar con un caño. Tenemos prohibido chupar. La cagamos.
Y se volvió a abrazar al otro, muerto de risa.
Salí medio durito y tratando de disimular la sorpresa, ansioso de advertirle al compañero que estuviera más cerca, que ojo, que había tiras.
En esa me arrimo a un grupo, que comentaban bajito el episodio, y al verme llegar, el Flaco, de los pocos que se mantenían fresquitos, me palmea el hombro y mirando a los extraños de reojo me dice:
-Flor de tipos tus amigos, ¿no?

Santiago Caro.
Generación 80. Veterinaria

Un día de diciembre al lado del Pereira

Fue hace 20 años. Un día de diciembre de 1982, próximo a Navidad aunque no recuerdo exactamente cuando. La casa estaba ubicada en Gastón Ramón, al costado del Pereira Rossell. La anfitriona, una militante creo que de Química, era desconocida para mí. Llegué y luego de presentarme pasé al fondo de la casa. Era amplio y ya había bastante gente. Estaban algunas caras conocidas pero la mayoría no lo eran. No conocía sus caras, sin embargo sí conocía sus nombres. Eso era lo contrario que nos ocurría en aquellos tiempos a los militantes. En la militancia clandestina lo habitual era conocer las caras y apodos pero no nombres menos apellidos. En este caso la situación era la inversa. Nuestros nombres eran públicos pues éramos redactores responsables o los integrantes de los consejos editores de las revistas estudiantiles universitarias. Todos conocíamos quienes dirigían las revistas aunque no nos hubiéramos visto la cara. Esto había sido por opción y no por imposibilidad. Parte de una estrategia – no difundida ni acordada – había sido emerger en cada facultad sin dejar visualizar vinculaciones horizontales. Por miedo a la represión. Pensábamos que de ese modo los instrumentos legales (revistas, cooperativas de apuntes, etc.) resultarían menos vulnerables. Luego del plebiscito del 80, durante el 81 y en lo que iba del 82, dichos instrumentos crecieron como hongos en las distintas facultades. La pionera Trazo en arquitectura, Siembra en agronomía Encuentro Veterinario, Catálisis de química, Balance de ciencias económicas, Causa de derecho, Integrando de ingeniería, Diálogo que tenía participación de gente de varias facultades.
Por su parte, hacía pocos meces, se había fundado el instrumento legal hacia el cuál confluirían todos los demás durante 1983, la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (ASCEEP). El 30 de abril 51 estudiantes, fundamentalmente de derecho, habían firmado el acta constitutiva. La ASCEEP también estaba presente. Recuerdo que Felipe estaba. El Chileno, Pablo y/o Hoenir, seguramente también. Además de los que representaban a otros instrumentos como ser el Club de Ingeniería y alguno más que ahora no recuerdo.
La reunión tenía como objetivo avanzar en el intercambio entre los distintos instrumentos legales que habíamos ido construyendo los estudiantes universitarios. Un primer caso, superando aquel desarrollo autónomo de cada uno, se había dado algunas semanas antes. Promovido por el Foro Juvenil se redactó una ponencia en común firmada por casi todas las revistas sobre el papel de las mismas en la realidad nacional y fue presentada en un seminario. En el marco del plebiscito del 80 (Opinar) y desde esa fechas hasta las elecciones internas de noviembre de 1982 poco a poco y con dificultades se había ido corriendo el velo sobre la libertad de prensa. Las revistas estudiantiles eran un ejemplo de ello.
La participación electoral a la luz de la campaña por el voto en blanco había estimulado la conformación de una clandestina coordinadora universitaria del FA. Mucho de los militantes gremiales la integramos, ya sea por pertenecer a algunas de las organizaciones de izquierda remanentes (UJC, JSU), o por estar en proceso de constitución de agrupaciones de izquierda independiente. Este era mi caso. En Veterinaria a esa altura ya se había constituido una agrupación con un par de decenas de integrantes de un amplio espectro generacional (de la 75 a la 82). Sin tener certeza pues una información global solo la manejaban aquellos que ya estaban encuadrados, una hipótesis plausible era pensar que en los demás centros un conjunto importante de independientes estarían organizándose y recorriendo caminos similares. Por tanto, cualquier proceso de horizontalización ínter facultades llevaría implícito la posibilidad de articular también horizontalizaciones de agrupaciones independientes. Y esto en particular, era un objetivo que nos planeábamos en nuestra agrupación. Dicho razonamiento no demoró mucho en concretarse.
En la reunión la mayoría de los participantes eran independientes. Eso lo fuimos descubriendo posteriormente. Sin embargo en la casa estaba alguien que me recordaba de las épocas de militancia secundaria en el Dámaso. Militamos en el 72 en agrupaciones distintas. Él era socialista, yo FER68. Yo no me acordaba de él. Había ido por una de las revistas de medicina, Salud. En esa facultad se daba algo particular. Había dos revistas en proceso. Salud finalmente en el 83 concretó su salida pública; la otra -Encare- nunca vio la luz. El representante de Salud resultó ser el gordo Pepe. Desde ahí en adelante recorrimos un largo camino junto.
Pero volvamos a lo central de la reunión. En ella se definió algo que devendría en trascendental en la historia estudiantil, universitaria y política nacional: la realización de la Semana del Estudiante en setiembre de 1983.
Todos fuimos a la reunión teniendo claro que en el 83 debía darse un salto cualitativo en lo organizativo, lo movilizativo y lo programático articulando todos los instrumentos legales para ello. En mi cajón con papeles viejos de esa época, junto a los manuscritos de la proclama de Franzini, deben estar las líneas con esos criterios con que concurrí a la reunión.
Creo que fue Felipe quien planteó la idea de la Semana del Estudiante, fundamentándola en experiencias de semana de la primavera en los 60, promovidas por Bellas Artes. Me dijo: una hermana me pasó la idea. Finalmente, se aprobó la propuesta de la Semana. El formato final fue definiéndose a lo largo del 83.
Nadie que analice ese período de la historia dejará de reconocer lo que esa Semana significó simbólicamente para demostrar el fracaso de la dictadura en captar a las nuevas generaciones. En ese diciembre no se tenía muy claro el camino. Muchas dudas y temores estaban presentes. Sin embargo la llamada generación del silencio iba a hablar claro pocos meces después. Y decir y hacer mucho.
En norte estratégico se definió ese día, en ese lugar, hace precisamente 20 años.

