La biaba y otros cuentos (libro completo) 1993

La Biaba y otros cuentos.

César Barretto Luchini. 

Aclaración

Los hechos y personajes que aparecen en los siguientes relatos son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es simple coincidencia.

LA BIABA

Yo no le quiero hacer esto. Pero no tengo más remedio; se derrumba se cae inmediatamente si intento levantarla no se sostiene por si misma ni un segundo y la llevo de arrastro hasta el baño; pesa mucho más que eso 56 Kg oficiales de los que da cuenta la balanza cuando vamos a la farmacia de la tía; pesa seguramente más por las culpas que el vino le hizo aflorar en la fiestita de entrega de carnets, no tomes le digo yo, vos misma decís que las bebidas fuertes te hacen mal, pero ella se baja dos faroles de tinto marca borrada servido en uno de esos vasos de vidrio ordinario, allí en una de las pequeñas habitaciones del local del Partido. Hay que ver como la felicitan los compañeros de la juventud cuando le entregan el carnet, el primero de su vida, a ella que irrumpió entre todos nosotros cuatro meces atrás con su pelo a lo punk, y su ropa gastada pero llamativa. Y así, de pollo, mojado pasó a ser querida por todos los gurises, era la líder del gremio en el liceo, aunque sólo yo sé que se había fugado a medianoche de un colegio donde estaba pupila de los adventistas que la obligaban a hacer salsa de tomates donde ella simulaba rezar, pero no era lo único porque había estado trabajando para un club del Partido Colorado en la ciudad vieja en Montevideo, pero eso era antes y ahora vive acá y desde hace tres meses estamos juntos porque nos gusta pasarla bien y porque ella no tenía donde vivir desde hacía bastante, y ahora es una verdadera fiesta, está suelta la música paseándose entre las piernas de los muchachos que bailan con el cartoncito rojo en el bolsillo y le reitero, esta vez al oído, para que no anden diciendo que hace lo que yo le mando, que no se tome el segundo vaso de tintillo, por la sencilla razón de que ella no toma nunca y está medicada con ese Piportil 425 que la mantiene a raya y pesa tanto mientras la arrastro... suerte que se aguantó en pie hasta llegar a casa, aunque por el camino se tuvo que apoyar en mí primero antes de llegar a la parrillada que está en la esquina de Avenida del Sur y Aconcagua donde la quise distraer hablándole del aroma a chorizos y morcillas que salía de allí pero ella no le interesaba para nada ese tema, justo ahí empezaba a llover, no me olvido más, el olor mezclado de carne asada y humo de coronilla y ella que arranca a llorar que se inclina sobre mí, que descarga un quejido abierto que se interrumpe de pronto como si el aire hubiese salido todo de golpe desde sus pulmones, y me dice, así apoyada, agarrándose de mí, que sigo caminando porque justo vamos ahí frente a los ventanales de la parrillada donde la gente masticaba cortaba trocitos de pan trinchaba la carne las pamplonas los chinchulines y sonreían, no íbamos a pararnos en ese preciso lugar porque es seguro que va a llorar un buen rato, pero no sólo eso, no, también habla, dice que ella es una basura, que siempre lo ha sido, que es sólo una puta, que se acostaba con cualquier tipo por un plato de comida, o por una cama para pasar la noche, cuando se había ido de la casa de su padre a vivir por ahí en la ciudad vieja, pero yo sigo caminando, caminando para llegar a casa para que se acueste y descanse, un día se había encamado con un negro, y una vez con un retardado sólo para darle celos a Calabrese que la había dejado por una pendeja de la misma banda de infantos en la que se enganchó, aunque no quedó ahí la cosa y después ella casi la limpia con una sevillana que habían robado cuando lo del Kiosco, y