La Biaba y otros cuentos.
César Barretto Luchini.
Aclaración
Los hechos y personajes que
aparecen en los siguientes relatos son ficticios. Cualquier semejanza con la
realidad es simple coincidencia.
LA BIABA
Yo no le quiero hacer esto. Pero
no tengo más remedio; se derrumba se cae inmediatamente si intento levantarla
no se sostiene por si misma ni un segundo y la llevo de arrastro hasta el baño;
pesa mucho más que eso 56 Kg oficiales de los que da cuenta la balanza cuando
vamos a la farmacia de la tía; pesa seguramente más por las culpas que el vino
le hizo aflorar en la fiestita de entrega de carnets, no tomes le digo yo, vos
misma decís que las bebidas fuertes te hacen mal, pero ella se baja dos faroles
de tinto marca borrada servido en uno de esos vasos de vidrio ordinario, allí
en una de las pequeñas habitaciones del local del Partido. Hay que ver como la
felicitan los compañeros de la juventud cuando le entregan el carnet, el
primero de su vida, a ella que irrumpió entre todos nosotros cuatro meces atrás
con su pelo a lo punk, y su ropa gastada pero llamativa. Y así, de pollo,
mojado pasó a ser querida por todos los gurises, era la líder del gremio en el
liceo, aunque sólo yo sé que se había fugado a medianoche de un colegio donde
estaba pupila de los adventistas que la obligaban a hacer salsa de tomates
donde ella simulaba rezar, pero no era lo único porque había estado trabajando
para un club del Partido Colorado en la ciudad vieja en Montevideo, pero eso
era antes y ahora vive acá y desde hace tres meses estamos juntos porque nos
gusta pasarla bien y porque ella no tenía donde vivir desde hacía bastante, y
ahora es una verdadera fiesta, está suelta la música paseándose entre las piernas
de los muchachos que bailan con el cartoncito rojo en el bolsillo y le reitero,
esta vez al oído, para que no anden diciendo que hace lo que yo le mando, que
no se tome el segundo vaso de tintillo, por la sencilla razón de que ella no
toma nunca y está medicada con ese Piportil 425 que la mantiene a raya y pesa
tanto mientras la arrastro... suerte que se aguantó en pie hasta llegar a casa,
aunque por el camino se tuvo que apoyar en mí primero antes de llegar a la parrillada
que está en la esquina de Avenida del Sur y Aconcagua donde la quise distraer
hablándole del aroma a chorizos y morcillas que salía de allí pero ella no le
interesaba para nada ese tema, justo ahí empezaba a llover, no me olvido más,
el olor mezclado de carne asada y humo de coronilla y ella que arranca a llorar
que se inclina sobre mí, que descarga un quejido abierto que se interrumpe de
pronto como si el aire hubiese salido todo de golpe desde sus pulmones, y me
dice, así apoyada, agarrándose de mí, que sigo caminando porque justo vamos ahí
frente a los ventanales de la parrillada donde la gente masticaba cortaba
trocitos de pan trinchaba la carne las pamplonas los chinchulines y sonreían,
no íbamos a pararnos en ese preciso lugar porque es seguro que va a llorar un
buen rato, pero no sólo eso, no, también habla, dice que ella es una basura,
que siempre lo ha sido, que es sólo una puta, que se acostaba con cualquier
tipo por un plato de comida, o por una cama para pasar la noche, cuando se
había ido de la casa de su padre a vivir por ahí en la ciudad vieja, pero yo
sigo caminando, caminando para llegar a casa para que se acueste y descanse, un
día se había encamado con un negro, y una vez con un retardado sólo para darle
celos a Calabrese que la había dejado por una pendeja de la misma banda de
infantos en la que se enganchó, aunque no quedó ahí la cosa y después ella casi
la limpia con una sevillana que habían robado cuando lo del Kiosco, y sin
embargo ya llora menos casi a una cuadra de casa y yo ya no pienso nada, por
suerte ya no pienso ni en lo que está diciendo porque en realidad teníamos que
llegar y abrir la puerta y mañana será otro día, aunque antes ella... ya
empieza a caer borracha y venga a ver, como nunca la había visto en estos meces
que andamos juntos y allí en la entrada de casa nomás cae redonda como una aguaviva de estas gordas
que los chiquilines sacan de entre las olas en febrero para formar una hilera
de resaca blanda donde todavía se contraen esos festones lilas celenterados
pero eso no te pica; qué sé yo lo que le pasa, respirar respira, ahora habla
menos y yo que no encuentro la llave para encender la luz cuando se hace como
un vacío de quejidos, de ruidos, ni mi respiración se escucha y de pronto ella
vomita así de costado como una vaca malherida malparida tirada en el piso y
pesa demasiado para llevarla en brazos por eso la arrastro aunque parezca que ella
se resiste pero sólo es que vomita y se encorva y la propia cara contra el piso
frena y se engancha la camisa en una de las agarraderas de la cama marinera y
no me voy a poner a desengancharla justo cuando vuelve a lanzar esa turbulencia
de moco lila chorro de granadina maloliente de vino berreta por eso tironeo
igual, total una camisa se puede coser después, además para lavarla le tengo
que sacar la ropa antes de entrar al baño pero aún no reacciona y yo la llamo
por su nombre y le toco la cara fría, me detengo un momento para descubrir la
cara de varón que le aparece cuando está inconsciente pero sólo un segundo porque no hay
tiempo que perder sacándole el jogging gris todo manchado, los championes con
olor a transpiración de más de un día la bombacha con una frutilla bordada
sobre la zona del pubis pero con olor a calamares, e intento una vez más
sostenerla para llevar cuando ella parece que va a incorporarse y le acaricio
la mejilla helada le paso la mano por su pelo pegoteado que le tapa los ojos, y
como no puede definitivamente sostenerse, abro el grifo de la ducha y el agua
empieza a salir con fuerza por cada uno de los agujeros del duchero y no quiero
hacer esto pero no tengo más remedio que empujarla como una ballena varada en
la orilla hasta ponerla debajo del chorro helado donde debe quedarse hasta que
esté limpia, libre de toda esa roña del vinagre-vino que la cubre, desde el
pelo a los pies, a pesar de que ella ya no quiera quedarse allí y resople con
esa desesperación de los cerdos cuando los degüellan, exactamente bajo la ducha
hacia donde sigo empujándola para que termine de lavarse por efecto del agua
fría que sigue cayendo sobre ella que intentando escapar moviendo los brazos en
remolino ha mojado todo el baño y me ha salpicado a mí lo suficiente como para
empezar a sentirme empapado, sobre todo los pies porque los tengo sobre ella
para que no se safe, claro que de pronto eso no es suficiente a menos que la
patee porque quiere morderme una pierna y yo no quiero claro está que esté ahí
con las tetas como una perra en cuatro patas con el pelo negro chorreando agua
y en un solo temblor hasta que le pongo una toalla por encima y la empiezo a
secar mientras me observa con una mirada que no dice nada, pero yo en realidad
le seco el pelo, los brazos, la panza, las piernas y le doy la vuelta como si
fuera una nena y le seco los pies antes
de cubrirla con una sábana y un a frazada entretanto yo me voy a la cocina a
tomar una cerveza, a dejar los carnets que habían sobrado dentro de un cajón y
a anotar sobre una hoja de un cuaderno viejo “Mariana: no te olvides de secar
el piso del baño”. Luego salgo y cierro la desvencijada puerta verde y empiezo
a caminar por ahí mientras la luna se va y ladran los perros.