Flaco Rubianes


Carlitos

Esta historia circula desde más de veinte años en la Facultad de Derecho. Es rigurosamente cierta, aunque – como los evangelios – tiene varias versiones y admite múltiples interpretaciones.
Es como si lo viera. Estábamos en la parada y él hacía dudosos equilibrios sobre sus piernas cortitas, en el cordón de la vereda, casi donde frenaban los ómnibus, como si estuviera muy ansioso por irse, como si no le importaba caer a la calle y ser aplastado por los monstruos grises de CUTCSA. No quiero recordar su nombre, por eso voy a llamarlo Carlitos. Estudiaba Derecho y parecía bastante mayor; tendría unos treinta años, la cabeza grande, lentes gruesos y cara de hombre maduro, con rasgos firmes y expresión decidida, que resultaba incongruente con su cuerpito minúsculo y sus miembros cortísimos. Porque, aunque cueste creerlo, Carlitos no alcanzaba a medir un metro de altura y se desplazaba con esfuerzo sobre unas piernas sin desarrollo, casi de niño.
Aquel atardecer veníamos de un asado, uno de esos asados con los que tímidamente empezábamos a desafiar a la dictadura. La cosa había empezado a media mañana, cuando llegamos al predio del Centro de Protección de Chóferes. Los chorizos, blancuzcos de grasa, se doraban mal o bien en la parilla, y en algún lugar, con Juan Faroppa, a la cabeza, la murga “No hay derecho” empezaba a afinar. El vino “lija”, aquel vino guerrero, que encendía fogatas en el estómago y teñía lenguas, labios y dientes de un violeta indeleble, había empezado a correr cuando llegaron los “tiras”.
Eran dos. Gordos, vestidos con camperas y acompañados por otros policías de uniforme. Se acercaron a la parilla, mirando todo con aire de desconfianza, y preguntaron por los organizadores de la reunión. Los organizadores – los cuatro que habíamos acordado figurar como tales- nos enjuagamos el violeta de los labios con un sorbo de agua y nos hicimos presentes. Los tiras nos pidieron las cédulas y les dijimos que las habíamos entregado a la administración del predio. Volvieron a estudiarnos con desconfianza, nos tomaron los nombres y fueron hacia la administración. En el camino iban pidiendo los documentos al barrer, a cualquiera con el que se cruzaran, sólo por demostrar autoridad. Cuando al fin se fueron, volvimos a los chorizos, al vino y a la murga. Así llegó el mediodía, entre canciones, complicidades y bromas cada vez más violetas. Así pasó la tarde, ya sin chorizos pero todavía con canciones y vino, y así terminó el asado. Cansados, mareados, felices, fuimos saliendo en grupos hacia la parada.
A mí me tocó irme en el mismo grupo que Carlitos. Estaba preocupado porque, al ir a buscar mi cédula, en la administración del predio me habían informado que ya la había retirado uno de mis compañeros. Pero la angustia me duró poco: la euforia de asado, las bromas y los vapores del vino me hicieron olvidarlo todo. Así que llegué a la parada como todos, contento y distendido. Me apoyé en el murito y me dispuse a esperar. Los que esperábamos éramos muchos, pero por alguna razón sólo recuerdo a Carlitos. Él insistía en hacer de equilibrista en el cordón de la vereda. Alguien le advirtió del riesgo y él hizo y un gesto despectivo. “No pasa nada”, dijo. Señaló a un ómnibus que acababa de abrir la puerta a diez centímetros de su cuerpito, y agregó: “¿Sabes cómo conozco a estos gallegos? No pasa nada con ellos.”. Antes y después de aquella tarde lo recuerdo como un tipo serio, pero aquella tarde, tambaleante y con los labios violetas, estaba desconocido. Paraba todos los ómnibus, se asomaba a la puerta y encaraba al guarda, sólo para decirle: “No, éste no me sirve”. Entonces miraba al conductor con gesto desafiante y le ordenaba: “Seguí nomás”, y se quedaba frente a la puerta, molestando a los desconocidos que intentaban subir.
Por fin llegó nuestro ómnibus. Todos esperábamos el mismo porque por “criterios de seguridad”, habíamos acordado encontrarnos en un local cercano a la Facultad (supongo que en ASU) para evaluar el asado y confirmar que a la salida no hubiera habido detenciones. Curiosamente, cuando llegó el momento de subir, Carlitos se había distraído y estaba lejos de la parada. Alguien, más fresco que los demás, lo notó y fue a buscarlo. Recuerdo que subí al ómnibus poco después que él. Cuando llegué arriba, nuestro grupo ocupaba todo el pasillo del coche, que ya venía casi completo, y Carlitos estaba empeñado en un nuevo capítulo de su guerra privada contra CUTCSA.
“Paje el buleto”, le oí decir al guarda, un gallego veterano y arquetípico que miraba hacia abajo con cara de pocos amigos. Carlitos, con altivez de príncipe, alzó la vista y le contestó algo ininteligible en que creí distinguir la palabra “joder”. “¡Que paje el buleto, le digu!”, insistió furioso el guarda. Carlitos volvió a mirarlo con ojos extraviados y, poniendo los deditos de su mano derecha bajo el mentón del guarda, le preguntó: “¿No entendés el castellano?”. No sé que debía entender el guarda, pero Carlitos no se molestó en aclararlo. Sin mediar palabra, bajó la cabeza y arremetió decidido hacía el fondo del coche, perdiéndose en el bosque de piernas que ocupaban el pasillo. El guarda, herido en lo más profundo del honor, intentaba divisarlo entre la masa de pasajeros, mientras gritaba: “¡A ver, el chiquitu ese que pasó sin pajar, coño!” Por supuesto, nadie en el ómnibus denunció el paradero de Carlitos. Nosotros, porque éramos sus compañeros; el resto del pasaje, por esa solidaridad irracional que despierta quien se enfrenta a un guarda de CUTCSA.
Sin embargo la cosa no era sencilla. El guarda, lejos de resignarse, exigía la cabeza de Carlitos. “¡A ver, coño!”, repetía, “¡Qui aparezca el chiquitu si quieren sejir el viaje!”. El silencio más absoluto fue la respuesta, hasta que desde algún lugar no identificado del pasillo volvió a sonar la voz profunda de Carlitos. Hay quien afirma que se trepó a un asiento a gritar: “¡Cállate, gallego franquista!”. Entonces el motor se apagó. La suave vibración de detuvo. El conductor dejó su asiento y se puso de pie. Era un hombre joven, morocho, grandote. Giró lentamente hasta quedar de frente al pasillo y, con el más puro acento del Borro, nos advirtió: “Acá es muy clarito. El que no garpa va en cana. ¿Ta claro?”.
Al oír la palabra “cana” los que veníamos del asado palidecimos. Yo recobré la lucidez y recordé que estaba sin cédula. Supongo que todos imaginamos que la investigación policial, empezada por aquella estupidez, podría complicar la vida de cientos de compañeros, si es que no comprometía el movimiento estudiantil.
Envalentonado por el apoyo del conductor, el guarda se decidió. “Nu hables más”, le indicó a su compañero, “Cerra, y vamus a la cumisaria”. Una ola de protestas inundó el ómnibus y algunos de nosotros reaccionamos: “Ah, don, no se lo tome así”, le dijimos. “¿Cuánto se debe?”. Pero el guarda, enfurecido, negó con la cabeza. “Ahora ia es tarde”, sentenció, “Vamus a la cumisaria y listu”. Hubo un chistido de aire comprimido cuando el conductor cerró la puerta, y enseguida el motor se puso en marcha. Los más diplomáticos de nosotros, los mejores negociadores de aquel grupo de futuros abogados intentaron razonar con el guarda. Fue inútil. Cuando el gallego decide algo, se necesita mucho más que un montón de pichones de abogado para hacerlo cambiar opinión.
El ómnibus con las puertas clausuradas, se puso en camino. Adentro el clima era de desastre. Era imposible no pensar que la policía, si quería, podía aprovechar el episodio para “descubrir” que el asado era una “conspiración subversiva” y armar un escándalo, con procesamiento, titulares en los diarios y, por lo menos, el total desprestigio del gremio de Derecho.
Por fin el coche se detuvo frente a una seccional de la calle Agraciada. Las puertas se abrieron con un nuevo chistido y una voz que no pude identificar ordenó a todo el pasaje bajar del ómnibus y dirigirse a la comisaria. Los pasajeros comunes, los que nada tenían que ver con Carlitos ni con el asado, volvieron a protestar. “¡Yo no tengo nada que ver!”, se quejaban. “¡Yo vengo a trabajar!”. Ante la puerta del ómnibus, dos policías uniformados vigilaban el descenso. Sorprendidos por la cantidad de gente que debían detener, empezaron a dudar. Primero dejaron irse a una viejita.
Eso multiplicó las súplicas. Después permitieron que se fuera un hombre de traje y portafolios. En la confusión, algunos compañeros hicieron una barrera para ocultar a Oscar Destouet, que, mezclado  con los pasajeros “inocentes” logró desaparecer para llevar el aviso a ASU. El que no pudo desaparecer fue Carlitos. El guarda se había parado a su lado como un ángel custodio, para asegurarse de entregarlo a la autoridad. Con él marchamos a la comisaria más de veinte de nosotros.
Cuando entramos a la seccional, otros policías, más jóvenes que los que habían vigilado el descenso a tres o cuatro de nuestro grupo, entre ellos al “Macro” y al “Polilla” y los llevaron al calabozo. A los demás, supongo que por falta de espacio, nos instalaron en un patio cerrado y más bien lúgubre, con las paredes pintadas de verde oscuro y un solo banco de cemento para sentarse.
Que la comisaria se llene en un anochecer de domingo no es cosa que alegre a ningún policía. Aun en plena dictadura, significaba  tomar un montón de declaraciones y redactar un montón de actas. Tal vez por eso la actitud de los miliquitos que nos custodiaban nos hizo sentir que no se tomaban lo nuestro muy a pecho. Pero claro, sus superiores, al averiguar de dónde veníamos, podían decidir darle al asunto otra trascendencia.
De todos modos, en cierto momento los custodios desaparecieron y quedamos solos en el patio. Entonces Carlitos – que se había salvado del calabozo – decidió que su labor no había terminado. Ignorando las miradas asesinas que le dirigíamos, se puso de pie, (a esa altura estábamos sentados en el piso), nos enfrentó y, de espaldas a la puerta empezó a delinear la estrategia que debíamos seguir cuando nos tocara declarar. Encogiendo los hombros y alzando las manos para demostrar su absoluta inocencia, propuso: “Nosotros nos hacemos los giles y les decimos que del asado no sabemos nada”. Las miradas asesinas recrudecieron, pero nadie habló. “Nos hacemos los giles y chau”. Insistió  él con una guiñada canchera. “A vos no te cuesta mucho”, atinó  a contestarle alguno.
Pero Carlitos estaba más allá de la ironía. Todavía tenía manchas violetas en las comisuras de los labios y se tambaleaba un poco, pero su mente de estratega estaba en plena ebullición. Tan concentrado estaba que no notó cuando, a sus espaldas, la puerta se abrió y entraron los dos policías jóvenes, que se detuvieron en silencio detrás de él. Nosotros, por señas, intentamos hacerle entender lo que ocurría, pero él estaba más allá de toda advertencia.
Muy seguro, con voz grave y decidida, seguía aconsejando: “Hágame caso”, repetía, “Nos hacemos los giles y chau; si los milicos no saben nada”. Volví a mirar a los policías y me di por perdido. No sé por qué, empecé a pensar en la picana eléctrica y en el “submarino”.
Mientras tanto, en el calabozo la situación no era mucho mejor. Un borracho – un borracho de los comunes, detenido por escandalizar en la calle, sin ningún pretexto gremial. Protestaba a gritos. El calabozo medía pocos metros cuadrados y era demasiado chico para encerar a la vez los gritos del borracho y la ansiedad crónica del “Macro”. “¡Milicos de mieeeerda!” “Hijos de puuuta!”, gritaba el borracho. Cada tanto, algún policía se acercaba a la reja y lo amenazaba: “Cállate, che, o te vamos a tranquilizar a palos”.
Pero el borracho, que parecía hacer perdido el instinto de conservación, volvía a aullar: “Hijos de puuuta!”. El “Macro”, sentado en un banco de madera, lo observaba fastidiado. ¿Y vos qué miras?”, preguntó el borracho. Eso desbordó la paciencia del “Macro”, que se levantó y en dos pasos estuvo al lado del gritón.
El otro lo miró con dificultad, con ese trabajoso acomodarse a las distancias que tiene la mirada de los borrachos, pero esperó en silencio. “Mira, loco”, dijo a quemarropa el “Macro”, enceguecido de furia, “Hoy no estoy para bancar más estupideces, así que cállate o te rompo la cabeza, ¿entendiste?”. Sorprendentemente, el borracho entendió. Alzó las manos en señal de paz y que a sentarse mansa y silenciosamente en el banco. Los compañeros que compartían el calabozo con el “Macro” no pudieron dejar de reírse, pero él siguió muy serio.
Para entonces, la noticia había llegado a ASU. De inmediato empezaron las llamadas a los proscriptos dirigentes políticos, a los abogados, a la prensa. Ya había caído la noche y había que iniciar cuanto antes las gestiones para averiguar cómo venía la cosa y, si era posible, lograr la libertad. Fernando Martinez, que tenía mi cédula, se puso en marcha hacia la comisaria para llevármela, pero eso yo lo sabría recién varias horas después.
En el patio los dos policías observaban azorados la figurita tambaleante de Carlitos, que conspiraba con voz misteriosa. Los observaron con fijeza mientras él seguía hablando y nosotros conteníamos la respiración. Qué pensaban era todo un misterio. Supongo que no todos los días tendrían delante a un subversivo de menos de un metro de altura que secreteara sus planes a los cuatro vientos. Pero la verborragia de Carlitos era imparable.
Seguía sugiriendo que dijéramos tal cosa y ocultáramos tal otra, que del asado ni hablar, que en la Facultad no pasaba nada. Al decirlo, sacudía manitos e inclinaba el cuerpo de un lado al otro. Nosotros lo oíamos en silencio, resignados, estudiando con pánico las caras de los policías. El aire, cada vez más denso, se cortaba con cuchillo. Entonces pasó lo increíble.
De repente, sobre la cabeza de Carlitos, al más morocho de los policías se le escapó una sonrisa. Al otro lo miró con aire de reproche, pero al cruzar la mirada con su compañero, también tentó. Un segundo después, los dos se reían a carcajadas. Nosotros – tal vez los nervios- también nos reímos. Recién entonces Carlitos se dio vuelta, vio la realidad y quedó mudo. Los policías hicieron un esfuerzo para recobrar la seriedad, le indicaron a Carlitos que los acompañara (después sabríamos que lo llevaban un rato al calabozo), anunciaron que sólo tomarían declaración a tres de nosotros y se fueron. Por un buen rato sentimos sus carcajadas a través de la puerta.
Ya entrada la noche, hubo un decisivo careo entre Carlitos y el guarda, delante del comisario. El guarda estaba desde temprano en el despacho del comisario, atomizado al dueño de la oficina con sus quejas, cuando un policía introdujo a Carlitos, a quien el calabozo había calmado y, sobre todo, silenciado. Al ver el tamaño del acusado, el comisario se frotó los ojos. Después se volvió hacia el guarda y le preguntó con incredulidad: “¿Así que ésta es la causa del problema?” El guarda, balbuceante, respondió que sí. El comisario se rió. Creo que allí se decidió todo.
Sin embargo, aquello duró todavía unas horas. Hubo alguna declaración y alguna entrevista con el comisario, cerca de las diez de la noche, empezaron a largarnos en tandas. A medida que salíamos nos dirigíamos al bar de la esquina, convertido en nuestro cuartel general.
Casi a medianoche salieron los últimos, los del calabozo. El que se perdió misteriosamente de la vista fue Carlitos. Nadie lo vio salir y nadie volvió a verlo  hasta una semana después, en la Facultad. Aquella noche, en la atmósfera tristona del boliche dominguero, unos pocos habitúes, acodados al mostrador, observaron extrañados el festejo de pizza y cerveza que improvisamos.
Sobre la una de lamdrugada, el dueño del bar epezó a amontonar las sillas sobre las mesas. Entonces salimos a la calle. Al pisar la vereda, aspiré hondo el aire de la noche. Me depedí de mis compaleros, paré un taxi, subí, di la dirección de mi casa, me recosté en el asiento y cerré los ojos. Una nueva – yextraña- jornada de lucha por la democracia acababa de terminar.

Hoenir Sarthou



De cómo nosotros, inveterados militantes, nos convertimos en delincuentes comunes