sin embargo ya llora menos casi a una cuadra de casa y yo ya no pienso nada, por suerte ya no pienso ni en lo que está diciendo porque en realidad teníamos que llegar y abrir la puerta y mañana será otro día, aunque antes ella... ya empieza a caer borracha y venga a ver, como nunca la había visto en estos meces que andamos juntos y allí en la entrada de casa nomás cae redonda como una aguaviva de estas gordas que los chiquilines sacan de entre las olas en febrero para formar una hilera de resaca blanda donde todavía se contraen esos festones lilas celenterados pero eso no te pica; qué sé yo lo que le pasa, respirar respira, ahora habla menos y yo que no encuentro la llave para encender la luz cuando se hace como un vacío de quejidos, de ruidos, ni mi respiración se escucha y de pronto ella vomita así de costado como una vaca malherida malparida tirada en el piso y pesa demasiado para llevarla en brazos por eso la arrastro aunque parezca que ella se resiste pero sólo es que vomita y se encorva y la propia cara contra el piso frena y se engancha la camisa en una de las agarraderas de la cama marinera y no me voy a poner a desengancharla justo cuando vuelve a lanzar esa turbulencia de moco lila chorro de granadina maloliente de vino berreta por eso tironeo igual, total una camisa se puede coser después, además para lavarla le tengo que sacar la ropa antes de entrar al baño pero aún no reacciona y yo la llamo por su nombre y le toco la cara fría, me detengo un momento para descubrir la cara de varón que le aparece cuando está inconsciente pero sólo un segundo porque no hay tiempo que perder sacándole el jogging gris todo manchado, los championes con olor a transpiración de más de un día la bombacha con una frutilla bordada sobre la zona del pubis pero con olor a calamares, e intento una vez más sostenerla para llevar cuando ella parece que va a incorporarse y le acaricio la mejilla helada le paso la mano por su pelo pegoteado que le tapa los ojos, y como no puede definitivamente sostenerse, abro el grifo de la ducha y el agua empieza a salir con fuerza por cada uno de los agujeros del duchero y no quiero hacer esto pero no tengo más remedio que empujarla como una ballena varada en la orilla hasta ponerla debajo del chorro helado donde debe quedarse hasta que esté limpia, libre de toda esa roña del vinagre-vino que la cubre, desde el pelo a los pies, a pesar de que ella ya no quiera quedarse allí y resople con esa desesperación de los cerdos cuando los degüellan, exactamente bajo la ducha hacia donde sigo empujándola para que termine de lavarse por efecto del agua fría que sigue cayendo sobre ella que intentando escapar moviendo los brazos en remolino ha mojado todo el baño y me ha salpicado a mí lo suficiente como para empezar a sentirme empapado, sobre todo los pies porque los tengo sobre ella para que no se safe, claro que de pronto eso no es suficiente a menos que la patee porque quiere morderme una pierna y yo no quiero claro está que esté ahí con las tetas como una perra en cuatro patas con el pelo negro chorreando agua y en un solo temblor hasta que le pongo una toalla por encima y la empiezo a secar mientras me observa con una mirada que no dice nada, pero yo en realidad le seco el pelo, los brazos, la panza, las piernas y le doy la vuelta como si fuera una nena y le seco los pies  antes de cubrirla con una sábana y un a frazada entretanto yo me voy a la cocina a tomar una cerveza, a dejar los carnets que habían sobrado dentro de un cajón y a anotar sobre una hoja de un cuaderno viejo “Mariana: no te olvides de secar el piso del baño”. Luego salgo y cierro la desvencijada puerta verde y empiezo a caminar por ahí mientras la luna se va y ladran los perros.