CALABRESE
“birds of a feather flock together”.
english proverb
Yo pensé que Daniel lo mataba ahí
nomás, y aunque primero le apuntó la cabeza, luego rápidamente desvió el
revólver y le pegó a propósito en una pierna. Retorciéndose de dolor, cayó el
viejo a la vereda mojada – había estado lloviendo toda la noche – y empezamos a
correr como habíamos planeado. Calabrese – sólo yo le decía Daniel – me llevó
con casi de arrastro, porque a las ocho cuadras yo ya casi no podía respirar –
fumaba mucho – y nos metimos en un baldío donde antes había un edificio que fue
demolido. Calabrese casó del bolsillo la billetera que le había afanado al
viejo y contó la plata. Ciento veinte mil, me dijo mientras que yo no me
aguanté más y le pregunté por qué le había tirado al viejo y él hizo silencio como si lo que fuera a decir fuera
muy importante. “Le tiré porque tenía ga-nas" dijo,mientras me tomaba del
brazo como se agarra a una cosa que se sabe propia y sorteando los cascotes,
papeles y trapos quemados de las fogatas que hacían los bichicomes que paraban
por ahí, salimos de nuevo a la calle y nos escabullimos hasta la pieza de la
madre de él que se había ido a trabajar a Buenos Aires. Esa noche me compró lo
que yo quise y me hizo lo que él quiso. Sólo recuerdo que me tiraba vino por
arriba y me lamía como un perro, sólo que los perros no se rien mientras la
cama de hierro se quejaba apoyada sobre la pared más húmeda de la pieza. Yo no
sentía nada pero hacía como que sí. A él le encantaban mis quejidos y que le
pidiera más, pero no sabía que los quejidos eran simulados y le pedía más para
ver si yo también, alguna vez, podía acabar. Así que tanto me daba que me diera
por atrás o por delante. Yo me entretenía mucho más chupándosela hasta el final
porque sabía que eran muy pocas las que lo hacían tan bien como yo.
De mañana, cuando me desperté, él
ya no estaba. Las sábanas estaban todas llenas de manchas color vino y sobre la
mesa de luz habían veinte mil pesos. Fui hasta el baño y me vi horriblemente
despeinada, con orejas y los dientes manchados de tinto. No es que el vino
fuera malo, sino que yo tenía sucios los dientes y ahí se pegaba la borra o eso
que te mancha. Pero como no había cepillo de dientes, me olvide del problema y
sólo me lavé la cara sin ganas. En realidad, no tenía ganas de levantarme y
volví a la cama que olía mal, a humedad, a sudor. Ahí fue que me acordé que ese
día teníamos que ir a la Colonia Brena a llevarle algo al Manteca que había
caído después de lo del quiosco el muy hijo de puta me quiso quemar porque me odiaba, no podía
ver que su medio hermano anduviera conmigo y me hubiera transformado en la
reina de la banda, con mini de cuero negro de todo. Calabrese siempre lo cuidó
al Manteca, porque de chico siempre fue medio mongólico y todos se aprovechaban
de él hasta que un día unos gurises del conventillo se lo llevaron a un altillo
para clavárselo al muy desgraciado, y Calabrese, que sospechaba, los encontró
medio en pelotas, y al Manteca llorando y con los mocos que se le caían. A uno
de ellos le quebró todos los dientes de arriba, casi en la encía se los dejo,
cuando lo empujó por la vieja escalera caracol, de esas de hierro. Al otro le
dio una paliza que por poco lo limpia. Diga que llegaron unos vecinos y...
Ahí ya estaba empezando a ser
famoso por lo malo. Y no era mejor que los demás, no, no era eso. Era algo que
tenía en la mirada, algo distinto que hacía que lo veían le tuvieran miedo.
Dicen que una vez mató a un tipo
atrás del Cerro. Pero eso nunca se supo. Y nadie se lo preguntaba. Va a cumplir
dieciséis el mes que viene. Hace cuatro años que se murió mi i madre y uno que yo
dejé el Saint
Shameshire’s. Me gustaba ir a jugar al polo. Me acuerdo el lío que le hice a mi
viejo porque no me compraba el palo que costaba no sé cuánto, pero fue tanto lo
que lo jodí que al final lo tuvo que comprar.Qué ganas de fumar que
me vinieron ahora. Creo que me voy a levantar, sí. Ya sé, compro cigarros y me
voy a lo de la Chola, les voy a llevar bizcochos y coca-cola, total, tengo
guita y a los gurises les encanta eso. La Chola no puede comprarles nunca una
coca-cola, salvo cuando el Negro cobra el aguinaldo.
EL BASTIÓN
Llegar al Bastión a la hora en
que la luz del sol irremediablemente se repliega desde cada una de las
superficies de las cosas no me lleva más que 10 minutos desde que salgo de mi casa.
Jonás utiliza aquella edificación
en medio de un desolado patio colonial de cuyas construcciones parte y a la que alguien, quien sabe cuando o porqué, le puso “el Bastion” como
taller donde pinta figuras taxativamente fantasmales que recorren calles
desangradas, vacía de toda vida o sustancia y encerradas entre casa bajas al
borde de la decoloración empleando para ello matices lacónicos siempre a punto
de caer de su materia por algún camino desconocido, hacia la sombra. Tal vez
esa atmósfera de desolación patética que me recuerda a De Chirico sea clave del
éxito que obtuvo con una de sus últimas obras que fue premiada el verano
anterior.
Gracias a eso Jonás se irá de
viaje a Europa a usufructuar una beca.
Yo lo conozco desde la época en
que éramos estudiantes. Me acuerdo que nos íbamos con Gaitán, un viejo pintor,
bohemio perdido, a tomarnos unas grappas o unos medio y medio al “Tigre” que
era un boliche que atendía el gallego más borracho que yo haya conocido en mi
vida. Sin embargo no somos amigos; tal vez únicamente compartimos ese borroso
empecinamiento en quedarnos en nuestra ciudad cuando ya toda la gente de
nuestra generación se ha ido básicamente para no volver nunca.
Yo estoy preparando un pequeño
documental en video sobre Gaitán, quien murió hace
poco, y por eso vengo a
conversar con Jonás. Cuando llego hasta el Bastión luego de atravesar el patio
oscuro lleno de esqueletos de caballo y esculturas de los más variados estilos,
siento música dentro de esa casita rosada con diminutas ventanas verdes
rodeadas de enredaderas que es el Bastión; veo las luces encendidas, color
oliva; él responde “sí, quién es?
-“Andrés”, le contesto de
inmediato.
-“Ah! Andrés, pasa che, está
abierto”:Él está como siempre,
con esa apariencia de adolescente preocupado al que lo distraen de algo
importante, en este caso el cuadro que ahora pinta.
Jonás tiene 32 años y ya las
canas empiezan a poblar su cabellera a la altura de las sienes.
Yo le hablo durante varios
minutos de mi proyecto y a él que escucha con atención, le parece una buena
idea. Intercambiamos opiniones en torno a como sería posible conectar la obra
del viejo maestro con las imágenes de su ciudad, con rasgos clave de los
lugares que él frecuentaba, de sus cosas, de su casona en el bosque.
Le comento que estoy haciendo
algunas tomas, por ejemplo de la tumba de Gaitán en el cementerio En ese
momento siento que algo pasa, y sospecho que el padre de Jonás se ha muerto. Yo
lo conocía; era un hombre joven todavía, tal vez 61 o 62 años. Y mientras
continuamos la conversación aquella certidumbre empieza a hacerse más fuerte.Él me habla de una
gestión que está realizando para hacer una muestra en Montevideo antes de irse
a Europa, me comenta algo sobre una nota que le hizo una aprendiz de periodista
que lo ha enojado mucho porque ella le dio sólo un minuto para hablar de todo
lo que está haciendo y que por eso ha rechazado la nota y me habla de su señora
que ha estado internada y...