La Semana del Estudiante del '83 la balconeé desde Paysandú, mientras cursaba 4to de Agronomía en la popularmente conocida “EEMAC”, la estación experimental agropecuaria de la Facultad de Agronomía que lleva el nombre del rector que promovió su re-fundación en 1963, Mario Cassinoni. Por una razón de determinismo histórico vinculado más con mi rendimiento escolar previo que con la posición relativa de los astros o el desarrollo de las fuerzas productivas, terminé haciendo el 4to año de la carrera dos años más tarde de lo que habría correspondido a todo buen estudiante que hubiese dedicado un poco más de tiempo a los libros de texto y menos a las exigencias impostergables de la militancia. En consecuencia, me vi forzosamente excluido de participar directamente de los preparativos  y en la puesta en escena de la Semana de '83. Hoy, 20 años más tarde, pienso que lo que hice fue un sinsentido... tendría que haberme cambiado de carrera...
Los estudiantes de agronomía que muestran tener cierta debilidad por las vacas y los cereales van a parar a Paysandú y se quedan allá por 8 meces en una experiencia de internado que aunque ya lleva 40 años de existencia, sigue siendo la única de su tipo en toda la Universidad de la República. La mayoría de los estudiantes universitarios tiene pocas referencia directas de lo que significa esta dramática experiencia en la vida de todos quienes pasamos por los húmedos y energéticamente deficitarios dormitorios y salones de clase de la EEMAC.
Innumerables historias podrían ser contadas sobre tal experiencia de vida. Pero de todas ellas, me referiré aquí a la vez que fui detenido junto a otros compañeros por la razón más insólita, la menos esperada. No fue por lo que nosotros temíamos siempre, no. No fue por ser los militantes de izquierda, los agitadores, los enemigos de la dictadura, sino porque sin darnos cuenta, nos convertimos una noche de tormenta en delincuentes comunes.
Todo empezó yo creo el día que perdimos la votación para elegir delegados, ¡maldita sea! Marchamos en nuestra propia salsa.
A pesar de estar todavía bajo la dictadura, ese año en la EEMAC sacamos adelante la asamblea de clase y reclamamos frente a la dirección la participación de delegados estudiantiles en la comisión directiva, algo que está previsto en el reglamento interno de la EEMAC que data de antes de 1973.
No es una comisión que tome resoluciones como el Consejo de la Facultad, formalmente solo opera como órgano consultivo de la dirección. Pero a nosotros nos pareció una buena estrategia revolver el avispero y conseguir tener un sitio en esa comisión, para poder canalizar por allí nuestras reivindicaciones. Esto fue algo que promovimos con la gente que venía ya vinculada a la ASCEEP o a otras actividades que en los años anteriores habían ido creciendo en la Facultad como la revista “Siembra”.
Pasando por algunos contactos informales previos con el director interventor de las estación ,acordamos que los estudiantes podíamos elegir nuestros delegados. Organizamos la asamblea y promovimos la mayor participación de todos los estudiantes, que en su mayoría jamás había realizado actividad “gremial” alguna. En la asamblea ya, a la que efectivamente concurrieron todos los estudiantes del internado, los promotores intentamos empezar a discutir algunos criterios acerca de qué cualidades debían tener nuestros delegados a la comisión directiva, qué roles y responsabilidades tendrían, etcétera, pero nos encontramos con que la enorme mayoría no quería discutir ningún criterio. Simplemente querían proponer nombres y pasar a votar. Ni el Lalo ni Manuel ni yo  pudimos argumentar nada. Apenas abríamos la boca el murmullo del fondo crecía y no había forma. Pasamos a proponer nombres, pues. Se anotaron en el pizarrón y se decidió hacer voto abierto: cada uno votaba dos nombres cualesquiera de todos los propuestos. Se propusieron con seis nombres. Lalo y yo íbamos por el grupo más militón.
El resultado fue un completo bochorno. La asamblea aplicó un criterio muy claro y trazó la línea diciendo con el voto que los delgados debían ser los mejores estudiantes de la generación. Y así fue, El Caramelo y el Chili, dos estudiantes de incomparable escolaridad, pasaron a convertirse en los primeros delegados de clase electos democráticamente por una asamblea de estudiantes legitimada por el visto bueno de las autoridades interventoras. Con el Lalo creí que, sumando los votos de los dos, no llegamos ni a 20, en 123.
Puede parecer extraño que en 1983, una asamblea de estudiantes votase delegados democráticamente, mientras en Montevideo pañeros de otros centros eran procesados por subversivos. Es que el internado en la EEMAC es un estar por fuera de todo, inclusive, por aquellos tiempos, de la dictadura.
Vivir en la EMAAC es vivir aislado del mundo. La vida diaria pasa por la carretera, a un quilómetro de distancia de las construcciones que hospedan a los estudiantes y se detiene en la ciudad de Paysandú, 10 quilómetros más adelante. El transporte colectivo que une la estación con la ciudad es mínimo y hace 20 años el único teléfono que había andana a manija... siempre y cuando estuviese despejado y no soplase el viento. Este fenómeno de aislamiento creo yo sirve para para explicar por qué, en el año '83, los estudiantes de agronomía podíamos organizar asambleas de clase totalmente abiertas sin que existiera el menor riesgo de represión.
Los militares, cuando intervinieron la universidad, llegaron a la EMAAC, echaron a todos los docentes, se comieron las ovejas que estaba destinadas a los programas de investigación, colocaron algunos títeres para que hicieran el trabajo y se mandaron mudar, no sin antes quitar las letras del nombre del rector del murete que está a la entrada, junto al mataburros.
Por el resto de la década la presencia más cercana de la dictadura quedó representada por el puesto policial de “La Lata”. A un quilómetro de la entrada a EMAAC, sobre Ruta 3, justo donde arranca el camino que va al pueblo Porvenir y enfrente al boliche que le da nombre al paraje, los milicos tenían un  puesto que permanecía de guardia las 24 horas con una fuerza de operaciones constituida por dos pueblerinos de uniforme azul y dos tiras de bigote. Su misión estratégica era detener a cuanto vehículo pasase por aquél lugar, solicitarle al conductor los documentos y registrar con precisión los datos personales, origen y destino de su viaje, fecha y hora, para lo cual cotaban con el respaldo de una birome Bic y una planilla impresa a mimeógrafo, sostenida con dos gomitas elásticas sobre un pedazo durabor maltratado.
Hay que decir que el puesto de La Lata tenía para nosotros una cualidad que pagaba con creces las desventajas derivadas de los uniformes o las metralletas que los tiras de turno solían exibir en forma casi obscena. Cada vez que viajábamos a Montevideo haciendo dedo, nuestra estación de salida era frente al puesto policial. Conversar con los milicos solía ser una estrategia que daba frutos para obtener tiraje rápido. El milico detenía al auto, saludaba al conductor, le pedía sus documentos, anotaba todos los datos relevantes en su planilla y al devolver los documentos cumplía con el rito, señalándonos a nosotros: “Disculpen, señor, estos muchachos son de la agronomía y precisan viaje a la capital, ¿podría usted...?”. Y si el conductor dudaba un poco, el milico agregaba “mire que son buenos muchacho, eh?” que era una forma de decir que si bien éramos estudiantes no existían razones para pensar que fuésemos comunistas... por el momento. La fórmula resultaba casi siempre ganadora, a menos que los tiras se pusieran pesados y dieran órdenes de no darnos bola, peseteando a los miliquitos rasos de uniforme azul.
El boliche de La Lata, atendido día y noche por el viejo Macchi, un hombre taciturno y de media voz, cuya barba gris caía larga sobre su pecho, poseía otras cualidades per se, por supuesto. Los parroquianos jamás se me ocurrieron amedrentados por la cercanía del puesto policial, muy por el contrario, pero en todo caso eso es parte de otras historias, no de la que quiero relatar aquí.
Poco después de la derrota aplastante sufrida en la asamblea de clase, el flaco Luis nos invitó a comer un asado en su casa de Paysandú con la excusa de su cumpleaños. Luis vivía con su mujer, su hermano y su cuñada en una casita que alquilaban en la ciudad. Todas las mañanas él y su hermano Jorge viajaban en una AMi-8 hasta la estación para asistir a las clases y a la tardecita se volvían a su casa. Oriundo de Misiones, Luis nos hacía tomar tereré cuando estudiábamos juntos para los exámenes del verano. En el termo con agua helada solía agregar jugo de naranja, “para hacerlo más gustoso” decía.
Comimos y bebimos como corresponde, discutiendo acaloradamente. Se hizo tarde, y se largó a llover copiosamente. Los estudiosos y ordenados se fueron de vuelta a la EMAAC a medianoche, en uno de los ómnibus que hacen el recorrido nocturno de Paysandú a Montevideo. Pero otros, acostumbrados a los trasnoches militantes y al vino, nos fuimos demorando. Al final, como el tiempito seguía fulero, Luis se ofreció a llevarnos a todos. Entonces Lucio, nativo de Paysandú y cuya casa quedaba a pocas cuadras, dijo que lo esperásemos que iba hasta su casa, sacaba la camioneta de su padre y nos llevaba a todos hasta su casa en un solo viaje. “El viaje duerme como piedra, ni se va cierto que la camioneta del padre de Lucio  contaba con más espacio que la Ami-8, pero sólo porque tenía caja abierta. Igual todos votamos a favor y esperamos por unos minutos que él fuese a buscar el vehículo. Muchi, Marta y Silvana se apretaron con Lucio en la cabina y Lalo, Manuel, el Tres-cuartos y yo, nos acomodamos en la  caja y a medias nos cubrimos con una lona que olía a gasoil.
El viaje en la camioneta nunca llegó a destino. A unos pocos cientos de metros de la salida de Paysandú, sobre la Ruta 3, el motor de la vetusta Chevrolet tosió un par de veces y dejó de andar. Lucio la dejó ir con el impulso, al tiempo que torturaba al arranque una y otra vez hasta que se detuvo sobre la banquina. Nos bajamos haciendo las preguntas de rigor y nos apelotonamos alrededor del capot abierto tirando hipótesis sobre de la calidad del gasoil o la ausencia de éste. Lucio decía que estaba todo bien, que sabía cuál era el problema, que ya lo arreglaba. Pero después que recorrió el motor varias veces con una linterna que no tenía pilas, nos resultó a todos evidente que aquello no se solucionaba fácil. El Lalo, fierrero viejo, sugirió quedarse él con Lucio tratando de hacer algo y, visto que apenas llovía ahora y que el ómnibus de la empresa Sabelín de las dos de la mañana estaba a punto de pasar, mejor que el resto nos fuésemos en el ómnibus. No había terminado de hacer la sugerencia cuando lo vimos aparecer. Lo detuvimos y nos trepamos.
El viaje en el ómnibus tampoco llegó a destino. Un quilómetro antes de la entrada en la EMAAC, donde debíamos apearnos, el coche se detuvo, como era normal que lo hiciese, en el puesto de La Lata. Subieron los tiras a efectuar su rutinario control, fueron hasta el fondo del pasillo y regresaron. Pero aunque la inspección parecía haber terminado, el ómnibus no volvió a arrancar. Desde donde yo estaba podía ver que abajo, iluminados por los focos del coche, el guarda de Sabelín parecía estar bajo el interrogatorio de los dos tiras. Algo no andaba bien a pesar que nada parecía estar fuera de lo esperado, pero esa demora no era normal. Al poco rato, uno de los tiras se subió nuevamente al ómnibus y nos señalo a nosotros, tan resuelto, como pedante: “Usted, usted y usted también, si señor, se bajan”.
Nos hicieron entrar al puesto policial y nos obligaron a quedarnos callados y quietos contra la pared. Nos pidieron las cédulas y nos preguntaron si efectivamente éramos de la agronomía. No nos dieron ninguna explicación de por qué quedábamos detenidos. Manuel y yo empezamos a especular haciéndonos señas ya que no nos dejaban ni abrir la boca. Ninguno de nosotros, me parece, logró darse una explicación racional al asunto y empezamos a pensar lo peor. Sobre todo cuando vimos aparecer un par de camionetas C-10 azules que se detuvieron frente al puesto y de las que hicieron descender a Lucio y al Lalo.
Los milicos de las camionetas hablaron en clave con los tiras del puesto, se comunicaron por radio con alguien, dieron o recibieron órdenes, hasta que luego de unos cuantos minutos nos informaron que quedábamos todos detenidos e íbamos a ser trasladados a Paysandú. Sin dejarnos decir la palabra nos subieron a las camionetas, y escoltados por milicos bien armados nos llevaron hasta la seccional de la calle Sarandí fuimos fichados y encerrados en un cuartucho semivacío y helado.
Recién entonces pudimos conversar entre nosotros, tratando de explicarnos qué estaba pasando. Pero ninguno tenía una pista. ¿Acaso una andanada represiva? ¿Había pasado algo en Montevideo que no nos habíamos enterado? ¿Buscaban a alguien? Nada. Ni la más remota idea.
Pasamos toda la noche en aquel lugar, muertos de frío, sin poder acostarnos ni recostarnos unos contra otros para tratar de dormir algo al menos, ya que los milicos que nos vigilaban nos obligaron a permanecer o bien sentados en el único banco disponible, donde de en todo caso no cabían más de tres, o bien parados, pero separados unos de otros. Tampoco podíamos sentarnos en el piso. Para animarnos, o tal vez para alejar el fantasma de lo que no sabíamos que podía suceder o estar sucediendo, el Tres-cuartos no hacía más que contar chistes y decir disparates. Más se reía por cumplido, se flotaba las manos y zapateaba con sus mocasines tratando de calentar sus pies. Me hacía consultas acerca de un posible plan de defensa y Lucio le hacía que no perdiese el tiempo, que no sabía lo despistados que eran los milicos sanduceros. Lalo fumaba nervioso y se peleaba con Lucio para que dejase de hablar al pedo. Marta refunfuñaba, Mechi pestañeaba, Silvana mantenía el ánimo alto y las tres mujeres en colectivo reclamaban sin mucho éxito que las dejasen ir al baño. El milico los ofrecía ir al baño de los calabozos del subsuelo de la comisaria, lo que suponía una caminata por el corredor de las celdas, programa que no parecía demasiado atractivo.
Entrada ya la mañana tuvimos finalmente el dato que precisábamos. Un oficial se presentó y nos dijo con muy pocas palabras que había habido una denuncia contra nosotros. “¿Una denuncia? Perdón señor oficial, pero, ¿se puede saber de qué se nos acusa?”. Y el hombre, lerdo, nos dijo: “Fue denunciando el robo de una camioneta”. Lucio saltó indignado y se puso a explicar que era la camioneta de su viejo. Que cómo era posible que nos acusasen de robo. Pero el oficial no dio lugar al reclamo. La denuncia estaba hecha y él cumplía con el procedimiento.
Enseguida nuestro ánimo cambió por completo. Pasamos al terror a la indignación, de la especulación política a la puteada simple y llana contra la estupidez de los milicos. Por supuesto, dentro de todas las hipótesis que habíamos manejado durante la noche, ser finalmente acusados de ladrones fue la mejor de las noticias, excepto Lucio. “Hasta que la denuncia no sea levantada, Ud. no puede salir”, le explicó a Lucio, que no podía creer lo que estaba escuchando y a quien no le permitieron mi siquiera llamar por teléfono a su casa.
Pobre Lucio, se comió el día entero en la seccional. El viejo nunca le perdonó que le sacase la camioneta sin su permiso.

Pepe Bervejillo

Agradecimientos
a Michi, por su ayuda-memoria



Uno*

-Prepara el mate y vamos para Conventuales – me dijo mi hermano mayor.
Es allí donde se juntan.
-No sé si ir- ya que en el instituto nadie quería saber nada.
Lo hablé luego con el Chileno, y con otro par de compañeros de militancia y decidí empezar a ir.
Esa primera reunión duró hasta casi el amanecer. Volví a casa en el 427, pensando luego en ir a un recital de canto popular en el Palacio Peñarol.
Uno que se crió acá
mirando el mar
porque es hijo de inmigrante
O simplemente por pura costumbre
Hacía ya un tiempo que militábamos en el barrio con un grupo de compañeros y compañeras, armando una olla popular, tirando algún volante por allí, o en la orgánica partidaria.
Pero sentíamos que esto era más importante, que hablaba del encuentro de gente de muchos lados, con muchas dudas, pero con más certezas, aunque no sabíamos todavía de qué.
Algunos recordaban el antes del golpe, otros retomábamos la historia de nuestros hermanos mayores, también, poco a poco, hasta te diría que con fuertes discusiones, nos íbamos hermanando y atando la historia.
Uno que fabricó escaleras al cielo y se cayó.
No faltó la bibliotecaria de la cuál nos enamoraríamos, con la cuál haríamos la revolución u obtendríamos la amnistía, las listas de compañeros detenidos al terminar la manifestación para enviarla a la prensa, para blanquearlos y para que no les pasara nada.
Los consejos de “no te metas en una galería o un bar”, y de La Papoñita los sacaron de a uno en fondo, palo en la espalda. O de la espalda de Uruguay, y en la de él, la de los uruguayos, cumpliendo hasta el final de la marcha con su tarea de proteger a Jorge.
Porque tenía poca madera
O porque alguien le saco los clavos
El compañero que se fue de sí mismo en la Plaza de la Bandera, arrancándonos a todos un poco más de inocencia.
Uno que es un ignorante payaso lleno de nostalgias,
es un poco embustero y algo bueno,
O cuando aquel no aparecía por ningún lado luego, de la volanteada ni la compañera con la que había ido a volantear, y pensamos lo peor. Hasta que alguien fue a la casa, y el problema ni era grave, ni era problema.
Compra libros y va al cine los sábados de noche
Entre discusiones de cómo organizar el movimiento estudiantil, que si era dictadura fascista, ACEEP, o FEUU, y la salomónica síntesis de ASCEEP-FEUU, recordando porqué estábamos allí.
O la discusión de que el único imperialismo era el yanqui mientras Saúl desplegaba el afiche de Bellas Artes de los 60, pidiendo que los tanques rusos se fueran de Checoslovaquia.
Uno así nomás con tanto callo encima se da cuenta
Que ya es viejo
Con dos sotas y dos ases
Y la marcha, donde desplegamos alegría por medio dieciocho y por todo un Franzini, donde algunos compañeros se acercaron al cartel del centro, pintado en el sindicato de FUNSA por compañeros de UTU. Y la marcha donde se desplegó la poesía, donde a golpes de primavera comenzamos a dejar atrás los requiems.
Dejando atrás la solemnidad, pidiendo el cese de la intervención, y “al rector interventor, por el ano, y con rigor”
Uno así nomás esta cansado de empezar los poemas
siempre igual
Con las mismas palabras.
Y es que sentíamos que teníamos la experiencia, pero sobre todo el hambre de libertad.
Teníamos los miedos, pero también descubríamos en la mano amiga, en la guitarra, la murga universitaria y el asado, en los campamentos “parroquiales” el rigor de la discusión trascendental. Nos desencontrábamos en la discusión pero nos encontrábamos en el boliche de la esquina, donde nos relojeabamos también por el espejo con los de inteligencia, que quedaba a la vuelta.
Uno, entonces sabe
que el tiempo ya
de empezar con los plurales,
Solamente experientes en eso de creer en el futuro, no decidimos, creo que más nos fuimos metiendo de a poco a abrir ventanas, a dejar entrar primaveras.
Llamen como quieran a la marcha, más allá de la censura aplicada por la obligación de tener que llevar a aprobar la proclama, la recuerdo como la marcha donde primó la alegría, donde no había límites para lo posible.
Después de eso, ya es toda historia conocida.
De empezar con los plurales
Los versos
No piense algún despistado que todo fue tan romántico.
También teníamos miedo.
Pero ese setiembre marchamos cantando nada bajito:
“Estudiante sal afuera,
venciendo la soledad
La noche se hace día...”