CALABRESE

“birds of a feather flock together”.
english proverb

Yo pensé que Daniel lo mataba ahí nomás, y aunque primero le apuntó la cabeza, luego rápidamente desvió el revólver y le pegó a propósito en una pierna. Retorciéndose de dolor, cayó el viejo a la vereda mojada – había estado lloviendo toda la noche – y empezamos a correr como habíamos planeado. Calabrese – sólo yo le decía Daniel – me llevó con casi de arrastro, porque a las ocho cuadras yo ya casi no podía respirar – fumaba mucho – y nos metimos en un baldío donde antes había un edificio que fue demolido. Calabrese casó del bolsillo la billetera que le había afanado al viejo y contó la plata. Ciento veinte mil, me dijo mientras que yo no me aguanté más y le pregunté por qué le había tirado al viejo y él hizo silencio como si lo que fuera a decir fuera muy importante. “Le tiré porque tenía ga-nas" dijo,mientras me tomaba del brazo como se agarra a una cosa que se sabe propia y sorteando los cascotes, papeles y trapos quemados de las fogatas que hacían los bichicomes que paraban por ahí, salimos de nuevo a la calle y nos escabullimos hasta la pieza de la madre de él que se había ido a trabajar a Buenos Aires. Esa noche me compró lo que yo quise y me hizo lo que él quiso. Sólo recuerdo que me tiraba vino por arriba y me lamía como un perro, sólo que los perros no se rien  mientras la cama de hierro se quejaba apoyada sobre la pared más húmeda de la pieza. Yo no sentía nada pero hacía como que sí. A él le encantaban mis quejidos y que le pidiera más, pero no sabía que los quejidos eran simulados y le pedía más para ver si yo también, alguna vez, podía acabar. Así que tanto me daba que me diera por atrás o por delante. Yo me entretenía mucho más chupándosela hasta el final porque sabía que eran muy pocas las que lo hacían tan bien como yo.
De mañana, cuando me desperté, él ya no estaba. Las sábanas estaban todas llenas de manchas color vino y sobre la mesa de luz  habían veinte mil pesos. Fui hasta el baño y me vi horriblemente despeinada, con orejas y los dientes manchados de tinto. No es que el vino fuera malo, sino que yo tenía sucios los dientes y ahí se pegaba la borra o eso que te mancha. Pero como no había cepillo de dientes, me olvide del problema y sólo me lavé la cara sin ganas. En realidad, no tenía ganas de levantarme y volví a la cama que olía mal, a humedad, a sudor. Ahí fue que me acordé que ese día teníamos que ir a la Colonia Brena a llevarle algo al Manteca que había caído después de lo del quiosco el  muy hijo de puta me quiso quemar porque me odiaba, no podía ver que su medio hermano anduviera conmigo y me hubiera transformado en la reina de la banda, con mini de cuero negro de todo. Calabrese siempre lo cuidó al Manteca, porque de chico siempre fue medio mongólico y todos se aprovechaban de él hasta que un día unos gurises del conventillo se lo llevaron a un altillo para clavárselo al muy desgraciado, y Calabrese, que sospechaba, los encontró medio en pelotas, y al Manteca llorando y con los mocos que se le caían. A uno de ellos le quebró todos los dientes de arriba, casi en la encía se los dejo, cuando lo empujó por la vieja escalera caracol, de esas de hierro. Al otro le dio una  paliza que por poco lo limpia. Diga que llegaron unos vecinos y...
Ahí ya estaba empezando a ser famoso por lo malo. Y no era mejor que los demás, no, no era eso. Era algo que tenía en la mirada, algo distinto que hacía que lo veían le tuvieran miedo.
Dicen que una vez mató a un tipo atrás del Cerro. Pero eso nunca se supo. Y nadie se lo preguntaba. Va a cumplir dieciséis el mes que viene. Hace cuatro años que se murió mi i madre y uno que yo dejé el  Saint Shameshire’s. Me gustaba ir a jugar al polo. Me acuerdo el lío que le hice a mi viejo porque no me compraba el palo que costaba no sé cuánto, pero fue tanto lo que lo jodí que al final lo tuvo que comprar.Qué  ganas de fumar que me vinieron ahora. Creo que me voy a levantar, sí. Ya sé, compro cigarros y me voy a lo de la Chola, les voy a llevar bizcochos y coca-cola, total, tengo guita y a los gurises les encanta eso. La Chola no puede comprarles nunca una coca-cola, salvo cuando el Negro cobra el aguinaldo.