Pero por debajo se desliza otro
diálogo en el que hablan sus cuadros - hay muchos en el Bastión - su túnica negra
llena de manchas azules, los rollos de papel desordenados sobre el piso de
ladrillo, su mirada apagada, la pintura grande que está sobre el caballete.
En ese momento la está
terminando. Es un cuadro de dimensiones considerables, otra de sus calles
desangradas con un par de mujeres caminando junto a las casas color rosa viejo
y gris, deslizándose tan cerca de las paredes que parecen confundirse con su
propia sombra, desoladamente fijas y tan prescindibles como los detalles y
molduras cenicientas en las viejas casonas.Él me pregunta la hora,
y yo, que no uso reloj, le digo que seguramente no son las 8 todavía. Hablamos
algo más sobre Gaitán; surgen sugerencias a tener en cuenta acerca de como
encarar el desarrollo del documental.
Pero pienso en la muerte del
padre de Jonás, en que no puedo decir nada, que no puedo abrazarlo y decirle
que lo siento mucho y que él, que sólo ha estado pensando en realidad en su
padre muerto mientras conversamos, no me dirá nada tampoco.
Siento en esos momentos que lo
mejor es meterse en ese cuadro enorme sobre el caballete y caminar por esas
calles aniquiladas por la ausencia,
recorrer sin prisa las veredas agotadas y polvorientas, cruzarse, sin oir el
ruido de sus pasos, con esas mujeres de vapor azul, llegar al punto de fuga
cuando se desdibujan los pretiles, las ventanas y todo rastro último de las
edificaciones llevadas a su mínima, expresión al fondo de la calle recta y
salir del Bastión agobiado por el remordimiento, para volver a la ciudad
desecada de toda luz, mientras Jonás retoma ya sólo en su taller el pincel e
intenta darle forma a un niño que llora sin lágrimas en una esquina, junto a un
perro inmemorialmente flaco, ambos tan vaporosos y azules, tan silenciosos y
provisionales como yo, que salgo, que huyo cobardemente de su cuadro cuando ya
afuera suenan las campanas de Iglesia.
CHAU, VIEJO
El flaco Ricamonti no había sido nunca un tipo
inoportuno salvo cuando se murió. Sin decir nada y como si se tratara de algo anodino, ritual,
vacío de toda importancia, se inclinó sobre sus queridos fierros engrasados,
repitiendo un gesto que encerraba una especie de respeto silenciosos por aquellos metales fatigados de tanto traqueteo, y así como si nada se quedó
muerto, extremadamente laxo, colgando y con una mueca en el rostro de absoluta
inocencia, como para no dejar ninguna duda de que lo había hecho sin querer y
que lo que fuera a suceder de aquí en más a bordo no tenía nada que ver con él.
Y mientras el barco avanzaba mar afuera, la tripulación, en su mayoría
encuchetados a esa hora navegaba mar adentro de sus nostalgias anchas como el
Atlántico. Yo estaba al lado de él y supe luego de un momento que no había caso
con la respiración boca a boca y los masajes, que debía tomar una decisión
difícil para cualquier Capitán y en especial para mi que conocía a Magdalena, la mujer de Ricamonte, desde hacía años cuando
fui a un local en no me acuerdo donde en Pocitos con mi madre y allí estaba ella sentada al lado
de Julia, pobre Julia, que daba un informe mientras yo me aburría como loco con
un autito de colección apretado en el bolsillo. Después de eso la había visto
muchas veces, recordaba, en especial su casamiento, ya veterana, con un
mecánico naval con el que, las vueltas de la vida, yo iba a salir embarcado
tantas veces. Saber que tenía que comerme no sé cuánto tiempo la tristeza de imaginarme
la cara de magdalena cuando se lo dijera en persona - evidentemente yo iba a
ser el solitario protagonista de ese momento indeterminado y futuro - me
producía una asfixia generalizada de lo poco de buen ánimo que me quedaba luego
de que por segunda vez, ahora sin Ricamonte para arreglarla, nos quedamos sin
máquinas en el miedo del Océano cerca de nada y lejos de todo. Aquel
arqueológico ejemplar de nuestra marina mercante reclamaba con estos actos de
autosabotaje extremo que lo depositáramos en un museo, allí donde sus huesos
pudieran destilar todo su visceral cansancio, pero no era lo que pensaba el
armador, que aún obtenía una moderada pero segura ganancia de aquellos
embarques de Portugal.
No era la primera vez que ejercía
el rol como juez de paz que me confería en alta mar mi condición de Capitán.
Pero sí era la primera vez en mis 38 años – llevados con poco timón hay que
decir – en que me enfrentaba al hecho de tirar a un compañero al Océano, a esa
altura era casi la única chance. Pero mientras pensaba esto sin darme cuenta me
encontré tratando de averiguar entre los caños y las bombas de gasoil, la causa de la falta que mantenía a la deriva al
“Don Guillermo”. Así fue que sin haber hecho nunca nada en la sala de máquinas,
sentí una absurda felicidad al haber reparado el motor y entrar a
convencerme de que aún a riesgo de
quedar definitivamente sin máquinas antes de llegar a las Canarias, íbamos a tomar
dirección rumbo a aquel macizo iceberg de piedra y sal que desafiando el verdor
del Atlántico, se erguía dejado de la mano de Dios y de un barco que cada 15
días traía agua y otras delicias de Brasil a los 220 habitantes de Fernando de
Noroña. Esa noche, otra más de rolidos que despertaban toda la artrosis
chirriante del barco, comimos más en silencio que nunca como si también
hubiéramos trincado nuestras lenguas por temor a que cayeran en algún lugar
común, como hubieran caído los platos fuera de su baranda. El vasco sirvió un
té de marcela en un jarro esmaltado y todos los fuimos tomando por una
bombilla, que era la misma del mate, en el más escrupuloso silencio, sin
mirarnos casi a la cara, como si estuviéramos ajenos a todo lo que nos ocurría.
(Ellos sabían que navegar esa ruta era una aventura dentro de la aventura, pues
quedábamos fuera del rumbo normal de barcos de línea). Nos metimos en la
madrugada hechizada por una luna vaporosa y sulfúrica en busca del cementerio
más cercano, seguro de que Ricamonte que ya empezaba a tener olor a difunto -
tan parecido al olor del salame según una amiga mía - me lo iba a agradecer con
el alma o el espíritu o con un abrazo sollozante de Magdalena. Era lo más que
podía hacer por él, aunque todo dependía del viejo motor Detroit que el flaco
hasta con cariño paternal había reparado hasta el cansancio en aquellos mares. A
mediodía, y cuando temía haber elegido masl la ruta, avistamos un picacho de
roca aflorando en el océano. Era la isla. Me pregunté qué forma podríamos
llegar hasta el caserío de pescadores con el fiando Ricamonte a cuestas, pues
no teníamos ningún bote a bordo salvo uno inflable que de nada nos serviría. No
había forma de acercarse a la isla a más de 2 Kmts de la costa así que anclé
ahí nomás esperando lograr algún contacto con tierra firme sin olvidar que mi
viejo maquinista se ina a reventar hinchado si no lo enterrábamos antes de 3 o
4 horas.