Luis Genta
I.N.E.T

*Uno, canción cantada por Abel García, que entre vinod nos emocionó, haciéndonos sentir tremendos ceteranos, hasta las lágrimas “con dos sotas y dos ases”.



Una de caballos y bomberos

Confieso que hasta esa noche me gustaban los caballos.
Todo sucedió un 9 de noviembre de 1983.
La ASCEEP, junto a PIT y a otras organizaciones sociales y políticas, había convocado a una marcha desde la Universidad hasta la Plaza Independencia.
El Ministerio de lnterior, había anunciado reiteradamente en los días y las horas de la tarde de ese primaveral miércoles de 1983 el ministro, creo que era el coronel Varela, había dispuesto el desalojo de todos los autos que estuvieran estacionados sobre 18 de Julio en el tramo que va desde Fernández Crespo hasta la Plaza Independencia.
La mano venía en serio, y una represión a la marcha era cada vez más que probable. La decisión para los dirigentes no era facil de tomar: darle el brazo a toces a la dictadura cívico – militar que se iba desmoronando inevitablemente dando sus últimos manotones de ahogado, o seguir generando espacios de libertad pero a riesgo de ir a la guerra con un peine (en nuestro caso con un lápiz y un cuaderno).
Llegada la hora de convocatoria, y como 18 de Julio se encontraba vallada y cerrada por la policía, nos concentramos en Colonia y Fernández Crespo y se decidió marchar por Colonia hacia la Plaza Independencia. Al frente de la marcha iban los dirigentes y a su lado un enjambre de tiras a muchos de los cuales ya los conocíamos de marchas y actos anteriores. Creo que a esa altura nos pasábamos lista mutuamente. Cuando la columna llegó a la Plaza de los Bomberos la voluntad de los tiras pudo más que la de los dirigentes y torcieron la cabeza de la marcha por Minas hacia el 18 de Julio.
A medida que se formaba la “L” entre Colonia y Minas aparecieron, como saliendo de una película de vaqueros del entonces agonizante cine Censa, una treintena de coraceros montados en sus altos y atléticos caballos que atravesaban en diagonal y al galope la plaza. ¡Ay mamita los cabezudos! El despliegue de la caballería del general Custer era un poroto al lado del tronar de esos caballos con sus idems encima gritando como desaforados: “¡Pichis podridos, bonches (sic) de mierda, lo vamo a reventar!”
Recuerdo a un flaco que se metió debajo de un banco de la plaza para protegerse del malón, y como jinete y bestia eran un todo inseparable, los coraceros no lo alcanzaban desde las alturas con sus largos sables, hasta que el flaco les ganó por cansancio.
Yo quedé junto a varios compañeros más atrapado en la esquina de Minas y Colonia, como en el tango con la ñata contra el vidrio del bar y por detrás la enorme,e (al menos yo la veía enorme) cabeza de un caballo. Pero no era un caballo cualquiera de esos que andan comiendo pasto por ahí, era un “caballo – perro” (en su versión más salvaje: el “caballo – lobo”) que se había empecinado en hacer de mí un  doble de Van Gogh, cuando yo lo único que siempre quise tener en común con él gran pintor holandés fue su habilidad con el pincel.
¡Sí, el bicho me quería morder la oreja! Por un instante me olvidé de lo delicado de la situación y pensé: ¿este bicho no se habrá criado comiendo frutos de timbó? ¿Y en épocas de sequía no terminaría comiéndose las semillas de este árbol, las popularmente llamadas “orejas de negro”? Busqué a mi alrededor a algún compañero estudiante de veterinaria, que además quisiera contestarme pelotudeces, pero no tuve suerte. Como tengo rasgos nórdicos que digamos, quizá era la hora de su cena y el bicho confundió mis pabellones auditivos con su preciado alimento.
La cosa es que el animalito de Dios me quería morfar la oreja. Y parece que su compañero de andanzas venía de ver una película de “El Zorro” y se empecinaba en dibujar una “S” en mi espalda con la punta de su sable. En eso estábamos cuando el vidrio de la puerta no aguantó tanta presión y se estalló. Ahí pasamos con algún corte y alguna quebrada (pero sin tango) al salón del bar (siempre me quedó la duda de si ese  bar y La Papoñita no permanecieron abierto a propósito para hacer de calabozos de alternativa, en esa época uno se acostumbraba a hacerse desconfiado, muchas veces al límite de la persecuta, y como además no faltaban los alcahuetes de turno que algún partido deberían sacar, ¿usted no desconfiaría?
Una vez que se llenó la “confietría”, y no precisamente de parroquianos, nuestros “anfitiones” de turno cerraron las cortinas metálicas y entraron un montón de energúmenes a pie con sus cachiporras en la mano pegándole a todo lo que se le cruzara (fuera “pichi”, “bonche”, o mesa, o silla, daba igual). Otro muchacho, gordito y retacón – quizás onspirado en la originalidad del flaco (pero son agilidad) que a esa altura estaría mirando todo desde la primera fila y abajo el techito de su banco de plaza – quiso esconderse en uno de los baños. ¡Para que! Fue al primero que sacaron alto del piso a patadas y palazos hacia la vereda por esa puertita que dejan las cortinas metálicas, gritándole: “así que estás de vivo, te vamos a dar por hacerle el vivo”. Después, todo seguimos el mismo destino que el petiso. Cuando nos sacaban del bar nos esperaba un cortejo /y no precisamente de balle de 15) formado de filas de cachiporreros que nos despedían con una lluvia de patadas, palazos, y puteadas varias. A los que podían agarrar de los pelos, los brazos o las piernas los mandaban para unos ómnibus estacionados sobre Minas entre Colonia y Mercedes, cuyo destino “expreso” eran los patios de la Guardia de Granaderos. Yo por suerte tenía el pelo corto y las piernas largas, así que zafé con un buen pique y un par de amagues y terminé en la esquina de Colonia y Roxlo haciendo los 100 metros con obstáculos en 9 segundos. Y uno de los obstáculos era precisamente las patas de un caballo, por lo que sin pensarlo me tapé las orejas (por las dudas) y le pasé al equino por entre los caños.
En esa esquina unos amables tiras te pedían los documentos, te daban menos amablemente unos cuantos palos con unas cachiporritas negras que tenían escondidas entre las ropas. Y te azuzaban para que te borraras quedándose con tus documentos (te terminabas haciendo un “aunto-fiche” como quien dice). Por más que fuera cierto, era seguro que a esa cédula no la ibas a ir a denunciar a ninguna seccional como robada.
Antes de que una mujer  le terminara de dar la cédula a un tira, alcancé a tironearle del brazo (aportando mi granito de arena en aumentar su pánico) y llevármela a rastras por Roxlo hacia Mercedes, ya que por 18 de Julio la cosa se había puesto salada, y hacia el centro también, y a esa altura no me quedaban ganas de volver para atrás a despedirme del “como-orejas”.
Por suerte, por Mercedes pasaban los ómnibus (esos sí de línea) que normalmente van por 18 de Julio. Nos subimos con la mujer a un 102 y me bajé pasando Fernandez Crespo. Volví a la zona de la coca a ver si podía rescatar a alguien, pero ya estaba toda crecada por la policía y no te dejaban pasar. Traté de ubicar gente conocida en la desbandada pero no tuve suerte. Decidí buscar un teléfono público y llamar primero a lo de mis viejos para avisarles que estaba bien (habían quedado muy nerviosos después que recibieran un llamado anónimo en la tarde diciendo: “traten que su hijo no vaya a la marcha, porque sino le va ir muy mal”). Tenía unos números de teléfono (en la memoria, en esos casos no era aconsejable andar con las agendas encima) de compañeros a los que llamar para avisar que estaba bien, y preguntarles por la demás gente. Llamé a los que pude, pero muchos números me daban ocupados.
En esa época yo vivía con dos amigos en un apartamento del barrio La Figurita, y los tres habíamos ido a la marcha pero cada uno en grupos distintos, previa quema de material clandestino y comprometedor en el patio del convento. Como en casa no teníamos teléfono, habíamos quedado en encontrarnos allá cuando terminara la marcha.
Decidí irme para casa, como me había quedado sin plata para el boleto me fui caminando, y a medida que se me pasaba el calor del cuerpo me aumentaba el ardor en la espalda por las caricias del émulo de Diego de la Vega, e iba apareciendo algún otro chicón en la cabeza. En un rápido inventario de mi castigado cuerpo, e instintivamente, me toqué las orejas y largué una carcajada a mi salud.
Cuando llegué a la puerta de casa como a las doce de la noche, cansado y deseando encontrarme con mis dos amigos – hermanos, quedé paralizado. La silueta de un policía se dibujaba al fondo del corredor, precisamente frente la puerta de casa.
Enseguida pensé: “a la mierda, me siguieron y me están esperando”. Ya estaba jugado, si daba atrás los que estaban afuera vigilando se iban a dar cuenta que tenía cola de paja y quería rajar, así que decidí encarar mientras pensaba una buena excusa a lo largo del pasillo. Una coartada facilonga era “vengo de compara cigaros”; pero no servía, ya que yo no fumaba. Ya estaba llegando frente a “la ley” cuando se me ocurrió un último recurso que me sonó bastante convincente como para zafar: “vengo de acompañar una minita a la parada de ómnibus, una tigresa, me rompió todo”.
Cuando ya estoy llegando al final del oscuro corredor y a unos metros del agente, siento que éste me increpa burlonamente: “qué bonito, no me digas que venis de acompañar alguna minita a la parada”. No lo podía creer; era el banana de mi vecino, el bombero, que se iba a laburar en el turno de la noche.