EL BASTIÓN

Llegar al Bastión  a la hora en que la luz del sol irremediablemente se repliega desde cada una de las superficies de las cosas no me lleva más que 10 minutos desde que salgo de mi casa.
Jonás utiliza aquella edificación en medio de un desolado patio colonial de cuyas construcciones  parte y a la que alguien, quien sabe cuando o porqué, le puso “el Bastion” como taller donde pinta figuras taxativamente fantasmales que recorren calles desangradas, vacía de toda vida o sustancia y encerradas entre casa bajas al borde de la decoloración empleando para ello matices lacónicos siempre a punto de caer de su materia por algún camino desconocido, hacia la sombra. Tal vez esa atmósfera de desolación patética que me recuerda a De Chirico sea clave del éxito que obtuvo con una de sus últimas obras que fue premiada el verano anterior.
Gracias a eso Jonás se irá de viaje a Europa a usufructuar una beca.
Yo lo conozco desde la época en que éramos estudiantes. Me acuerdo que nos íbamos con Gaitán, un viejo pintor, bohemio perdido, a tomarnos unas grappas o unos medio y medio al “Tigre” que era un boliche que atendía el gallego más borracho que yo haya conocido en mi vida. Sin embargo no somos amigos; tal vez únicamente compartimos ese borroso empecinamiento en quedarnos en nuestra ciudad cuando ya toda la gente de nuestra generación se ha ido básicamente para no volver nunca.
Yo estoy preparando un pequeño documental en video sobre Gaitán, quien murió hace
poco, y por eso vengo a conversar con Jonás. Cuando llego hasta  el Bastión luego de atravesar el patio oscuro lleno de esqueletos de caballo y esculturas de los más variados estilos, siento música dentro de esa casita rosada con diminutas ventanas verdes rodeadas de enredaderas que es el Bastión; veo las luces encendidas, color oliva; él responde “sí, quién es?
-“Andrés”, le contesto de inmediato.
-“Ah! Andrés, pasa che, está abierto”:Él está como siempre, con esa apariencia de adolescente preocupado al que lo distraen de algo importante, en este caso el cuadro que ahora pinta.
Jonás tiene 32 años y ya las canas empiezan a poblar su cabellera a la altura de las sienes.
Yo le hablo durante varios minutos de mi proyecto y a él que escucha con atención, le parece una buena idea. Intercambiamos opiniones en torno a como sería posible conectar la obra del viejo maestro con las imágenes de su ciudad, con rasgos clave de los lugares que él frecuentaba, de sus cosas, de su casona en el bosque.
Le comento que estoy haciendo algunas tomas, por ejemplo de la tumba de Gaitán en el cementerio En ese momento siento que algo pasa, y sospecho que el padre de Jonás se ha muerto. Yo lo conocía; era un hombre joven todavía, tal vez 61 o 62 años. Y mientras continuamos la conversación aquella certidumbre empieza a hacerse más fuerte.Él me habla de una gestión que está realizando para hacer una muestra en Montevideo antes de irse a Europa, me comenta algo sobre una nota que le hizo una aprendiz de periodista que lo ha enojado mucho porque ella le dio sólo un minuto para hablar de todo lo que está haciendo y que por eso ha rechazado la nota y me habla de su señora que ha estado internada y...
Pero por debajo se desliza otro diálogo en el que hablan sus cuadros - hay muchos en el Bastión - su túnica negra llena de manchas azules, los rollos de papel desordenados sobre el piso de ladrillo, su mirada apagada, la pintura grande que está sobre el caballete.
En ese momento la está terminando. Es un cuadro de dimensiones considerables, otra de sus calles desangradas con un par de mujeres caminando junto a las casas color rosa viejo y gris, deslizándose tan cerca de las paredes que parecen confundirse con su propia sombra, desoladamente fijas y tan prescindibles como los detalles y molduras cenicientas en las viejas casonas.Él me pregunta la hora, y yo, que no uso reloj, le digo que seguramente no son las 8 todavía. Hablamos algo más sobre Gaitán; surgen sugerencias a tener en cuenta acerca de como encarar el desarrollo del documental.
Pero pienso en la muerte del padre de Jonás, en que no puedo decir nada, que no puedo abrazarlo y decirle que lo siento mucho y que él, que sólo ha estado pensando en realidad en su padre muerto mientras conversamos, no me dirá nada tampoco.
Siento en esos momentos que lo mejor es meterse en ese cuadro enorme sobre el caballete y caminar por esas calles aniquiladas  por la ausencia, recorrer sin prisa las veredas agotadas y polvorientas, cruzarse, sin oir el ruido de sus pasos, con esas mujeres de vapor azul, llegar al punto de fuga cuando se desdibujan los pretiles, las ventanas y todo rastro último de las edificaciones llevadas a su mínima, expresión al fondo de la calle recta y salir del Bastión agobiado por el remordimiento, para volver a la ciudad desecada de toda luz, mientras Jonás retoma ya sólo en su taller el pincel e intenta darle forma a un niño que llora sin lágrimas en una esquina, junto a un perro inmemorialmente flaco, ambos tan vaporosos y azules, tan silenciosos y provisionales como yo, que salgo, que huyo cobardemente de su cuadro cuando ya afuera suenan las campanas de Iglesia.