El sol, fijo en el cielo,
calentaba la cubierta del barco y un vapor de aceite y herrumbre se dejó sentir
infinitamente repetido en mi nariz cuando desde la costa una pequña embarcación
empezó a moverse hacia nosotros. En la isla toso aparentaba estar seco e
inmóvil, como si se tratara de un saladero apiñado de planos grises y marrones de las casuchas deshidratándose
como lonjas de cazón. Aquello parecía todo menos fantástico o incitante, me
hacía recordar las laderas de las estribaciones de los Andes cerca de
Antofagasta, tan árido como una escenografía de cartón piedra. Desde luego que
el bote se surgió aproximando a nosotros lenta y sinuosamente trepando como en
un sueño las olas ecuatoriales y dejándose caer luego de cortar las crestas que
se esfuman en filigrana de espuma sobre la barriga esmeralda del océano. El
barbudo, de color coca, gritó desde abajo y Jiménez que era el que hablaba
mejor portugués explicó lo que queríamos. Estoicamente Ricamonte se había
mantenido en el improvisado cajón envuelto con bolsas de algodón de las que se
usan para la exportación de carne y gracias a conservarlo fresco con un viejo
ventilador Westinghouse, al que le faltaba un aspa y algo de hielo estaba
presentable conservando su deshidratada mueca de inocencia.
Bamboleándose, inexorablemente en
ciernes de arribar a su último destino o puerto, el improvisado cajón se depositó por fin sobre
el bote viejo donde el hombre de edad indefinida que iba a ser el conductor
involuntario de aquel circunstancial vehículo fúnebre daba la sensación de estar
ajeno al contenido de la carga que íbamos a depositar en su bote, y con las
manos apoyadas sobre la empuñadura de los remos parecía cavilar sobre la forma
de refrescarse pronto para ahuyentar aquel calor redondo y atolondrante. Nos
dijo, hablando con la lengua seca, que volvería a buscar a quienes se
encargarían de acompañar al “finado” hasta el “ camposanto”.
Lo vimos alejarse oblicuamente a
la costa, sobre las espaldas de las olas que venían a descargar se centella
verde y blanca sobre las rocas herrumbradas. De pronto cuando ya casi llegaba
a la orilla, luego de un sinuoso viaje que yo atribuía al alcohol que aquel
pescador llevaba encima, una ola enorme como la aleta caudal de una ballena
volteó de campana el barcucho dejando a Ricamonte flotando sin rumbo. Sentí que
había algo más que yo no llegaba a comprender y hubiera caído en el desánimo si
no fuera porque el botero ya en la costa y refrescado a la fuerza, se hizo a la
búsqueda de la mórbida carga ahora a la deriva.
Confieso que nunca
hubiera esperado aquel enigmático gesto de un hombre que nada tenía que ganar
arriesgando su vida en medio del oleaje que el viento había soliviantado. Nosotros
observábamos callados convencidos de que todo lo que nos pasaba no era real,
sino sólo un sueño pesado, fruto de una mala digestión de comida en conserva,
de una súbita relajación de la conciencia en el medio de los vaivenes de la
nostalgia y el hastío, y con los ojos densos y zigzaguentes tratábamos de no
perder de vista cajón que subía y bajaba en remolinos cerca de unas rompientes.
A duras penas y sorteando olas que a veces lo cubrían, el moreno ató unas
cuerdas al cajón y como un auténtico remolcador puso su fe en su poderosos
brazos que a fuerza de remar lograron zafar de la zona de peligro. Cuando logró
poner pie en la playa una multitud que había dejado vacío el caserío observaba
impávida aquella extraña ceremonia, de la misma forma en que lo hacíamos
nosotros: sin creer.
El botero, cuando ya hubo dejado
el cajón en la playa – Ricamonte, serio y sutilmente apático nunca pudo ser más
popular – volvió a su bote mientras aquel gentío con resquemor confirmaba,
rodeando expectantes y bulliciosos el cajón y al abrir el fúnebre navío, que
era nomás cajón de muerto. Más rápidamente de lo que hubiéramos creído fuimos
llevados yo, el segundo de a bordo y el cocinero hasta la costa por aquel
hombre callado y de ojos brillantes. En todo el trayecto sólo alcanzó a decir
“se salvó el finado” y al ver no obtenía respuestas de nuestras caras largas,
ahogados por dentro de dolor, siguió remando alegremente como desde un
principio. No hubo que hacer ningún
trámite luego de estar en la playa donde un grupo mucho más reducido de niños
descalzos y perros negros manchados de salitre hacían guardia y jugaban
alrededor del cajón que los cuatro llevamos hasta una callejuela. Yo no había
olvidado dar a nuestro botero como obsequio una botella de Espinillar y 10
dolares que no sé si le servirían de algo en aquel lugar tan lejos del mundo. Él,con una sonrisa
infantil, tomó con sus manazas la botella y sin decir palabra la destapó y
empinándola dio largos sorbos sedientos, se limpió la boca con el antebrazo y
dijo “Obrigado”. En silencio y seguidos de una procesión en la que todo el
pueblo con antorchas nos seguía levantando ceniza al caminar, subimos la ladera
calcinada del cerro hasta el camposanto donde nos esperaban los niños y sus
perros que se habían adelantado. Allí estaba un viejo pescador que hacía de
sepulturero quien esperaba apoyado con su manos en la pala de cavar al lado de
otras dos tumbas ubicadas más arriba que el racimo de cruces de madera rodeadas
de caparazones de caracoles grandes y pequeños y restos marchitos de lo que
podrían haber sido flores. En ese momento sentí una especie de alivio, miré nuevamente hacia atrás y vi aquella muchedumbre sosteniendo los palos
encendidos esperando que el cajón bajara al pozo. Lo único que me salió fue “chau, viejo!” mientas
las mujeres de la isla iniciaban un rezo incomprensible que me hizo llorar. Las
otras dos tumbas eran de un marinero griego y la de un uruguayo enterrados allí
desde hacía 10 años según nos informó el sepulturero. Luego hubo un silencio
flotando en el aire que pareció perderse en el horizonte donde Ricamonte y sus
compañeros verían salir y caer el sol durante siglos. Entonces mirando hacia el
suelo pedregoso donde estaban las otras dos tumbas de extranjeros el viejo
agregó “a ellos también los trajo el Caronte hasta la costa”.
HORTENSIA
Hortensia, bocabajo, a todo lo
largo de la cama extendida, hundía su cabeza en la almohada escuchando al
silencio discontinuo que subía desde la parte baja de la casa a través de la
escalera. Solamente para peinarse se había levantado unos minutos cuando ya en
la calle se escuchaban los primeros murmullos; luego de eso permaneció en su
cama hasta mediodía. A esa hora el calor del sol se hacía sentir sobre las
ventanas sobre las veredas. La puerta del patio había quedado semiabierta. Las
moscas se dejaban arrastrar por una suave brisa caldeada y entraban solitarios
o en pequeños grupos a la cocina, trepándose en las tortas de membrillo,
panqueques de manzana, escones, pastas de higo, pasteles de carne y menudas
naranjas azucaradas que esperaban en el reparo fresco de la mesa enmantelada,
el tránsito lento del reloj hasta la tardecita. Las moscas curioseaban
inquietas sobre las manos de la abuela que desde la mañana se dormía como si
supiera que nadie iba a llegar para pasearla por el patio con sus naranjos y
glicinas. Callada en el medio de la habitación aledaña a la cocina movía
despacito los párpados que se le caían. Al mismo tiempo intentaba espantar las
moscas que giraban en torno suyo en espiral, descendiendo sin orden sobre las
manos que aún pese a un prolijo enjabonado y enjuague conservan trocitos de
dulce entre los dedos y bajo las uñas. A las cuatro de la tarde habían entrado
todas las moscas que no soportaban el calor penetrante y extenso del sol sobre
el patio y las calles. Afuera el aire era un humo tibio. En la cocina estaba
todo limpio, fresco y en silencio. Esa callada atmósfera se quebrada a veces
con los chillidos algo lejanos de los hijos de Baltazar, el vecino más próximo.