“Fuenteovejuna”
Estudiante de Ingeniería en 1983




Un Galardón

1983. Diez años hacía que la dictadura asolaba el país como una manga de landogtas frenéticas.
Ese año yo había venido de Mercedes al Montevideo, a estudiar en la Facultad de Humanidades y Ciencias, y era notorio que en la capital se respiraba otro aire distinto al de las ciudades del interior. O mejor dicho, en la capital se respiraba. Porque era tan minucioso y jerarquizado el grado de control que la dictadura ejercía en las ciudades de poca población, que la autocensura terminaba de tapar los pocos agujeros que el régimen no cubría. El temor era un órgano más del cuerpo, aceptado y adaptado, que secretaba por los porros la dosis diaria suficiente de miedo para renovar el desaliento y la inmovilidad.
Pero en Montevideo, las represas donde la dictadura pretendía contener el descontento popular se estaban agrietando, y el torrente se colaba incontenible por todas las rajaduras. Así, los estudiantes del interior encontrábamos un ambiente inesperado que nos renovaba la esperanza y el aliento, o que nos abría como una ventana la posibilidad de ver el universo nuestro desde otro ángulo.
Reuniones clandestinas, discusiones, lecturas, nos iban templando las armas con que deberíamos enfrentarnos a nuestro destino irrenunciable. Y así llegábamos a encontrar con alegría en los tabernáculos de la militancia a algunos coterráneos de insospechada vocación libertaria, haciendo yunta con antiguos compinches de correrías liceales con quienes nos habíamos empeñado en socavar con mucho entusiasmo y poco éxito todo lo que tuviera olor a dictadura.
Experiencias imborrables, como el acto del 1° de mayo, primera manifestación masiva, amalgamando toda aquella enorme multitud que desbordaba por las avenidas con la perplejidad de quien se despierta de un sueño prolongado, y la marcha estudiantil, explosión de júbilo y rebeldía incontenibles, salpicadas con alguna que otra manifestación sonde anduvimos aprendiendo a gritar a coro y a correr a tiempo, fueron desembocando en un émpretu que nos llenaba de una desafiante impaciencia.
Hay fechas que la memoria guarda sin que estén claramente asociadas a un único acontecimiento, sino mezcladas en una serie de hechos relacionados, y es necesario hacer el ejercicio de evocación que vaya conectando una cara, un paisaje, una situación para irle asignando a cada fecha el contenido justo. Como si fuéramos encastrando las piezas de una máquina que hace tiempo desarmamos.
Así se me confunden las fechas de actos y manifestaciones de los años 83 y 84, donde los acontecimientos se fueron desencadenando como en esas películas en que la travesía de una balsa lanzada cada vez más vertiginosamente entre los rápidos de un río anuncia su destino fatal en la cresta de una cascada. Pero si debo hacer caso a la que primero pesca a mi recuerdo sumergiéndose como una mano en el bolillero de la memoria, es la del 9 de noviembre la fecha que conservo, aunque no estoy seguro, a veinte años, de estar asociando la fecha correcta a la sucesión de acontecimientos que quedaron esa noche impresos con tanta nitidez. Y no porque haya sido muy diferente de otras que vinieron después, sino porque fue la primera vez en que llegué a ver y a participar de un despliegue de represión tan brutal, entornado a la vez de una carga emotiva muy alta.
La manifestación, que creo había sido convocada por ASCEEP y el PIT, estaba planificada por 18 de Julio, pero como, avisos y amenazas del gobierno mediante, la avenida había sido bloqueada por un amplio y sombrío dispositivo de represión, se decidió marchar por Colonia, donde a la hora señalada, ya de noche, se había congregado una gran multitud alegre y expectante, erizada de banderas  y pancartas, esperando más que el momento de la marcha el de la ya descontada represión.
Hacía un rato que se entornaba la variada gama de estrofas del repertorio opositor: “se va a acabar se va a acabar la dictadura militar”, “el pueblo unido jamás será vencido”, “obreros y estudiantes unidos y adelante”, “se escucha, se escucha arriba los que luchan”, “el que nos asalta es un botón”,, “en un monte de la china...”, más otros alusivos a los cuerpos de represión, incluidos “roperos” y caballos, amenazadoramente visibles a sólo una cuadra del lugar, notoriamente nerviosos y alterados. De oían, de a ratos, los cascos de los caballos, en tropel, obedeciendo a algún desplazamiento o control que se estaba verificando entre las fuerzas policiales, lo que renovaba los cánticos de la multitud que por momentos se apaciguaban en un generalizado murmullo de enjambre de abejas. La certeza de la represión inminente -porque sabíamos bien cómo reprimía la dictadura- generaba una tremenda tensión, potenciada aún más por la incertidumbre sobre el momento en que se desplegaría, y que aumentaba a medida que el tiempo transcurría, igual que esa gota que no termina de desprenderse de la canilla cuando el goteo no nos deja dormir.
El ánimo era de ebullición, pero el ambiente era ominoso y sofocante, estábamos radiantes y a la vez asustados, y en ese choque de sentimientos encontrados no andábamos planificado el inminente desbande ni prevenido las vías de escape, sino que disfrutábamos profundamente el momento de aquel desafío que nos dignificaba.
Más que un ejercicio de deducción, después de veinte años, sería un exceso de presunción describir aquel despliegue simultáneo de granaderos y coraceros, tenaza que sólo a medias llegamos a desentrañar más tarde cuando, ya fuera del campo de batalla, intentábamos reconstruir por testimonio cruzado las escenas e la embestida. Porque, como esos vientos de Santa Rosa que se levantan de repente despejando el camino para que una lluvia cerrada irrumpa castigando con ferocidad, de la misma forma, precedido de gritos, corridas e insultos a los represores, provocando el desparramo general, la multitud encajonada en aquel matadero de la estrecha calle Colonia.
Supe después que hasta en los bares de la zona hubo arremetidas cuando se iban convirtiendo en refugio de las turbas desesperadas perseguidas con furiosa tenacidad. El grupito de compañeros con que yo estaba casi lanzado en una ola humana hacia el otro lado de la plaza, desde donde comenzamos a ver que sobre 18 de Julio estaban llenando a palos los “roperos”.
Sobre los grupos dispersos volvieron a cargar los caballos, azuzados por jinetes de caras torvas que, con un brazo doblado sobre la rienda y el sable extendido hacia arriba como prolongación del otro, parecían aves rapaces atacando en bandada.
Cuando nos acordamos de que no podíamos dejar de correr, estábamos a varias cuadras, y comenzamos a caminar en sentido contrario por vereda del 18, al encuentro con otros grupos sueltos que estaban más allá.
Después de un rato habíamos llegado hasta la esquina del Banco Hipotecario, donde se veían, del otro lado de la calle, un par de grupitos de a tres que, casi como meros curiosos, miraban, igual que nosotros, hacia el escenario de la refriega atisbando señales del naufragio. En uno de ellos reconocí de lejos a un mercedario amigo, de esos que no imaginaba ver en estas revueltas.
Entre tanto, a media cuadra, venía patrullando 18 un grupo compacto de unos ocho o nueve jinetes en un trote marcial, casi de desfile, como en un mero gesto de arrogancia, cuando de repente se abrieron veloz y sincronizadamente formando un abanico que barrió la esquina al galope, y pelando el sable se abalanzaron con saña sobre aquel par de grupitos.
No fue desbande, apenas disparada, ya que era nada más que para seis aquella maniobra tremenda, pero uno de los jinetes, atravesando el cantero de la plazoleta, se aparejó al mercedario y, como si estuviera jugando polo, le bajó en la espalda un sablazo de plancha que lo zambulló contra el piso. Increíblemente se repuso como si fuera un resorte y siguió corriendo como si nunca hubiera dejado de hacerlo.
No habían terminado las sorpresas ese día, porque un rato más tarde, cuando llegamos a la Iglesia de los Padres Conventuales, sede de ASCEEP y especie de cuartel general, había un hormiguero de estudiantes haciendo revelamiento de heridos, recuento de detenidos -que pasaban de cien-, pasando partes, haciendo comentarios, buscando caras perdidas, descargando el peso de aquella gesta que aún no sabíamos que lo era.
Y parado, de torso desnudo, las manos apoyadas sobre una mesa y mostrando a un admorado auditorio su condecoración de guerra que le cruzaba la espalda en un listón perlado de llagas moradas, mi amigo mercedario, tras su bautismo de fuego.

Hernán Viera
Centro de Estudiantes de
Humanidades y Ciencias (año 1983-1984)




Mi testimonio

Mi camino hacia la participación y militancia universitaria comienza tímidamente de la mani de compaleros de la FEUU clandestina, que me tiraban algunos cabos sueltos y de otros, que tenían formación política o gremial adquirida en sus hogares (lo cual no era mi caso) y se plasma en la firma contra el examen de ingreso.
Luego de un breve tiempo de reuniones clandestinas en la AEM, se constituye la ASCEEP con local propio, y creo que nuestras reuniones eran los sábados.
Luego vino el emocionante 1 de mayo, la gloriosa Marcha de los Estudiantes y la Marcha del 9 de noviembre, con su dura represión. Esta última fue diferente para mí, que no había vivido la represión en carne propia. Venciendo el miedo y con la firme convicción de que era imprescindible estar, para que supieran que éramos muchos empujando, aunque esa tarde de lloviznas con paraguas y C.I. (infaltable en mi bolsillo de esa época). Con mi entonces habíamos decidido ir cada uno por su lado, para no tener que estar pendiente uno del otro y si todo salía bien reencontrarnos en casa.
Me uní a la columna en 18 y Gaboto, avanzamos, se nos unió en Minas la que venía por Colonia y luego solo me acuerdo de un terrible sonido que borro las consignas y desbando a los compañeros. Por supuesto eran los cascos de los caballos de la Metropolitana que resonaban contra el asfalto.
Petrificada a la altura de la Papoñita vi como le abrían la cabeza de un compañero de un sablazo, a otro lo lastimaron en el cuello y de pronto vi a un milico a caballos que se venía encima, tanto que sentí el calor y sudor del animal y el cuero de la bota, que me apretaban contra la pared. Y cuando creí que era papilla, una mano me arrastro del pelo a un zaguán, que por cierto estaba lleno.
No recuerdo ninguna cara. Luego entre la Papoñita, ayude a contener la sangre de alguna herida (entre ellas al flaco del sablazo), consolé a algunas jóvenes de secundaria escondidas en el baño y llegue a sentir lastima por el hombre que desde atrás del mostrador nos instaba (con buena onda) a irnos de una vez.
De ahí pase a estar boca abajo en la vereda (aferrada al paraguas), apoyada por las vecinas de infortunio que nos decían que nos mantuviéramos calladas y no respondiéramos a los insultos.
Al final nos hicieron levantar y cuando ya tenía un pie en la chanchita, una señora cayó al suelo con un “Ataque”, el milico pidió un médico, y yo dije que era estudiante y me mandó asistirla. Cuando me incliné sobre ella me dijo que estaba simulando, la semicargué media cuadra y luego me sonrió y dijo ¡rajemos! Nos fuimos cada una por su lado y por supuesto tampoco me acuerdo de su cara.
Con los días meditando, me di cuenta que no me acordaba de caras, porque distintos sentimientos lo ocupaban todo!

Rosana Ciliano



Otra vez la noche

Aquel año todo era cambio, movimiento, aceleración. Había que estar en todos lados, estudiar, trabajar, ir a las asambleas, hablar con los compañeros, buscar espacios.
En marzo había nacido mi primer hijo, obligadamente participaba en todo que se podía. Me daba la cuota necesaria de alegría y ternura, pero sobre todo fuerza. Había que lograr un futuro destinto, el día llegaba.
Aquel día de noviembre corrimos a dejar a nuestro hijo a buen recaudo, había que llegar a 18, íbamos tarde pero no podíamos faltar.
Subimos a nuestra motito y corrimos. Llegando a 18 nos encontramos con una estampida. Comenzamos a recorrer, por todas partes veíamos gente corriendo, a lo lejos gritos, resonar de cascos de caballos y después quietud.
Un milico detiene el trpansito frente nuestro, duro, tieso.. Empujados dentro de un ropero pasan delante de nosotros los compañeros detenidos hacia la Republicana.
No recuerdo más que el silencio, solamente roto por las voces de mando, frío, y la angustía que crece, oprime el estómago, seca la boca y estalla en lágrimas que brotan silenciosas, con bronca, con la impotencia de no poder ayudar, de tener que contener el grito y de que otra vez llegue la noche.

Marita Miralles





9 de noviembre (I)

...Nos encontrábamos  en la Paponita, de golpe los caballos al galope y los militares pegando palos a derecha e izquierda. Rajamos y no tuvimos mejor idea que entrar en el bar La Paponita, suponiendo que tenía salida a Colonia. Pero nos encontramos con un callejón sin salida. Obviamente afuera todo era verde, y rodeados, salimos...
Nos tiraron al piso boca abajo, uno al lado del otro hasta que vino la Chanchita y marchamos a Magallanes, éramos muchos y ahí más. Mucho miedo, incertidumbre, la dictadura debilitada y la intervención casi derrotada pero nosotros íbamos en la Chanchita sin mirarnos, asustados, gritando y llorando.
No sé por qué de golpe en el gran salón de la Metro, creo que en la calle Magallanes, empezaron a llamar gente, todos nombres queridos y conocidos, y me llamaron a mí...
Nos separaron del grupo general y nos hicieron salir del lugar... Chanchita de vuelta... a donde?
Después nos enteramos. Estábamos en Inteligencia y esa noche desaparecidos. Los compañeros que estaban en Conventuales empezaron a movilizarse por los 25 que no habían sido liberados, hasta que supieron que estábamos ahí, donde la noche y día eran lo mismo. Nuevamente el miedo y la incertidumbre. Estábamos jugados... pero... llegó: “salgan”, y como desesperados nos fuimos a Conventuales. Gran  recibida, muy emotiva..., en fin mucho se mueve hoy, telarañas que se corren, recuerdos,...

Gabriela Boccardo



9 de noviembre (II)

Les voy a contar de mi 9 de noviembre porque aunque distinto se pareció mucho y casi diría: “nos dejaron participar”.
Ese día de nochecita, después de cenar – se cenaba temprano y ya anochecía tarde – nos dicen: sector B apróntese para recreo, no lo podíamos creer recreo a esa hora y además hacia tiempo que casi todas estábamos sancionadas sin recreo ni paquete, salimos muy contentas a caminar – de a 2 como en facultad -y a respirar aire fresco, al ratito nos avisan que se acabó el recreo y que hay que entrar.
Cuando íbamos llegando al sector las vimos: un montón de soldadas colocadas a ambos lados de donde teníamos que pasar con los toletes en las manos y nos apalearon mientras nosotras gritábamos y las compañeras de los otros sectores se gritaban entre ellas: “les están pegando a las chiquilinas” (todavía nos tenían aisladas y así nos decían y nos veían ellas como las chiquilinas).
Esa noche nos dormimos nerviosas y sin saber que pasaba pero a la visita siguiente llegaron los maravillosos niños con sus mensajes aprendidos de memoria y nos contaron lo que había pasado, a partir de ahí cada vez que nos pegaron – recuerdo otra vez en enero ¿puede ser también el 9?, y otro día que no me acuerdo – festejábamos, les respondíamos con una sonrisa y se nos agrandaba la llamita de esperanza; sin saberlo nos hacían un favor. Después que nos separaron por el resto de los sectores no nos volvieron a pegar, se ve que juntas les dábamos más rencor. Tal vez parezca un cuento triste pero en realidad es alegre.

Lucía Arzuaga



Reventó el Garoto

Esa fue la noticia de la tarde. Y del año.
Reventó el Garoto.
Toda la facultad se conmovió con la buena nueva.
Varios grupos nos habríamos disputado como conquista de nuestras menguadas mesas de Anatomía su mezquina carne de bayano con cara de sapo y panza de comisario amancebado.
De no haber sido porque el muy infiel no siguió en ejemplo a Florencio Sánchez, los de abdomen se hubieran hecho una fiesta.
Los de cabeza y cuello por fin iríamos a descubrir qué puta había en el cerebro de ese pequeño déspota ungido en patrón del área.
El tipo reinaba en el hall de entrada de Gral. Flores.
Esa era su comarca.
Se hacía todavía en el cuartel, fajinero de cuarta lavando autos de los jerarcas, limpiando establos o chantajeando a las mujeres de los presos con paquetes de yerba o latas de palmitos.
Para dejar permanecer un rato más a los nenes “sin que se enteren los perros”, moralizaba indulgente.
Allí inició su carrera de dictador bananero.
Así manejaba a su tropa de lacayos semiacostado detrás del mostrador, la mano izquierda para siempre en la bragueta. Sus personeros te pedían la cédula o te hacían bajar la bufanda, delatando tu barba veinteañera.
Hasta ahí llegabas. Por orden del supremo no podías entrar, a pesar de la prueba de ingreso, del carné de estudiante o la boleta que te tocaba rendir ese día.
Un carajo.
El Garoto te espiaba desde su borrachera de poder y odio, y carraspeaba que tu cédula quedaba hasta que cumplieras con el reglamento...
Se murió el Garoto y un aire de liberación saturó las catacumbas del subsuelo, opacando al agrio formol que desde marzo a octubre se te metía por la piel y te oprimía la garganta.
Eran los últimos estertores de la invasión extraterrestre.
Tiempos de club naval, de reuniones no tan secretas, de asambleas a cara descubierta.
Y el loco no pudo resistirlo.
Su corazón no toleró tamaña desobediencia.
Por todo tributo le pateamos los mostradores y democratizamos el hall en una bacanal de barbas, pelos con colitas, e incluso alguna tímida boina seispuntista desfiló ese atardecer por la pasarela.
Sus fieles obsecuentes no demoraron en acomodar el cuerpo, y hasta hicieron desaparecer las tan temidas túnicas marciales.
Reventó el Garoto y sonaba a venganza de generaciones enteras.
Su omnipotencia lo había convencido de su inmortalidad onettiana.
Tal fue la conmoción que cuando Josema fue a comunicárselo a Carlevaro y le dijo: “decano, reventó el Garoto”, el profe, desde lo más encumbrado de su doctrina académica espantándose los lentes con una mano, sólo atinó a musitar.
“qué lo parió...