CHAU, VIEJO

El flaco Ricamonti no había sido nunca un tipo inoportuno salvo cuando se murió. Sin decir nada y como si se tratara de algo anodino, ritual, vacío de toda importancia, se inclinó sobre sus queridos fierros engrasados, repitiendo un gesto que encerraba una especie de respeto silenciosos por aquellos metales fatigados de tanto traqueteo, y así como si nada se quedó muerto, extremadamente laxo, colgando y con una mueca en el rostro de absoluta inocencia, como para no dejar ninguna duda de que lo había hecho sin querer y que lo que fuera a suceder de aquí en más a bordo no tenía nada que ver con él. Y mientras el barco avanzaba mar afuera, la tripulación, en su mayoría encuchetados a esa hora navegaba mar adentro de sus nostalgias anchas como el Atlántico. Yo estaba al lado de él y supe luego de un momento que no había caso con la respiración boca a boca y los masajes, que debía tomar una decisión difícil para cualquier Capitán y en especial para mi que conocía a Magdalena, la mujer de Ricamonte, desde hacía años cuando fui a un local en no me acuerdo donde en Pocitos con mi madre y allí estaba ella sentada al lado de Julia, pobre Julia, que daba un informe mientras yo me aburría como loco con un autito de colección apretado en el bolsillo. Después de eso la había visto muchas veces, recordaba, en especial su casamiento, ya veterana, con un mecánico naval con el que, las vueltas de la vida, yo iba a salir embarcado tantas veces. Saber que tenía que comerme no sé cuánto tiempo la tristeza de imaginarme la cara de magdalena cuando se lo dijera en persona - evidentemente yo iba a ser el solitario protagonista de ese momento indeterminado y futuro - me producía una asfixia generalizada de lo poco de buen ánimo que me quedaba luego de que por segunda vez, ahora sin Ricamonte para arreglarla, nos quedamos sin máquinas en el miedo del Océano cerca de nada y lejos de todo. Aquel arqueológico ejemplar de nuestra marina mercante reclamaba con estos actos de autosabotaje extremo que lo depositáramos en un museo, allí donde sus huesos pudieran destilar todo su visceral cansancio, pero no era lo que pensaba el armador, que aún obtenía una moderada pero segura ganancia de aquellos embarques de Portugal.
No era la primera vez que ejercía el rol como juez de paz que me confería en alta mar mi condición de Capitán. Pero sí era la primera vez en mis 38 años – llevados con poco timón hay que decir – en que me enfrentaba al hecho de tirar a un compañero al Océano, a esa altura era casi la única chance. Pero mientras pensaba esto sin darme cuenta me encontré tratando de averiguar entre los caños y las bombas de gasoil, la  causa de la falta que mantenía a la deriva al “Don Guillermo”. Así fue que sin haber hecho nunca nada en la sala de máquinas, sentí una absurda felicidad al haber reparado el motor y entrar a convencerme  de que aún a riesgo de quedar definitivamente sin máquinas antes de llegar a las Canarias, íbamos a tomar dirección rumbo a aquel macizo iceberg de piedra y sal que desafiando el verdor del Atlántico, se erguía dejado de la mano de Dios y de un barco que cada 15 días traía agua y otras delicias de Brasil a los 220 habitantes de Fernando de Noroña. Esa noche, otra más de rolidos que despertaban toda la artrosis chirriante del barco, comimos más en silencio que nunca como si también hubiéramos trincado nuestras lenguas por temor a que cayeran en algún lugar común, como hubieran caído los platos fuera de su baranda. El vasco sirvió un té de marcela en un jarro esmaltado y todos los fuimos tomando por una bombilla, que era la misma del mate, en el más escrupuloso silencio, sin mirarnos casi a la