El caballo sin cabeza

El caballo sin cabeza

26 de septiembre de 2009 a la(s) 21:12
La noche estaba oscura como boca de lobo. Arriba, muy alto en el cielo las estrellas temblaban como bichos de luz ateridos de frío. El turco Isaac regresaba como de costumbre de su recorrida por las chacras a las que llegaba para ofrecer la parafernalia de productos que llevaba en su poderoso carretón de ruedas huesudas y tercas que tiraban dos caballos
Viejos y mansos a los que suplementaba y aliviaba cada tanto con otro caballo percherón que llevaba de tiro detrás de su mercado ambulante.
Telas perfumadas, sábanas blancas como la nieve, azafrán en latitas turcas, higos de Asia Menor, tabaco brasilero y caña fuerte, brochas para afeitar hechas con cerdas de cola de potrillo, espejos y zarandas, palas y taladros de mano, condimentos de todo tipo, talco, hilos de colores en unos carretes de madera que venían de Inglaterra, sombreros de ala ancha, boinas, gilletes, navajas y frascos de colonia Lovaina.
De todo y más aún. Aquella había sido una jornada larga pero provechosa. En lo del gordo Félix había vendido mucha cosa por lo del casamiento de la hija, una muchacha de ojos grandes como almendras y piel bronceada de trabajar en la quinta y comer manzanas y miel pura. En lo del Chiquito Peraza vendió una barrica de caña y tabaco para la peonada. En lo de los hermanos Duarte dejó latas de kerosén, semillas y aguafuerte. Además levantó una cantidad de pedidos que traería para entregar en su próxima gira por aquellas chacras del norte de Canelones. No había luna ni nubes. El carretón marchaba lento y bamboleante cuando llegó a la picada del arroyo Feliciano por donde normalmente cruzaba de regreso a Tala donde dormía en una posada que quedaba a la entrada del pueblo. Mientras atravesaba el arroyo sintió la pesadez de la carreta y el esfuerzo de sus caballos como si los ruedas se hubieran trabado con ramas de sauce o piedras sueltas que rodaban desde las nacientes como caracoles mudos y lisos. Sin embargo logró cruzar y seguir su rumbo, pero de pronto sintió la necesidad de mirar hacia atrás. Fue entonces que se dio cuenta que su caballo , el buen tordillo que tantos años lo había acompañado, ya no estaba atado a la rienda. De inmediato detuvo los caballos de un tirón y se bajó con un candil que llevaba siempre colgando encima justo del pescante. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio colgando de la rienda la cabeza inerte de su caballo ya sin cuerpo. En un segundo comprendió que lo que había pasado al cruzar el arroyo era que el tordillo se había enganchado con algo y el tirón de los caballos había desprendido la cabeza del cuerpo. Tanteó la quijada del pobre animal y la notó tibia.
Entonces recordó lo que le había contado un gitano por allá por el pueblo del Carmen una noche en un boliche y decidió regresar lo más rápidamente posible al arroyo Feliciano. Primero depositó la cabeza del caballo en la parte de atrás de la carreta y luego azuzó a los dos tostados que tiraban del carretón de modo que avanzaron como alma que lleva el diablo. Cuando llegaron al arroyo, don Isaac se detuvo y bajó entre las ramas de unos sauces vio el cuerpo aún tibio de su tordillo. Presuroso, corrió a la carreta y con gran esfuerzo alzó la cabeza ensangrentada del animal y la llevó hasta donde estaba el cuerpo inerme. Allí en la oscuridad de la noche unió las dos partes y con la ayuda de unas sábanas que llevaba y unas libras de tocino que había recibido en canje, armó un vendaje en torno a la herida no sin antes haber suturado con gruesas puntadas el cuero del animal.
Pernoctó allí esa noche a la luz de un fueguito que encendió para soportar el frío de aquellos bajos húmedos y desolados, rodeados de unos maizales oscuros donde siempre se escuchaban chistidos de corujas de ojos misteriosos y chispeantes.
A la mañana siguiente su felicidad fue enorme al comprobar que su querido tordillo estaba vivo. El gitano aquel no le había mentido cuando le dijo entre copas y relatos fantásticos que una vez había visto a un viejo zíngaro salvar a su caballo favorito de esa manera.
El asunto clave era que el bicho estuviera tibio todavía.
Era cuando se enfriaba que ya no había chance de nada. Don Isaac retornó al otro día al Tala con su cargamento y sus tres caballos . Los gurises miraban con asombro a aquel animal cuya cabeza miraba hacia arriba en lugar de hacia abajo como todos los caballos .“Y bueno , decía Don Isaac , comentando el asunto, ahora tomará agua cuando llueva, pero lo cierto es que mi tordillo quedó como nuevo, qué más puedo pedir?”

César Barretto Luchini
Oct. 2006
Dedicado a mis nietos Julieta, Milena, Lautaro y Julieta
Basado en un relato que nos hacía mi viejo cuando éramos niños.