Flieller



Anécdota post mortem

Dos meces antes de que yo muriera, me encontré con Lucía, que creo recordar era un par de años mayor. Es decir, yo tenía 84 y ella 86. La vida nos había dado la fortuna de que a pesar de que ambos usábamos pañales geriátricos, manteníamos nuestras respectivas mentes lúcidas, y buena la memoria.
Entre papilla y papilla, porque el asado hacia tiempo que lo teníamos prohibido, volvió a surgir aquello de la FEUU, en la época de la dictadura...
Acomodándome la dentadura postiza le dije, “no jodas Lucía eso no era así, ustedes, los bolches, estaban equivocados”, y ella, peinándose las canas me respondió: “ni una cosa mi la otra, sino todo lo contrario”
Fue entonces cuando después de tanto tiempo, me animé a confesarle algo de lo cual estaba arrepentido.
Sabes que me arrepiento- le dije buscando el clic que ajustara la dentadura postiza- de no haber promovido una terrible fiesta, y de no darles un tremendo abrazo a vos y a Hugo cuando los vi aparecer peladitos en una asamblea.
Dos meces después morí, y me enterraron como se acostumbra. Había dejado precisas instrucciones de que en el cajón, colocaran las actas del Concejo de la Facultad, en donde junto a Lucía, en representación de la AEM habíamos logrado que en la Facultad de Medicina no hubiera impunidad para los médicos militares que participaron en torturas.
Por suerte, en los cementerios modernos, está lleno de computadoras, capaces de descifrar de los restos neuronales, la memoria, algunas conexiones anaeróbicas que parece siguen funcionando, sintetizar y mandar e-mail para todos lados.

“Lo parió (mendienta dixit) ¡ta rebueno el something special del tigre...:!!”

Pedro Zakos



¡Qué susto!

Una mañana de sábado, nos juntamos un grupo de más o menos 20 estudiantes de UTU en la plaza de Rivera y Soca.
Ese había sido el punto de encuentro, desde el cual saldríamos en parejas a pedir donaciones de medicamentos, alimentos o otras cosas, para colaborar con la olla popular que se estaba llevando a cabo en La Teja, por compañeros del sindicato de la pesca y a su vez repartir un material explicativo de los motivos del conflicto y dicha olla.
A medida que iban llegando una o a uno los compañeros, el grupo crecía no solo en número, también crecía en nosotros una satisfacción por la buena convocatoria que habíamos obtenido.
Entre medio de mates, empezamos a organizar el evento, conversando entre todos.
En determinado momento nos dimos cuenta una camioneta claramente identificada como perteneciente al Depto. De Inteligencia, pasaba en reiteradas ocasiones por donde nosotros estábamos.
Una sensación indescriptible se apoderaba de mí, mezcla de miedo, valentía y aquella cosa de saber que si bien ya se estaba en camino a la Democracia, lo que hacíamos era prohibido.
Cada vez pasaba y no se detenía iba creciendo en nosotros una sensación de invulnerables, “ellos estaban allí y no pasaba nada”. Entre comentarios, mates y charlas, organizamos las parejas, marcamos las calles que recorreríamos, nos repartimos los folletos explicativos y estableciendo las 13 hs como horario de retorno a la Plaza.
Así salimos  a efectuar nuestra noble labor.
Me toco de compañero el negro Mario, nos dirigimos a la calle asignada para así hacer nuestra tarea tocando timbre casa por casa. En algunas nos recibían con sonrisas cómplices, en otras con cara de mal humor – talvez por la hora – o por no concordar con nuestra tarea.
En determinado momento, no mucho después de haber empezado, llego un patrullero.
Era uno de aquellos Fuscas, con dos policías relativamente jóvenes, se bajaron y en una forma amable nos pidieron documentos y nos informaron que estábamos detenidos.
Entramos en el Fusca y empezaron las comunicaciones por radio dando cuenta que nos habían detenido y pidiendo instrucciones para proceder.
Mientras tanto se empezó a dar un diálogo, donde nos contaron que al parecer le tocamos timbre a un Militar, que por supuesto no lo tomo a bien y efectuó la denuncia, por lo que les quedo otra alternativa que proceder a detenernos, ya que efectuar volanteadas estaba prohibido.
“Ingenuamente” les dijimos que no estábamos volanteando, que simplemente entregando un material puerta por puerta y que “eso” no era volantear.
Todo era un clima bastante distendido, cuando reciben la orden por radio de entregarnos en el lugar que estábamos al personal de inteligencia.
De pronto el clima ya no fue el mismo y empezaron a discutir que hacían con nosotros.
Ellos no querían entregarnos en la calle como se les ordeno y se corrieron del lugar en que estábamos a unas dos cuadras. Empezaron un dialogo entre ellos en el cual uno le decía al otro que ni loco nos entregaba en la calle y que cuando nos entregaran quería que le firmaran la entrega para quedar libre de responsabilidades.
Aduciendo el desencuentro avisaron a la seccional que nos llevarían directamente al Depto. de Investigaciones.
En ese momento el clima distendido se acabo y se puso tenso, por primera vez nos preguntaron si teníamos algún objeto cortante o alicate, etc.
Al llegar a Dpto. De Inteligencia el clima era pesado, nos pidieron los documentos y nos hicieron quedarnos contra una pared esperando, en ese momento hicimos algún comentario entre nosotros a lo que instantáneamente recibimos un calido “SENORES EN SILENCIO Y DE CARA A LA PARED”.
Si y estaba con miedo, en ese momento terminé de asustarme del todo.
Que susto!!Nos separaron y nos llevaron a declarar.
El que me tocó a mi, en una onda tranquila y lo primero que me dijo fue Que ellos ya sabían desde temprano todo lo que estábamos haciendo y que solo actuaron porque les llegó una denuncia de un Coronel. No se cuanto tiempo todo esto, a mi me pareció una eternidad.
En determinado momento después de responder todas las preguntas de rigor, mi interrogador me dice que me puedo ir.
Salí casi corriendo y cuando estoy bajando la escalera me llama para preguntarme si no quería a mi compañero que todavía estaba siendo interrogado.
Tuve una sensación extraña, no sabía que hacer?
Me quedaba, con riesgo de que Mario dijera algo que nos comprometiera y nos guardaran a los dos?
Me iba y abandonaba a mi compañero?
Decidí esperar sentado en un asiento frente al lugar donde lo estaban interrogando, hasta que en determinado momento, me dije: mejor uno suelto para poder de afuera algo que los dos guardados y que nadie sepa que paso con nosotros.
Me excusé para ir a fumar afuera y salí lo más rápido que pude tratando de no demostrar la urgencia que tenía que salir.,
Me pare en la esquina de enfrente y espere hasta que Mario apareció por la puerta.
Ufff que tranquilidad.
Salimos caminando despacio son apuro, aprovechando el solcito tibio con un sentimiento de libertad y de sensación de victoria indescriptible.
Tengo esas impagenes grabadas hasta el día de hoy como si fuera una película.

Gabriel IECC
G83 Mombelli



Volanteada, seguridad y despiste

Corría el año 84'.
Salíamos desde Conventuales en brigadas a volantear para el 1° de mayo, a 4 ó 5 compañeros de Psicología nos tocó la zona aledaña.
La última en asignarse por razones de seguridad.

La estrategia de seguridad para esas ocasiones estaba muy bien pensada y probada:
-nunca pero nunca se salía solo/a a realizar una tarea militante semejante, lo ideal: 2 parejas, que se cuidaban a corta distancia, de tal modo que si ocurría algún problema era posible que alguno avisara a los compañeros que tendrían la tarea de montar guardia junto a una línea telefónica, estos últimos habían sido instruidos para “mover contactos”.
-El teléfono para casos de urgencia era entregado en el mismo momento en que se entregaban los volantes, era información confidencial
-Jamás se ostentaba con aquellos papeles que tenían como destino las manos de los ciudadanos, previo descanso nocturno en las calles de Montevideo claro está.
Era notable... se acuerdan? Aquellas mañanas en que el asfalto negro de Montevideo amanecía blanco de papeles. Si no habías estado en la volanteada te apurabas para ver el mensaje, disimuladamente te agachabas recogías un papel y lo guardabas para leerlo en algún lugar protegido, o enlentecías el paso y a modo de rompecabezas con cada volante que cruzaba tu mirada construías el mensaje completo.
-Al terminar de repartir los volantes había que avisar que la tares estaba cumplida, y que todos estaban a salvo.
No estoy segura... porque un poco me falla la memoria... pero creo que había dos teléfonos uno para el éxito y otro para los problemas ocasionales (caer en cana)
-La tarea se terminaba cuando se sabía del destino de todas las brigadas registradas.

Modo de volantear
-Debía tomarse un buen puñado de volantes
-Se los abría como en abanico, si tenías bolso o morral (como el que luce Roberto en la foto) podías hacer la maniobra disimuladamente en su interior.
-Mirabas para los cuatro puntos cardinales y disimuladamente como si tu brazo actuara en forma independiente había que realizar un gran además al cielo con la fuerza suficiente para impulsar al aire los volantes de tal modo que el viento hiciera el resto: esparcirlos y dejarlos caer.
-Seguías caminando como si eso que habías hecho nunca hubiera tenido condición de existencia.
Hay que aclarar que en auto o desde un edificio era más fácil.

Sigo con el cuento
Salíamos de Conventuales una brigada de Psicología a volantear por el centro, caminamos por Canelones hasta el boliche doblamos caminamos un poco mas y... se acabó el recorrido...
Sin darnos cuenta estábamos caminando frente a Inteligencia y Enlace!!! Sin pensarlo levanté el brazo y...
Un milico nos encara y nos hace entrar, uno por uno, nos miramos...
De algún modo llegó la información hasta Conventuales.
Las condiciones no estaban dadas para que pasara algo muy serio, pero... ha! Nos hicieron esperar sentados a buena distancia unos de los otros.
En ese lugar oscuro del que hasta tengo imágenes confusas estábamos incomunicados, Tina (Cristina) Espasandín, Luis Gimenez, Adriana Deus, y Yo.
A Tina y a Luis los dejaron toda la noche, porque tenían antecedentes, Luis era peligroso desde chiquito una vecina lo había denunciado en su infancia por cometer un delito de jugar a fútbol en la calle (al menos era lo que decía respecto a su antecedente) y Tina era peligrosa pues estaba registrada por haber participado en la instancia de oración durante el ayuno de Serpaj.
A Adriana y a mi nos largaron a las pocas horas.
Adriana recuerda
-”...a mí me llamaron a declarar dos veces porque no les dije dónde funcionaban nuestras asambleas”
“No me olvido más” del milico diciendo “no sabes que aquí es dónde se tortura y se mata”!
-”...y cuando el milico te decía “Banuls” y vos con tu mejor tono de soreta le contestabas BAÑULS!!!Con eñe”!!!
Teníamos 19-22 años. Éramos invencibles.
Después que nos largaron fuimos a Conventuales, nos comunicamos con la familia de Tina y con el Pibe (hermano de Luis) que andaba en la vuelta.
El padre de Tina fue a averiguar, trató de llevarles comida.
El policía le dijo: “sabe que pasa, volantearon en la puerta, es demasiado no lo puedo dejar pasar, pero no se preocupe no les va a pasar nada y creo que finalmente les hizo llegar la comida.
Hasta hoy recuerdo como estaba vestida.

Este cuento forma parte del anecdotario familiar.
Se hace presente en las jornadas donde la familia convoca la historia de la historia, vinito mediante ambiente distendido, recuerdos queridso, meoria de emociones fuertes, y pocass veces falta el capitulo dedicado a ridiculizarnos, bien con este o algún otro que no viene al caso me ridiculizan a mí.

Gabriela Bañuls
con eñe




Documentos señorita

Documentos señorita... fueron las palabras que articuló el policía. Eran dos; eran las tres de la mañana, caminaba en Bulevar Artigas, a media cuadra de Suárez, casi pisando el cordón de la vereda oeste.
Hací sólo un instante que me había despedido de Laura, con quien compartí el viaje en el 68, el nocturno que pasaba crca de las casas de ambas; en aquella época en la que en lugar de cuenta bancaria teníamos boletera. Laura era la compañera de Javier y ambos eran y son muy especiales, con ellos leí muchos libros, pero no quiero aburrirlos con títulos y autores pero sí decirles que hablaban de libertad, de igualdad, de justicia.
En el preciso instante en el que le demostré mi (documento de) identidad a un policía, el otro me preuntó: ¿De donde viene?, y yo venía de la Primera Convención de la Asociación Docial y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública. No sé como pude (supongo que fue porque me sentía re-orgullosa de ser convencional) pero le respondí, mirándole a los ojos y, mucho más nerviosa agregué: “voy a tomar ese taxi que vien allí para irme a mi casa”. Estiré el brazo, recuperé mi documento y me subí al taxi. Después, difícl fue explicarle a paá porque lo desperté a esa hora para que pagara el viaje.