cara, como si estuviéramos ajenos a todo lo que nos ocurría. (Ellos sabían que navegar esa ruta era una aventura dentro de la aventura, pues quedábamos fuera del rumbo normal de barcos de línea). Nos metimos en la madrugada hechizada por una luna vaporosa y sulfúrica en busca del cementerio más cercano, seguro de que Ricamonte que ya empezaba a tener olor a difunto - tan parecido al olor del salame según una amiga mía - me lo iba a agradecer con el alma o el espíritu o con un abrazo sollozante de Magdalena. Era lo más que podía hacer por él, aunque todo dependía del viejo motor Detroit que el flaco hasta con cariño paternal había reparado hasta el cansancio en aquellos mares. A mediodía, y cuando temía haber elegido masl la ruta, avistamos un picacho de roca aflorando en el océano. Era la isla. Me pregunté qué forma podríamos llegar hasta el caserío de pescadores con el fiando Ricamonte a cuestas, pues no teníamos ningún bote a bordo salvo uno inflable que de nada nos serviría. No había forma de acercarse a la isla a más de 2 Kmts de la costa así que anclé ahí nomás esperando lograr algún contacto con tierra firme sin olvidar que mi viejo maquinista se ina a reventar hinchado si no lo enterrábamos antes de 3 o 4 horas.
El sol, fijo en el cielo, calentaba la cubierta del barco y un vapor de aceite y herrumbre se dejó sentir infinitamente repetido en mi nariz cuando desde la costa una pequña embarcación empezó a moverse hacia nosotros. En la isla toso aparentaba estar seco e inmóvil, como si se tratara de un saladero apiñado de planos grises y marrones de las casuchas deshidratándose como lonjas de cazón. Aquello parecía todo menos fantástico o incitante, me hacía recordar las laderas de las estribaciones de los Andes cerca de Antofagasta, tan árido como una escenografía de cartón piedra. Desde luego que el bote se surgió aproximando a nosotros lenta y sinuosamente trepando como en un sueño las olas ecuatoriales y dejándose caer luego de cortar las crestas que se esfuman en filigrana de espuma sobre la barriga esmeralda del océano. El barbudo, de color coca, gritó desde abajo y Jiménez que era el que hablaba mejor portugués explicó lo que queríamos. Estoicamente Ricamonte se había mantenido en el improvisado cajón envuelto con bolsas de algodón de las que se usan para la exportación de carne y gracias a conservarlo fresco con un viejo ventilador Westinghouse, al que le faltaba un aspa y algo de hielo estaba presentable conservando su deshidratada mueca de inocencia.
Bamboleándose, inexorablemente en ciernes de arribar a su último destino o puerto, el improvisado cajón se depositó por fin sobre el bote viejo donde el hombre de edad indefinida que iba a ser el conductor involuntario de aquel circunstancial vehículo fúnebre daba la sensación de estar ajeno al contenido de la carga que íbamos a depositar en su bote, y con las manos apoyadas sobre la empuñadura de los remos parecía cavilar sobre la forma de refrescarse pronto para ahuyentar aquel calor redondo y atolondrante. Nos dijo, hablando con la lengua seca, que volvería a buscar a quienes se encargarían de acompañar al “finado” hasta el “ camposanto”.
Lo vimos alejarse oblicuamente a la costa, sobre las espaldas de las olas que venían a descargar se centella verde y blanca sobre las rocas herrumbradas. De pronto cuando ya casi llegaba a la orilla, luego de un sinuoso viaje que yo atribuía al alcohol que aquel pescador llevaba encima, una ola enorme como la aleta caudal de una ballena volteó de campana el barcucho dejando a Ricamonte flotando sin rumbo. Sentí que había algo más que yo no llegaba a comprender y hubiera caído en el desánimo si no fuera porque el botero ya en la costa y refrescado a la fuerza, se hizo a la búsqueda de la mórbida carga ahora a la deriva.