Hortensia no llegaba a dormirse; abajo las moscas se extendían sin aparente
solución de continuidad. Ocupaban así el espacio sombrío de la escalera, el
pasillo del piso alto y el cuarto de la abuela, abierto desde muy temprano.
Hortensia sentía los zumbidos débiles tras la puerta, más abajo, sobre los
escalones de madera, quebrando el silencio.
Era martes, el reloj indicaba las
seis y media; la abuela se había dormido con las manos caídas sobre las
piernas, la cabeza ladeada exhalaba por un pliegue de sus labios un chorrito
suave de viento, las moscas esquivaban el espacio por donde la respiración de
la abuela pasaba, creando débiles remolinos invisibles, para luego aterrizar,
confiadas y golosas en sus manos y sus pies.
Entonces sí, Hortensia decidió
salir de su cuarto. Acomodó las sábanas que dejaban jugar su imagen quebrada
con la ilusión de una cadena de montañas con sus sombras que reventaban de
golpe en la ballena esponjosa de la almohada.
Luego de haberse levantado corrió dando saltitos breves hasta la ventana
y descorrió la cortina y los visillos. Se sintió más fresca con el poco aire
que corría a través de la ventana semiabierta y caminó luego con pasos lentos
hasta el espejo en medio de aquella penumbra; luego se desplazó despacio hasta
la puerta y la abrió lentamente. Más allá se extendía el pasillo. Cuando era
pequeña solía perderse en él si estaba muy oscuro y trataba enseguida de
encontrar el pestillo de la puerta de su cuarto. Cerró con cuidado, sin hacer
el menor ruido, como si hubiera una capa de aire mullido entre el marco y la
puerta que impidiera el efecto sonoro al cerrarla. Caminó los pocos pasos que
la separaban de la escalera, algo inquieta por los zumbidos que venían desde
abajo y alrededor. Al posar sus manos sobre la baranda de la escalera y dar los
primeros pasos en los escalones sintió bajo sus pies, bajo su calzado, crujidos
indefinidos pero sólidos, como huevos bajo las pisadas de un gigante; en la
sombra se atrevió a sospechar que los hijos de Baltazar habían entrado (la
abuela dejaba abierta la puerta de la cocina por si en tarde los vecinos
querían venir a comer pasteles y a tomar mate con ella) y tal vez comiendo
maníes asados hubiesen dejado sobre la escalera las cáscaras.
Pero ese fino quebrarse bajo sus pies le pareció húmedo y más menudo que
el ruido a catástrofe seca que producen las cáscaras.
Se movía lentamente con
elegancia, cada hueso parecía encajar perfectamente en su estructura. Las
pequeñas vibraciones de minúsculas y sombrías existencias que se deshacían bajo
sus pasos cuidadosos y oscuros subían temblorosas por sus huesos y por todo su
cuerpo hasta llegarle a los oídos. Una luz lechosa cubría el piso y los zócalos
visibles de la sala. Sintió nuevamente las quebraduras bajo sus pisadas, como
si fueran dientes de ajo los que se desmenuzaran.
Le dió asco pensar que la
escalera estuviera cubierta de dientes de ajo. Un segundo después ya no ocupó
de las inciertas porquerías machacadas y ante la luz que se levantaba como un
vapor cansado desde el viejo piso hasta los primeros escalones –dándole a las
cosas un aspecto empolvado- se sintió a sí misma, palpó su cuerpo suave en la
penumbra moviéndose despaciosamente como una gata, sintió su pelo suelto
cayendo sobre sus hombros, el perfume denso e inmediato de su piel y recordó algo estremecida que estaba desnuda y que sólo calzaba unas pantuflas.
Al dar media vuelta sobre sí
misma le produjo náuseas una pelotita viscosa que hizo resbalar a uno de sus
píes que se apoyó en la punta al girar. Pensó en niñez y en el foco que nunca
habían instalado en el pasillo obligándola a buscar a tientas la puerta de su
cuarto. Un aire tibio se deslizaba desde la oscuridad del cuarto de la abuela
trayendo un olor mixto de ropas limpias y dulces en conservas. Se imaginó que
en el vano de la escalera se encontraba con
Carlos. Se sentía palpada, al mismo tiempo que deseaba abrazar su
almohada de plumas. Un delgado escalofrío le pareció sentir de pronto la solidez
helada de la hebilla de cobre del cinturón de Carlos, apretándole el ombligo y
el bajo vientre.Cuando estuvo otra vez en su cuarto se dirigió al placard y
sacó de allí un vestido que no usaba desde hacía mucho tiempo. Era un vestido
de algodón muy suave, con flores verdes estampadas; pensó, mientras olía la
tela- fresca a pesar del encierro- que le iba a quedar muy corto. No se
depilaba las finas vellosidades de sus piernas, pero, al imaginar que se
afeitaba todo el cuerpo, la colmó una mezcla de asco y delicia y aún más cuando
pensó en lo que serían los besos de Carlos sobre todo su cuerpo sin pelo.
Efectivamente el vestido era corto, además se transparentaba bastante, detalle
que llev+o a pensar que el vestido podía haber sido un viejo visillo traslúcido
colgado muchos años sobre alguna ventana.Se miró después en el espejo ovalado
del placard, y observó también a las muñecas colgadas en la pared opuesta al
espejo que se reflejaban con su tibia vida muerta de paño, con sus ojos de
redondas cuentas opacas.
Ya había girado varias veces
sobre el piso y mirado desde diferentes ángulos su reflejo cuando vió el almanaque que colgaba de un gaucho de lata sobre la pared y miró los
números negros identificando al martes, que había empezado, por lo menos en el
reloj, hacía algo más de 19 horas. En verano, aún el sol desplaza su luz a
través de las cortinas aunque tal vez fuese sólo el crepúsculo el que iluminaba
la madera blanca de su cómoda y los frasquitos de licor que estaban sobre ella.
Luego, Hortensia oyó el merodeo
de unos zumbidos que desde el mediodía la molestaban, moviéndose abajo y pensó:
“la abuela dejó abierta la puerta”. Recordó que la habían molestado esas
pequeñas cosas quebrándose bajo sus pies, y otras vez ojeó el almanaque sobre
la penumbra de la pared. La ventana estaba abierta y entraba aire. “Martes; tal
vez Carlos salga un poco más temprano del liceo militar...” pero Carlos iba a
ser quien en definitiva decidiese la hora a la que vendría. “Carlos no me
quiere” pensó luego, “tal vez no venga”.
Cuando volvió a recordar los
zumbidos se dijo a sí misma “Hortensia: la abuela sentada allá abajo debe
parecer una vieja sacada de un asilo”. Después miró la pared amarilla, vigiló
luego el reloj, permaneció como había hecho los últimos minutos, con la cabeza
sumida en la almohada. Se sentía tibia y suave; atendía los ruidos que le llegaban
hasta los oídos. Al sentir que la molestaba el calor, se levantó y sin pensarlo
terminó de abrir la ventana para que entrara más aire Se sacó el vestido recién
puesto, gritó en el suelo sobre su pies y se tiró sobre la cama, hundió la
cabeza en la almohada, dejó escapar un hilito de aire entre sus labios y pensó:
“la abuela debe estar sembrada de moscas”.
.
RADIO Y TELEVISIÓN SEGUNDO
--“Qué pasa cuando empieza a caer
una gotita de aceite de un motor en una fábrica o taller?” – dijo el profesor
sentado en una silla vieja.
-“Lo primero que hacen es poner
una latita” – contestaron a coro los siete alumnos, arracimados bajo la
lamparita de sesenta watts.
-“Y después de que la latita está
llena?”- preguntó inercialmente el profe.
-“Se empieza a volcar y forma un
charco alrededor de la latita”- volvieron a vociferar los alumnos masticando
los mismos chicles desde hacía cuatro horas.