Iris




Deuda pendiente

1° parte: Buenos Aires
La situación de los presos políticos, de los desaparecidos y de los exiliados fue preocupación permanente de todos nosotros. Una espada de Damocles que condicionaba la salida democrática para nuestro país. ASCEEP tuvo una muy activa Comisión de Derechos Humanos, con una peculiar integración. Delegados por centro, cosa normal y lógica y (aquí lo original) como si fuera un centro estudiantil más, delegados de los grupos de familiares. En 1984 recibimos una invitación de la FUA (Federación Universitaria Argentina) para participar de una marcha que recorrería a pie el trayecto La Plata – Buenos Aires. En total 64 Km. 40 militantes de diversas facultades partimos para Argentina. La idea era terminar en el Congreso, recientemente formado y entregar un petitorio por los 34 estudiantes uruguayos secuestrados en Argentina por militantes de ambos países.
La marcha fue un aparente rotundo fracaso, la llamada 100 por los 30.000, contaba mayoritariamente de estudiantes uruguayos. La respuesta de los argentinos fue de indiferencia. Llegados al centro de Buenos Aires, cansados, ansiosos, expectantes, algunas decenas de miles de personas nos esperaban. Muchos compatriotas que residían en la vecina orilla estaban entre ellos. Un grupo de “las viejas” de la Comisión (madres de uruguayos desaparecidos) se sumaron a la marcha.
Graciela Costa junto a Hebe de Bonafini (Presidencia de Madres de Plaza de Mayo) hablaría en las escalinatas del Congreso mientras que una delegación de ASCEEO sería recibida por el Presidente de la Cámara de Diputados. Entramos al palacio Legislativo y luego de esperar un prudencial tiempo decidimos comunicarnos con alguna de las Madres que nos esperaban fuera del local. Habíamos sido engañados, unos miembros de los servicios de inteligencia argentinos nos escondieron mientras el Presidente de la Cámara de Diputados cansado de esperarnos se retiró del Congreso. Nos quedamos con el petitorio en nuestras manos.
Pero la cosa no quedó ahí. Enteradas las Madres argentinas, ingresaron al hall de entrada, unas 50 calculo, y organizadas por el sonido de un pito de arbitro de fútbol comenzaron a golpear fuertemente a cuanto policía se paraba frente a ellas y luego a toda persona que no fuera uruguaya y de ASCEEP. Volaron cuadros, maquinas de escribir, mesas, policías, etc. Sonó nuevamente en pito y nos retiramos del Congreso rumbo a una confitería de la calle Corrientes a comentar los hechos.
Al día siguiente Tota Quinteros, recién llegada de Europa, entregó nuestro petitorio. Años más tarde, bajo el gobierno de Carlos Mene, nos enteramos que el petitorio por los 34 uruguayos desaparecidos había sido reconocido y aceptado por el Estado argentino.

2° parte: Mariana
La juntada de firmas reclamando algún derecho pisoteado tiene larga data en nuestra historia. Los estudiantes fueron impulsores de varias instancias en ese sentido. Una de ellas fue la realizada reclamando la aparición de la niña secuestrada en Buenos Aires junto a sus padres en 1976, Mariana Zaffaroni. En pocos días recogimos miles de firmas, incluida algunas en el vapor de la carrera mientras contábamos las firmas obtenidas. Los grandes ojos de Mariana nos acompañan. Se solicitó una entrevista al presidente de los argentinos. Fue concedida y partimos a Buenos Aires. Nos esperaron Samuel Lichestein, ex rector de la Universidad de la República quien todavía no podía ingresar a nuestro país, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y algunos uruguayos en el exilio. Sólo faltó a la cita, sin aviso, el Dr. Raúl Alfonsin, Presidente de Argentina. Razones de último momento lo obligaron a cancelar con ASCEEP.
Como alternativa nos ofrecieron entregárselas a “Martínez”, dijimos que si, pensando que era el el vicepresidente. Pero la familia Martínez es muy grande en Argentina. No era el vicepresidente, era un funcionario de mantenimiento de la Casa Rosada. Nunca imagine lo profundo que era la casa de gobierno argentina. Bajamos varios pisos, recorrimos innumerables pasillos y luego de casi perdernos en los sótanos de la “Rosada” un triste funcionario, lleno de vergüenza nos esperaba pidiendo perdón, que él las recibía (las firmas) con mucho gusto, aunque no sabía que hacer con ellas.

3°parte: Chuy
A mediados del 84 ya se respiraba otro aire en Uruguay. Sin perder el miedo nos animábamos a realizar, en lo público, más y más actividades. Comenzamos a recorrer el país junto a familiares denunciando la situación de las cárceles políticas y reclamando por los desaparecidos. Amnistía general e irrestricta, aparición con vida de los desaparecidos y juicio y castigo a los culpables eran nuestras consignas.
Ir a Chuy nos interesaba por partida doble.
Un local de dimensión mediana, lleno de gente atenta, que miraba con tristeza y admiración a Luz Recagno de un joven estudiante de arquitectura secuestrado por los militares en Buenos Aires y desaparecido. Frente al local sobre el cantero que divide a la ciudad un hombre sentado en una silla playera con una bandera. Dos parlantes en la puerta. El hombre estaba sólo.
Mientras contestábamos preguntas, pensábamos quién sería y porque no cruzaba. No entendíamos la situación.
Al terminar la charla los organizadores solicitan a la concurrencia ir a Brasil a saludar al compañero “Chancho” quien no podía ingresar a Uruguay. Era el personaje que con una bandera nos saludaba desde la vereda de enfrente al local.
Luego de los saludos de rigor y al preguntarnos en que podía colaborar le susurre al oído algo. Regresamos a Montevideo hechos unos verdaderos spray. Varias paredes le deben un agradecimiento al compañero “Chancho”.

Oscar Destouet


Navidad del 83

Navidad del '83. Ciento cincuenta y cuatro niños uruguayos partíamos desde Barajas hacia el Aeropuerto de Carrasco.Veníamos cargados de expectativas y de incertidumbres, viajábamos vom pocos adultos, españoles y de Cruz Roja. Muchos habíamos partido al exilio con edad suficiente para tener recuerdos, familiares, amigos, escuelas, barrio. ¿Nos estarían esperando?
Nuestros padres quedaban en las ciudades europeas con cierto nerviosismo, no se sabía hasta que punto la dictadura se bancaba aquel viaje, nos habían enseñado algunas estrofas de a Don José que entonamos en el avión. Después la llegada, de la nieve a aquel verano de Montevideo, la multitud en la calle, la gente que trabajó mucho para aquella bienvenida hermosa, ASCEEP, la Comisión por el Reencuentro, el PIT, tantos otros, y toda la gente que corría por la playa de aquel 26 de diciembre agobiante para saludarnos.
¿Podemos gritar? Preguntábamos nosotros un poco desconcertados ante la multitud que coreaba consignas contra la dictadura. Todas las noticias y las emociones se amontonaban en la lenta marcha de la caravana por la Rambla hacia AEBU, de alguna forma cargábamos en nuestros hombros con una historia reciente que se estaba convirtiendo en nuestra. Los carteles que rezaban “LOS HIJOS DE NUESTROS HERMANOS SON NUESTROS HIJOS” resumían un poco ese sentimiento.
Nos quedábamos 15 días, había una agenda nutrida, además de todos los reencuentros personales con tíos, primos, viejo, vecinos, amigos de nuestros padres.
Uno de los encuentros era con los estudiantes de ASCEEP, sigla desconocida por nosotros, la famosa marcha había sido apenas dos meces, la efervescencia aún estaba presente y nos hicieron parte de ella. El encuentro fue de pocas horas, pero hubo tiempo para cantar y bailar, y también buscar definiciones teóricas, y para enamorarnos, aquello era un hervidero de ideas y sentimientos. Les relatamos nuestras historias y yo pensaba: voy a volver y cuando vuela, voy a ser de ASCEEP, y encontrábamos aquello de estudiantes sal afuera y ahí no había soledad posible.
Entre murgas y tambores fuimos otro día a una cooperativa, y aprendimos que había algo que se llamaba FUCVAM, y en el ladrillo estaba escrito “no hay salvación si no es con todos”, y allí estaban los estudiantes y muchos más.
Mi amiga Andrea años después me contó que ella estaba esperándonos con papel picado y flores en una cooperativa. Yo volví en el '84 a vivir en una cooperativa, y a ser de ASCEEP, queriendo sigue siendo parte de aquello que íbamos a alumbrar que era democracia, libertad, tantas cosas, y después vino el sálvese quien pueda, pero eso fue después.
Volví del Colegio Federíco García Lorca a las aulas del Joaquín Torres García, el 20 años de Malvín, y vivimos ya en pleno '85 jornadas de limpieza, reuniones, pegatinas, ganas de ser y de hacer juntos.
“La noche se hace día”, y salimos a verlo, y volvimos y otros no, y nos encontramos y nos reencontramoa. Hoy un poco más viejos, un poco más desencantados, seguimos creyendo que no hay salvación si no es con todos.

Mariana García



Historia para Emiliano Zapata

Corría el año 1971, el de la creación de FA y año de elecciones. Yo tenía la edad que tenés tú ahora, 11 años. Cursaba primer año del liceo en el Varela público que en ese entonces funcionaba en el IAVA. Era tiempos bien movidos, con mucha actividad política y social. A nivel estudiantil abundaban juventudes, agrupaciones, grupos y grupitos de izquierda: JDC, UJC, JSU, FER, FER68, GAU, los PT, las Brigadas Rojas, los troskos, los anacos, los PCR, maoístas, POR, etc. con un amplio abanico de propuestas estratégicas y tácticas y prácticas derivadas. De los grupos de derecha de los que había varios, solo recuerdo a la JUP, con sus camisas negras, en general armados. Ubicaba perfectamente a los 3 de mi liceo, cuyos nombres no recuerdo, la memoria es bien selectiva, ¿sabes?
Traté de vincularme con el movimiento tupamaro -por aquella época los admiraba profundamente- lo más cerca que llegué fue entrar al FER 68, era muy chica...
Aprendí a hacer crayones con parafina y tinta china, cócteles Molotov y fabricación y uso de un planograf, algunos de estos conocimientos nos fueron muy útiles “a posteriori”.
De las tantas movilizaciones de ese período me quedó grabada a fuego una manifestación en la explanada de la Universidad, no recuerdo el motivo. Estaba sola, sentada en la escalinata y veía llegar a los diferentes grupos, un despliegue de color en cada bandera, en cada camisa, rojas, verdes, naranjas, las boinas, el bullicio de las consignas. A prudencial distancia un grupito de jupos y “tiras” provocaba.
De pronto no sé bien cómo las consignas se volvieron de un grupo a otro:
“bolches putos”, “ultras ratas”, de los dichos se fueron a los hechos. La sonrisa de los jupos les iba de oreja a oreja. El entrevero era grande, así que nadie se dio cuenta de la represión hasta que sonaron los primeros disparos muy cerca. Cuando la bala te pasa al lado se siente como el siseo de un alambre lanzado al aire. Yo había quedado ahí sentada como atontada, me arrastró hacia Guayabos un grandote barbudo a quien nunca más vi, gritando ¡ojo, que son balas de verdad! ¡Rajemos!”
Fue mi primer cagazo grande pero muy instructivo, cuando pude volver a respirar y pensar me vino a la mente y guardé en el corazón aquello de “los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera”, que me acompaña hasta hoy.
No te olvides nunca de ver bien donde está la raya, Emi, quienes están contigo de tu lado y quienes del otro.
En junio de 73 fue el Golpe de Estado. Aún veo el ceño fruncido de mi padre, que había renunciado a la dirección de Larrañaga el año anterior cuando la Ley de Enseñanza como tantos otros. Socialista fundador de ADEOM y ADES, obviamente fue de los seguros destituidos de la enseñanza. Recuerdo la tristeza de mi madre filo bolche militante de la FUS y por más que se veía venir, las expresiones de incredulidad y bronca de la gente ante la rotura del referente institucional tan propio de nuestra idiosincrasia, que se volcó a la calle. Días grises, miles de volantes y papelitos revoloteando y el silencio impresionante que fue invadiendo todo. La ciudad se calló y paró su vida. Se apagó el fosforito de la ANCAP.
Comenzaba la Huelga General.
Los años que siguieron fueron duros y negros, el miedo como un nudo en la boca del estómago. Los allanamientos y detenciones en la madrugada, la tortura y la muerte, todo al son de las odiosas marchitas militares...
Pero también y a la vez brillaban lucecitas por todos lados, se fue fortaleciendo el referente ideológico, ético moral interno que nadie ni nada te puede quitar, Emiliano. Fueron tiempos de solidaridad y resistencia donde tomamos conciencia de la real dimensión de la palabra “confianza” y de la palabra “compañero”.
Cuando entré a Facultad (militaba en la JSU clandestina), era una estructura gris, inhóspita, con porteros milicos con instrucciones claras. Todos prolijos y ordenaditos como corresponde, tipo The Wail, ¿te acordas? Realmente había que tener vocación y perseverancia para bancársela. Claro que ayudaba y mucho toda la actividad clandestina que se desarrollaba underground. A la FEUU clandestina inicialmente impulsada por la UJC y la JSU, se fueron sumando más y más compañeros independientes, JDC, de otros sectores y no alineados. Florecieron las Oficinas de Apuntes, las movilizaciones por reivindicaciones puntuales, el movimiento de Malestar Estudiantil boicitenado las actividades del Bienestar Estudiantil de los milicos, las peñas los asados, las idas a Kiyú o a las Toscas. Los silencios y las entrelíneas sonaban muchas veces más que las palabras.
Acciones llenas de complicidad y camaradería.
De ese período rescato algo del '81. La AEM organizó una bienvenida a los estudiantes de Medicina que ingresaban ese año en el Centro de Protección de Choferes donde se conjugó mucho de lo que te cuento. El lugar lo alquiló un compañero de la '78 Daniel L.-a sabiendas de los riesgos que corría- porque estaba “limpio” o sea no tuaba la murga universitaria Ingreso sin Gloria con letras del gordo Pablo de P. Hacíamos la tercia con otras 2 compañeras.