-“Pero cuando eso ocurre, cómo
actúan normalmente en un establecimiento donde no se toman en cuenta los
criterios de seguridad industrial?”- preguntó él mirando para cualquier lado.
-“Tiran un puñado de arena”-.
-“Y luego?”- insistió el profesor
que en esos momentos sólo estaba pensando en cuántos minutos faltaban para
terminar la clase.
-“Tiran un puñado de aserrín
fino”- dijeron a coro los alumnos de segundo año de radio y televisión.
-“Claro, después se forma un
barro, una cosa así, resbalosa”-.
Hizo una mueca expresando asco
que permaneció unos segundos en su cara y precozmente arrugada –“una cosa así,”
insisitió, y si lo pisás, chau! te hacés bolsa o se te cae una herramienta
adentro de una máquina y la máquina la escupe y va directo a la cabeza de uno
que anda por ahí distraído con una botellas de combustible y el combustible se
cae y empieza un incendio que arrasa con todo amenazando las humildes viviendas
del barrio y todo por una simple gotita de aceite! Entonces, qué es lo que
realmente se debe hacer?”- preguntó la voz del profe, que pensaba en el lío en
que se había metido por haber atropellado a una viejita la otra tarde y que le
estaba costando una demanda en ciernes. –“A ver, díganme”- exigió con desgano
desde la silla destartalada en la que había estado sin moverse. –“Cambiar la
junta o el retén”- contestaron cuatro o cinco a la vez como si fuera un rezo,
demostrando que no era la primera vez que el profe daba precisamente ese tema.
Al fondo del salón habían bancos escolares
desarmados y viejos, formando una pila. En los costados, dos largos tablones
negros hacían de mesas de taller para las prácticas.
Dos muchachos que de tanto en
tanto se aburrían en la clase de seguridad industrial caminaban encima de los
bancos y se quedaban mirando para afuera por las ventanas en dirección a la
calle. Pero el profe no les decía nada, por el contrario, seguía imperturbable
con su clase, que se estaba haciendo dem asiado larga.
-“Y qué pasa en los lugares donde
las máquinas producen aserrín o polvo?”-
preguntó el profe sin poder contener un bostezo profundo.
Ahí dudaron y se miraron entre
ellos, -“estornudan”- dijo uno, -“barren”- dijo otro, -“se joden”- murmuró un
tercero que hacía garabatos con una lapicera sobre un cuaderno.Los demás se reían de algo pero nadie se enteró de qué.-A ver muchachos ! ¿qué pasa? insistió el profesor de poco humor y a continuación él mismo dio el tono base de la respuesta en coro y dijo :- El-polvo-y-el-aserrín-se-de-po-si-tan so-bre-los-mo-to-res-y-poleas-y-pueden-producir-in-cen-dios!
-Cada doportré hay que darle una pasadita de plumero-intervino uno de los que se había quedado callado y todos se rieron,menos el profesor y los que estaban parados al fondo del salón mirando a través de la ventana ajenos por completo a todos aquellos ejemplos de lo que no debía ser hecho.
Hacía muchos años que el salón no recibía nada nuevo,la erosión producida por el pasaje de los alumnos y el abandono lo habían convertido en un lugar destinado con toda seguridad al olvido al igual que los consejos útiles del profesor que seguía hablando aunque ni él mismo se escuchara.
¿Qué me pueden decir de en un taller del orden de las herramientas en un taller?- se animó a preguntar el profe sin esperanza alguna de obtener respuesta.
-Un frigorífico- dijo enseguida uno de los alumnos de dientes enormes y pelo tieso.
-No,no hablamos de frigoríficos,hablamos de talleres, el lugar donde se trabaja con corriente eléctrica-intervino el abúlico profesor.
-Un frigorífico como en el que-trabaja mi tío-insistió el alumno.- En un frigorífico uno se resbala-dijo otro que no le dio tiempo al profe para retomar su dichoso ejemplo del taller ylas herramientas.Al fondo uno de los que estaba parado en las sillas había abierto la ventana y disfrutaba tirando flechitas de papel a los pocos peatones que pasaban a esa hora de la noche, seguramente rumbo a la parada del ómnibus.
-Mi tío trabaja en un frigorífico y un día una máquina le dio flor de patada- agregó el alumno
-¿Bueno,qué hay que hacer en un taller para tener orden? interrumpió alzando la voz el veterano docente que apoyaba sus manos en el gastado boletín que estaba sobre el escritorio sucio de tiza.
-Tener estanterías-volvieron a decir a coro todos los alumnos repentinamente de acuerdo- ¿Qué más muchachos? agregó el profe-
-Dejar las herramientas en su lugar-se desgañitaron los de siempre.
-Muy bien-sentenció él-muy bien y cuales son los riesgos en los talleres desordenados? volvió a preguntar,seguro de que iba a ser una de las últimas preguntas que haría pues faltaban tres minutos para la hora -Los incendios!-respondieron acertadamente todos,incluso los del fondo,sin pensar.
-Exacto! concluyó el profe,que sabía que iban a responder eso y no otra cosa.
-Es la hora!-gritaron de pronto los del fondo y dando saltitos se bajaron de las sillas levantando polvareda al caer sobre el sucio piso del salón.
-Es la hora ! gritaron todos.
El profe los escuchó e hizo un gesto de aprobación como diciendo " se pueden ir".
De pronto el salón estuvo vacío y se vio que luego de apagar la luz,los viejos y gastados zapatos negros del profesor desaparecieron tras la puerta que con dos vueltas de llave quedó cerrada.Sobre el piso del enorme y desolado salón se perdían en la oscuridad pelotitas de papel y puchos aplastados.
En un rincón,cerca del pizarrón,un débil resplandor rojizo se desparramaba sobre el suelo.
Los cuarzos de la estufa encendida,al lado del escritorio,seguían emitiendo rayos infrarrojos y ya se empezaba a sentir ese olor picante propio de la madera de pino chamuscada.
-Cada doportré hay que darle una pasadita de plumero-intervino uno de los que se había quedado callado y todos se rieron,menos el profesor y los que estaban parados al fondo del salón mirando a través de la ventana ajenos por completo a todos aquellos ejemplos de lo que no debía ser hecho.
Hacía muchos años que el salón no recibía nada nuevo,la erosión producida por el pasaje de los alumnos y el abandono lo habían convertido en un lugar destinado con toda seguridad al olvido al igual que los consejos útiles del profesor que seguía hablando aunque ni él mismo se escuchara.
¿Qué me pueden decir de en un taller del orden de las herramientas en un taller?- se animó a preguntar el profe sin esperanza alguna de obtener respuesta.
-Un frigorífico- dijo enseguida uno de los alumnos de dientes enormes y pelo tieso.
-No,no hablamos de frigoríficos,hablamos de talleres, el lugar donde se trabaja con corriente eléctrica-intervino el abúlico profesor.
-Un frigorífico como en el que-trabaja mi tío-insistió el alumno.- En un frigorífico uno se resbala-dijo otro que no le dio tiempo al profe para retomar su dichoso ejemplo del taller ylas herramientas.Al fondo uno de los que estaba parado en las sillas había abierto la ventana y disfrutaba tirando flechitas de papel a los pocos peatones que pasaban a esa hora de la noche, seguramente rumbo a la parada del ómnibus.
-Mi tío trabaja en un frigorífico y un día una máquina le dio flor de patada- agregó el alumno
-¿Bueno,qué hay que hacer en un taller para tener orden? interrumpió alzando la voz el veterano docente que apoyaba sus manos en el gastado boletín que estaba sobre el escritorio sucio de tiza.