“Estudiantes reunidos de los años anteriores
le dan la bienvenida a esta generación
que tras tan largo estudio. Esfuerzos e ilusiones
al examen de ingreso le metieron un gol
No desespere, no se acobarde, esto es un poco de realidad
Todo problema es solucionable, con buen humor y con voluntad”

Recuerdo a Gabriela S. Cantando en el estrado “ojalá” de Silvio, todos coreando el estribillo, chorizos quemados y truco. De mucho más no me acuerdo porque tomamos muchísimo vino, ¿se acuerdan de aquel vino lija que te quedaba la lengua y los labios violetas? Se me pasó bastante el mareo cuando terminamos todos en cana en diferentes lugares.
Al comisario López de la seccional del barrio lo recuerdo perfectamente, canario canoso, barrigón y pachorriento insistía en preguntarme con qué nos habíamos drogado para ser tan idiotas en hacer “esas cosas” y yo reiteraba que sólo vino, ¡que momento absurdo ir en cana por adictos! Zanjó la cuestión un oportuno vómito en chorro del susodicho que salpicó el uniforme azul... Quedé muda... Y él:
“Andate, m'hija yo ya estoy por jubilarme y no quiero ensuciarme con asuntos de los verdes, pero tené cuidado que no todos los azules son como yo”
Recién ahí me di cuenta cabalmente de sus propias contradicciones...
Cuando llegue a mi casa a las mil, ya estaban a la pesquisa de mi paradero y entre los compañeros, y mis padres habían hecho tal limpieza que ni los apuntes de Semiología sobrevivieron.
Del '82 con las internas rescato de baúl de la memoria la emoción que me embargó al sentir un auto parlante atronando por las calles “El Partido Colorado victoriosamente va...” ¿qué cosa, no? y eso que ni ahí con los colorados.
Ni con los blancos, pero fuimos a darle la bienvenida a Wilson, las primeras banderas del FA y del PC que recuerde en las calles, mucha gente.
No hubo represión. La enorme emoción de votar en blanco. No sé bien por qué ese día tuve la certeza, nacida con el NO del '80 que realmente se acababa.
Me preguntas: “por que tanto ruido con el '83?” y es lógico, no estabas ni en proyecto, recién había conocido al que después sería mi compañero, ex actual o sea tu padre Z, del SUNCA. Fue otro años muy movido y con altibajos.
Tendrías que perdonarme, Emi por no ser historiadora, sólo te cuento historias dentro la Historia. Las historias vienen de la memoria y es afectiva, selectiva de lo que nos pegó en el corazón. Se recuerda con los ojos del alma.
Del otoño del '83 recuerdo mi primer 1° de mayo público, colectivo, luego de tantos años. La enorme pancarta de “OBREROS Y ESTUDIANTES; UNIDOS Y ADELANTE” que diagramamos y pintamos en AFCASMU, no le habíamos hecho agujeros y no había forma de desplegarla, hasta que los compañeros del SUNCA nos ayudaron. Hasta ahí estaba todo muy bien.
Durante el invierno uno de los últimos coletazos se llevó a varios compañeros bolche queridos de militancia. En esa época militaba con los comunistas, si bien me afilé a la UJC recién en el '84, permanecí pocos años en el PC. Recuerdo una pintada que hicimos cerca de AFCASMU por Hugo y Lucía.
Como Mario E y yo éramos por lejos los más “chicatos” quedamos encomendados de la pintada en sí, mientras que los que veían hacían de “campanas” o sea las parejas alertas, una en cada esquina por si venía en cana. A “babuchas” de Mario, por suerte para él estaba más flaca que ahora, pintando con spray la B de LIBERAR me pareció oír una sirena, así que le pregunté a Mario si estaba todo bien y si veía a los campanas. Ambos dudamos porque en realidad veíamos muy poco pero resolvimos seguir, teníamos que terminarla.
Cuando buscamos al resto de compañeros ya no quedaba nadie.
En el intervalo habían pasado una “chanchita”, un patrullero, y no me acuerdo cuanto vehículo peligroso más por las cercanías y nosotros que ni nos enteramos.
Cuando llegué tarde a casa de mis padres, de vuelta limpieza total. Aún hoy día es para mí un enigma cómo logré no perder ningún examen en Facultad...
Recuerdo el 9 de noviembre. Siempre me gustaron mucho los caballos, y me asustaron las estampidas humanas así que ante la opción corrí entre los caballo, de frente a ellos, crucé Minas y me senté en un banco de la plaza. Estaba rodeada de granaderos por todas partes que corrían y vociferaban... No sé bien qué pensé, quizás aquello que el lugar más expuesto, la boca del lobo sería el más seguro... Sin tener idea cómo salir de aquella, prendí un pucho de los nervios. Se me acerca un milico bajo y fornido con un bigotazo negro que me grita: “Que mierda hace ahí pendeja, los vamos a reventar”
Le respondo como una lady: “Estoy volviendo el trabajo y me encuentro con esto, están apaleando con esto, están apaleando gente. Yo no quiero que me peguen, así que si me hace el favor, permítame quedarme acá sentada hasta que terminen”
Es lo que tiene el maquillaje, no se te nota la palidez. Me miró de arriba abajo perplejo y se fue a buscar a su oficial, un flaco alto prolijo a quien le repetí la misma historia. Agregué que me sentía muy asustada y si él seria tan amable de ayudarme a volver a mi casa. Me terminar acompañando 3 milicos hasta Mercedes y Minas. Si me lo cuentan. No me creo pero fue así, Emi. Años de teatro arriba y por supuesto mucha suerte...
Cuando llegué a la casa de mis padres a pocas cuadras, era un hospital de campaña, cortados, machucados y heridos por doquier, claro habían arrancado para allí también los compañeros de la FES de mi hermana. Una vez más me habían dado de baja, para variar.
Luego vino el 27 de noviembre con sol radiante, una multitud, marea fluyendo incontenible, las querida banderas...
Habían vuelto los colores... pero aún no brillan como quisiéramos, ¿verdad?
En eso estamos.
Otro día si te interesa te sigo contando...

Luz Marina


Al rescate del 22 de agosto

Por lo general, algo recordable colectivamente no sucede de repente, aunque las cosas pasan en algún instante y es por eso que las fechas son referencias para la memoria.
Ingresé como estudiante (a la Facultad de Ingeniería) en 1984 y desde ese año la Universidad de la República ha estado presente en mi vida (y yo en la de ella) de diversas formas. Alguna inesperada y nada académica (pero muy importante para mí) como mi condición de funcionario administrativo desde hace ya trece años (también en la Facultad de Ingeniería).
Somos varios miles los uruguayos que tenemos nuestra vida ligada a la Universidad de la República y la mayoría de ellos ya éramos universitarios el 22 de Agosto de 1984.
Muchos estudiantes de esos tiempos y docentes reintegrados luego de ese día son quienes, en buena medida, dirigen hoy la Universidad.
La noticia de la recuperación de la autonomía universitaria me agarró en el hall de PB. de nuestra Facultad (frente al Salón de Actos) y allí me quedé un buen rato junto a una cantidad cada vez mayor de estudiantes de aquella época.
Esa imagen tengo de ese día, eso creo recordar y eso quiero recordar (la memoria no es más que eso: una construcción). Porque justamente, lo importante no son los detalles: si el decreto salió el 22 de la tarde o de noche, donde estuve parado o a que bar fui después.
Lo cierto que luego de eso muchos recordamos al 22 de Agosto como el día que cesó la intervención en la Universidad y se inició el proceso de restablecimiento de la autonomía y el cogobierno.
No fue poca cosa.
Ni comenzó el día anterior. Ni lo provocaron solamente los universitarios.
Puede ser que luego de aquel 22/8/84 hayamos vivido muchas amarguras, decepciones y discordias, pero creo que el 21/8/84 y lo es fundamentalmente por ser autónoma y cogobernada.
Me sorprende que los universitarios a veces tengamos presentes otras fechas, tristes para la Universidad, mientras el 22 de agosto pasa, año tras año, sumergido en el mayor de los olvidos con total indiferencia.
No me parece justo con la historia ni con nosotros mismos, que la hicimos.
Más teniendo en cuenta que esa fue una de las pocas “maduras” que vivimos los uruguayos entre tantas “verdes” en los últimos cuarenta años.
Por eso quiero contagiar esa ingenua alegría que disfruto por unos segundos cada vez que alguien me pone al tanto de que es 22 de Agosto (ya que por supuesto, no vivo pendiente del almanaque).
Como cada cumpleaños me hace pensar que, a pesar de las tristezas, estuvo bueno haber nacido y seguir vivo (la vida todavía me gusta).
Sin pompa ni solemnidad sino como una pequeña alegría doméstica de esas que nos ayudan a vivir, como paladear un buen vino o ver una puesta de sol.
Porque lo mejor de todo es que recordar el 22 de Agosto no me ancla en el pasado, sino que me alegra la jornada y me coloca hacia el futuro.
Por todo eso me gustaría que así lo viviera nuestra Universidad.

Martiniano Olivera



Después de todo

Para lograr una verdadera
Descripción de mi experiencia
Voy a ubicar mi conciencia
Sin definir lado mi color
Mi ética le da solo valor
A esta delirante en mi memoria
Con un sentido dolor

Quizás deba consentir
Una metáfora vibrante
El comportamiento cimbrante
De una parte social que protesta
El actuar de la policía que detesta el desorden y el caos social
Desde allí comienza tal
Guerra sucia que aún apesta

Cada cual con sus ideales
Cada uno con sus razones

Algunos gritan sus pasiones
Y otros toman las armas
Después se pierde la calma
Y el hombre enfrenta al hombre
Sin pensar en el asombre
Cuando en muerte vuelan las almas

Pero antes de proseguir
Mi más sincero respeto
A quienes en ese reto
Y en sus diferentes bandos
Entre jerarcas y mandos
Combatieron por sus ideales
Fueron feos momentos que en tales
Conscientes están sonando
Pero el cuento ya empezó
Hace unos cuatro octetos
Donde el caos ya no respeta
Al prójimo en su existir
Solo sirve el combatir
Cada cual con su bandera
Utilizando la zoncera
De la violencia p'un sentir
Ese tiempo que ha pasado
Me recuerda a un gusano
Que de a poco y en desgano
Ha formado ese capullo
Donde en él es que me incluyo
P'valorar la crisálida
Y olvidarme de las pálidas
De una historia sin orgullo

Clemencia p'los vencidos
No se admite en este tema
Pues sin ganadores es el lema
De tan trágico período
Solo se que hubo un modo
De que exista este país
Donde fuimos aprendiz
De la dictadura en su todo

Es que la gran sociedad
De a poquito lo que abriendo
A ese capullo que fue pariendo
A la mariposa en libertad
Pues logró con humildad
Gritando un sentimiento
Con cacerolas al viento
Despertad su dignidad

No todos pertenecían
A los bandos encontrados
Algunos pensaban centrados
Pidiendo una democracia
Que se había perdido sin gracia
Y con causas insostenibles
Pero admitir fue posible
De que había sido una desgracia

Un pueblo en todos sus órdenes
Sufrió ese enfrentamiento
Creo que nadie está contento
De haber perdido la libertad
Cada cual con su verdad
Entenderá lo que digo
A cada uno doy abrigo
Bajo el alma de la igualdad

Solo se que en ese cuento
La mariposa está volando
Algunos se siguen peleando
P'aquellos es la esperanza
De la participación sin asaltos

Yo pretendo que esto sirva
P'pensar y reflexionar
A mi solo me ha de importar
De que les quede clarito
La letras hoy son en la paz un grito
P'al estudiante, obrero o policía
Militar o proscrito en lejanía
P'que no exista un repito

Se muy bien que mi país
Tiene cosas muy bonitas
A ellas es que ahora doy cita

Tratando de olvidar ninguna
Mi bandera hoy hace cuna
P'que exista una democrática institución
Elegida por elección
De los orientales en urna

Democracia es solemnidad
Que es como el poncho de Artigas
Aquella que solo abriga
A los hombres que decentes
Tienen ideales congruentes
En pos de una igualdad en justicia
La cual es siempre propicia
P'las causas de los valientes

La unión de las mayorías
Lograron un país nuevo
En él es que hoy creo
Y aquí yo me quedaré
Mi vida es que daré
Por el suelo que hoy es mio
Es que en mi escudo confío
Por sus símbolos viviré.

Solo se que en mi vejez
Me acordaré de este cuento
Donde hubo un intento
De comenzar nuevamente
Pues la paz nación en el vientre
De una madre que en espera
Vio legar la primavera
Formando nuevas simientes

Viva la patria se siente
Quizás sin que nadie lo grite
Es que en cada abrazo se emite
El calor del ser humano
Eso nos hace darnos la mano
P'lograr la fraternidad
Sin perder la dignidad
Y sentir que somos hermanos

La sociedad hoy convive
Con diferentes matices
Entre colores y grises
Se cae y se levanta
Pero el miedo no lo espanta
Y canta el himno nacional
Se emociona con tal
Y entonarlo a coro le encanta

Cada situación que tenemos
Nos hace vibrar firmemente
No nos doblega el presente
Y no impone un futuro
El unirnos hace el duro
Esfuerzo p'demostrar
Que se puede valorar
Lo que a mi bandera le juro

El cuento finalizó
Con patriotismo se define
Solo un sentir se convive
P'que lo tengas presente
Que te acuerdas de repente
De que Artigas no fue vasallo
Que se sentía bien uruguayo
Tan ilustrado como valiente

Milton Segui
(Ex alumno del liceo №1 de Paysandú)


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