-Tener estanterías-volvieron a decir a coro todos los alumnos repentinamente de acuerdo- ¿Qué más muchachos? agregó el profe-
-Dejar las herramientas en su lugar-se desgañitaron los de siempre.
-Muy bien-sentenció él-muy bien y cuales son los riesgos en los talleres desordenados? volvió a preguntar,seguro de que iba a ser una de las últimas preguntas que haría pues faltaban tres minutos para la hora -Los incendios!-respondieron acertadamente todos,incluso los del fondo,sin pensar.
-Exacto! concluyó el profe,que sabía que iban a responder eso y no otra cosa.
-Es la hora!-gritaron de pronto los del fondo y dando saltitos se bajaron de las sillas levantando polvareda al caer sobre el sucio piso del salón.
-Es la hora ! gritaron todos.
El profe los escuchó e hizo un gesto de aprobación como diciendo " se pueden ir".
De pronto el salón estuvo vacío y se vio que luego de apagar la luz,los viejos y gastados zapatos negros del profesor desaparecieron tras la puerta que con dos vueltas de llave quedó cerrada.Sobre el piso del enorme y desolado salón se perdían en la oscuridad pelotitas de papel y puchos aplastados.
En un rincón,cerca del pizarrón,un débil resplandor rojizo se desparramaba sobre el suelo.
Los cuarzos de la estufa encendida,al lado del escritorio,seguían emitiendo rayos infrarrojos y ya se empezaba a sentir ese olor picante propio de la madera de pino chamuscada.
INES
Yo había perdido aquella noche,
en absoluto, toda idea sobre dónde quedaba mi lugar de trabajo. Sé que podría
parecer el resultado de una enfermedad como la amnesia, pero yo estaba seguro
que no se trataba de eso. Tenía la lúcida certidumbre de que era otro el motivo
por el cual yo tenía ahora que buscar el taller mecánico donde trabajaba desde
hacía años. La única referencia, aquella noche en que esto sucedía, fue
recordar abrumada aún por una sorpresiva inseguridad, que el taller estaba
cerca de la Avenida Central. La extensión de esta ancha vía de tránsito –cuyas
veredas, durante el día, eran frescas como la sombra de un parral- hacía que
esta vaga indicación en mi memoria fuera un recurso poco útil, aunque el único
al fin.
Tal vez fuera la una de la madrugada
cuando apagué el último cigarrillo que me quedaba y que había fumado
mientras trataba de forzar mi memoria para poder tomar algún rumbo menos
indefenido que la inagotable y arbolada avenida. La casa estaba un poco
desordenada, como siempre, pero preferí dejarlo todo así y salir.
Esa noche Marte y Venus podían
ser vistos con claridad en el cielo y me detuve a meditar sobre el rosado y
frío punto marciano y disfrutar de la luz exhuberante de Venus, más abajo que
Marte en el cielo estrellado.
Sin embargo eso no significaba
que yo me sintiera proclive a no afrontar ni problema evadiéndome con el primer
fenómeno llamativo que se presenara, y así, mis pies decididos y envueltos por
completo por unas zapatillas deportivas, me pusieron sobre la Avenida Central
antes de la 1 y 25. Yo iba a encontrar el taller. Al principio caminé cuadras y
más cuadras sin cruzarme con nada ni nadie, algo extraño, pues normalmente
muchos taxis y autos circulaban a esa hora por la Avenida, unos buscando a
tientas entre la oscuridad de las veredas dormidas algún posible pasajero
aburrido de esperar el pasaje de un ómnibus imaginario que nunca llegaría y
otros tal vez husmeando en las bocacalles alguna mujerzuela para atravesar la
noche con menos angustia.
Por eso de sorprendió encontrar a
aquella mujer menuda e insignificante. Aquel peinado fuera de moda, con sus
pelos, rubios y tiesos, era una abstrusa acuación de ondas y rulos que parecía
sacarla de su pequeñez para darle cierto toque distinguido. Luego de haberla
observado caminar curiosamente por la vereda, me acerqué hasta ella mirándola
fijo a los ojos y le pregunté repentinamente tranquila y serena dónde quedaba
el taler donde yo trabajaba.Ella sonrió casi imperceptiblemente y caminó hasta
el medio de la calle y agachándose tomó la agarradera de una pesada tapa de
hierro y levantándola, dejó ver bajo la calle un sótano luminoso, o tal vez
fuera un túnel impresionantemente silencioso.
La mujer bajita, que se mantuvo
agachada dirigiéndose hacía el interior del sótano preguntó a pesar que yo no
alcanzaba a ver a nadie ahí abajo –“dónde queda el taller de Inés?”- y aunque
yo no sentí respuesta alguna la rubia pequeña me dijo con una cara de bondad
que yo no veía desde niña que el taller estaba
a unas 25 cuadras hacia el oeste y con la misma sonrisa con que había
escuchado mi pregunta, bajó la tapa hasta que nada de luz pudo verse y se fue caminando sobre el cordón y dando saltitos cómicos cada tanto. Yo esperé que se
diera vuelta a saludarme pero sólo la vi perderse a lo lejos sin que volviese a
ver su cara. Yo decidí no tomar en cuenta sus palabras y caminé hacia el oeste.
Además no me llamo Inés.
De pronto cuando ya había
caminado varias cuadras recordé que ese era el barrio de la novia de mi padre y
fui a dar frente a su casa, pensando que allí podrían darme una mano como lo
habían hecho tantas veces en otra época.
A pesar de que no se veía ninguna
luz encendida a través de las ventanas, toqué timbre y esperé. Desde que mi padre salía con Alma muchas
veces esa vieja puerta gris se había abierto para mí. A veces iba simplemente a
saludarlos, otras a conversar, también a pedir ayuda como el día que se me
deshicieron las botas y quedé descalza en una calle cerca de allí. Por otra
parte ahí en esa casa estaban guardadas las cosas de mi madre, que habían
sobrevivido milagrosamente a las mudanzas y los caprichos de mi padre. Sin
embargo me tranquilizaba saber que Alma se esmeraba en cuidar aquel patrimonio
de discos, fotos viejas y diplomas de mamá. Mientras recordaba sentí que desde
el balcón, encima mí, una voz esponjosa y chillona me llamaba y aunque al ver
el rostro del que provenía la voz sentí lo impidió e intenté responderle como
si fuera la misma Chichita de siempre, la madre de Alma, quién tantas veces me
había preparado la leche y convidado con aquellas deliciosas galletitas de miel.
Era una cara redonda y desbordada, sin pelo ni cejas, como a punto de estallar.
Chichita hacía ademanes que
acompañaba de palabras sopladas que yo no alcanzaba a comprender, su cutis lila
me producía una repugnancia infinita, sentía ganas de llorar y vomitar al mismo
tiempo, pero de pronto con un último gesto que parecía significar “vení, subí”
desapareció. Antes de que pudiera aparecer en la puerta me esfumé como una
exhalación, abandoné las calles oscuras del barrio y volví a la gran Avenida.
Ahora circulaban más vehículos y el murmullo de los motores me hizo sentir más
tranquila. Creí que era para no perder más tiempo y llegar al taller.
Pequeñas espinas de hielo se
metían en mi piel: era el frío de la madrugada. Cuando ya empezaba a cansarme
de tanto caminar alcancé a ver que había un movimiento inusual frente al
Ministerio. Apuré el paso y empecé a acercarme cada vez más. Los ruidos de los
motores y de las bombas en funcionamiento eran la contrapartida del silencio
extenso de la ciudad a aquella hora. Los bomberos, apostados como maniquíes
amarillos sobre puntos estratégicos de la calle adoquinada y de la vieja vereda
de granito rojo, sostenían las mangueras flácidas e impotentes, seguramente a
la espera de alguna orden para empezar a trabajar. Sólo habían bomberos y
camiones amarillos, como los trajes de los funcionarios, estacionados en forma
desordenada, algunos subidos a la vereda y con las puertas abiertas, como
ocurre en toda situación de emergencia.
Nadie prestó atención a mi
circunstancial presencia allí, tal vez porque el centro de atención era las
altas ventanas del Ministerio donde por otra parte no se veía nada y nadie,
como si lo que hubiera tenido que pasar no hubiera sucedido aún. Me fui pensando
en lo tirste que se sentirían los bomberos con sus mangueras lánguidas y sin
esperanzas y que no pasaría mucho tiempo, cuando yo ya no estuviera allí, en
que callados y sin mirarse a la cara, volverían a enrollas sus mangueras, subir
a sus camiones, mirar al Ministerio con fastidio y marcharse con las sirenas
apagadas y las luces frías girando como luciérnagas gemelas sobre las cabinas.
Lo que ahora me preocupaba era una sensación de pesadez como si algo me
impidiese instrumentar una rápida decisión, lo que en ese momento me resultaba
imprescindible. Me puse a pensar a qué se debería esto, en uno de esos
espontáneos ejercicios de introspección a que yo estaba acostumbrada, mientras
caminaba bajo los enormes plátanos que se alzaban a lo largo de la Avenida. Lo
cierto es que no dí con el motivo pero sí con el Teatro Silós, pálido y clásico
con sus añejos mármoles veteados frente al cual un camión recolector de basura
estaba detenido. Al lado los obreros de limpieza fumaban un cigarrillo. Supuse
que las mesas que estaban servidas para la fiesta frente al teatro eran para
ellos aunque eso no resultaba muy lógico. De todas maneras decidí aproximarme
hasta una de las mesas con manteles blanquísimos y servirme algo porque a esa
altura tenía muchas sed y también estaba hambrienta. Sin embargo a medida que
faltaba menos para tomar contacto con las bandejas –se veían torres de
sandwiches, canapés, trozos de pollo, aceitunas negras, y un sinnúmero de otras
delicias que no lograba identificar- reflexioné con mayor profundidad que lo
que yo iba a hacer estaba mal, porque allí no me habían invitado, incluso mi
siquiera iba vestida para una ocasión así, y a pesar de que no había nadie en
los alrededores, salvo los basureros, algo superior a mis ganas de comer y tomar
me detuvo y volví sobre mis pasos repentinamente convencida de que hacía lo
mejor.
Fue entonces que ví a los recolectores
recortados como sombras negras de cartón , alzando pesados bultos; esa era la
impresión que transmitían sus lentos y torpes movimientos y el hecho de
hacerlos entre dos. De inmediato me arrimé hasta uno de ellos y le pregunté:
“Qué es lo que cargan?” y el más bajo de los dos sin sacarse el cigarrillo de
la boca me dijo con palabras ahumadas y secas: “no se da cuenta?”. “Lo que
sobra del teatro” afirmó seguro, sin preocuparse en absoluto si yo había
quedado satisfecha con la respuesta. El hombre se dio vuelta y prosiguió
empujando con fuerza aquel bulto hacia el interior de la tolva del vehículo. Al
fijarme con mayor detenimiento observé que lo que cargaban eran maniquíes. Dí
vuelta mi cabeza y
ví sobre la vereda una enorme caja donde sobresalía una peluca rubia. Era el
maniquí que no habían cargado aún. Entonces corrí hasta allí.
Con un gran esfuerzo logré,
tironeando de su pelo enrulado alzarlo lo su suficiente como para cer su
rostro. Era el mismo rostro de la mujer menuda que me había encontrado horas
antes en la calle. Cuando me dí cuenta de ello, tiré más arriba, pesaba más de
lo que parecía y ví que su ropa era la misma. Sentí una enorme pena por ella y
la dejé caer en la caja nuevamente en el preciso momento en que los basureros
venían por el bulto para cargarlo por última vez. Me quedé congelada, sentada
sobre la escalinata del teatro mientras se la llevaban fue entonces que sentí un murmullo como de
gatos y un “chau Inés” en voz muy baja, casi un hilo.Como yo sabía que no rea
mi imaginación me sentí feliz. Tal vez fuese el momento más agradable de la
noche, a pesar de que la tolva empezó a levantarse y luego hizo caer dentro de
depósito la carga que de inmediato una prensa comprimió. En ese momento decidí
que no tenía otra alternativa que retornar a lo de Chichita.
Y con lo último de voluntad que
me quedaba emprendí la marcha.
Cansada y con sed me sumergí en
la calle de su casa. Hacía meces que no había luz en aquellos lugares. Al
llegar esta vez entré escalones arriba, sin golpear. Había olor a comida, tal
vez algo con cebollas y ajo, aunque al mirar hacia la cocina vi todo en
perfecto orden y sometido a una rigurosa limpieza. La casa estaba con las luces
encendidas, las paredes del comedor estaban rasqueteadas esperando nueva
pintura. Había varias latas con ese fin en un rincón cerca del pasillo que daba
al dormitorio de Chichita y luego al de Alma. Por él caminé hasta frente a la
puerta del dormitorio. Alli, acostada, estaba Chichita con su cara de
poliéster hinchando que parecía sonreir, aunque era imposible determinarlo con
certeza.
Mientras yo la miraba ví que
hacía gestos con los brazos sin que pudiera comprender qué cosa pretendía transmitir.
A su lado, don Altivo dormía arrollado un sueño liviano y a cada rato se
estremecía en pequeños temblores. Yo en ese instante había decidido abrir el
placard de Alma y fui a su cuarto. Ella no estaba. De todos modos abrí las
puertas y empecé a buscar. En los cajones había infinidad de buzos cortados en
trocitos deshilachados, limpios y perfumados; colgadas en las perchas, camisas
idénticas que diferían sólo en el color, ninguna se repetía y además un número
similar – deduje esto por la extensión que ocupaban las perchas en el
perchero-, de minifaldas.Comprendí que quedaba poco tiempo, y resolví
cambiarme. Había estado toda la noche con la misma ropa, y luego de desvestirme
me puse una de las minifaldas, eligí una de cuero negro que llevaba puesta Alma
una vez que fueron con papá una tanguería y una camisa blanca de seda, con
hombreras. De inmediato cerré placard, sin olvidar dejar mi ropa sobre la
cama de Alma y luego corrí por el pasillo hasta la escalera. Pero me encontré
con que ésta estaba desapareciendo poco a poco, y si bien temí cometer un
error, opté por bajar arriesgándome vaya saber a qué. Fui apoyando mis pies
sobre los escalones, que se habían deformado – algunos se transformaban en
sillas de esterilla- y en uno de ellos rompí la trama y mi pierna se fue para
abajo, sí un grito y arañando la pared amarillenta logré alzarme y zafar,
aunque mis medias quedaran inservibles y faltara la zapatilla derecha, que
había perdido en el forcejeo. En un segundo, sorteando los últimos escalones corrí
con dificultad –tenía calzado sólo un pie- hasta la avenida y debajo de uno de
los viejos plátanos empecé a llorar. Sentía rabia y pena, y lloré y lloré
apoyada sobre el grueso tronco gris. Después el desencanto me tironeó hacia
abajo y me quedé sentada. Hubiera querido con toda el alma tener un cigarrillo
que fumar en aquel momento, pero mis manos estaban vacías y desconsolada sólo
atiné a sacarme el champión que me
quedaba para tirarlo dando giros y más medio de la avenida.
Y mientras en el horizonte crecía
el día, reemprendí el camino, sin preocuparme ya hacia donde.
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