Confieso que nunca hubiera esperado aquel enigmático gesto de un hombre que nada tenía que ganar arriesgando su vida en medio del oleaje que el viento había soliviantado. Nosotros observábamos callados convencidos de que todo lo que nos pasaba no era real, sino sólo un sueño pesado, fruto de una mala digestión de comida en conserva, de una súbita relajación de la conciencia en el medio de los vaivenes de la nostalgia y el hastío, y con los ojos densos y zigzaguentes tratábamos de no perder de vista cajón que subía y bajaba en remolinos cerca de unas rompientes. A duras penas y sorteando olas que a veces lo cubrían, el moreno ató unas cuerdas al cajón y como un auténtico remolcador puso su fe en su poderosos brazos que a fuerza de remar lograron zafar de la zona de peligro. Cuando logró poner pie en la playa una multitud que había dejado vacío el caserío observaba impávida aquella extraña ceremonia, de la misma forma en que lo hacíamos nosotros: sin creer.
El botero, cuando ya hubo dejado el cajón en la playa – Ricamonte, serio y sutilmente apático nunca pudo ser más popular – volvió a su bote mientras aquel gentío con resquemor confirmaba, rodeando expectantes y bulliciosos el cajón y al abrir el fúnebre navío, que era nomás cajón de muerto. Más rápidamente de lo que hubiéramos creído fuimos llevados yo, el segundo de a bordo y el cocinero hasta la costa por aquel hombre callado y de ojos brillantes. En todo el trayecto sólo alcanzó a decir “se salvó el finado” y al ver no obtenía respuestas de nuestras caras largas, ahogados por dentro de dolor, siguió remando alegremente como desde un principio.  No hubo que hacer ningún trámite luego de estar en la playa donde un grupo mucho más reducido de niños descalzos y perros negros manchados de salitre hacían guardia y jugaban alrededor del cajón que los cuatro llevamos hasta una callejuela. Yo no había olvidado dar a nuestro botero como obsequio una botella de Espinillar y 10 dolares que no sé si le servirían de algo en aquel lugar tan lejos del mundo. Él,con una sonrisa infantil, tomó con sus manazas la botella y sin decir palabra la destapó y empinándola dio largos sorbos sedientos, se limpió la boca con el antebrazo y dijo “Obrigado”. En silencio y seguidos de una procesión en la que todo el pueblo con antorchas nos seguía levantando ceniza al caminar, subimos la ladera calcinada del cerro hasta el camposanto donde nos esperaban los niños y sus perros que se habían adelantado. Allí estaba un viejo pescador que hacía de sepulturero quien esperaba apoyado con su manos en la pala de cavar al lado de otras dos tumbas ubicadas más arriba que el racimo de cruces de madera rodeadas de caparazones de caracoles grandes y pequeños y restos marchitos de lo que podrían haber sido flores. En ese momento sentí una especie de alivio, miré nuevamente hacia atrás y vi aquella muchedumbre sosteniendo los palos encendidos esperando que el cajón bajara al pozo. Lo único que me salió fue “chau, viejo!” mientas las mujeres de la isla iniciaban un rezo incomprensible que me hizo llorar. Las otras dos tumbas eran de un marinero griego y la de un uruguayo enterrados allí desde hacía 10 años según nos informó el sepulturero. Luego hubo un silencio flotando en el aire que pareció perderse en el horizonte donde Ricamonte y sus compañeros verían salir y caer el sol durante siglos. Entonces mirando hacia el suelo pedregoso donde estaban las otras dos tumbas de extranjeros el viejo agregó “a ellos también los trajo el Caronte hasta la costa”.

HORTENSIA

Hortensia, bocabajo, a todo lo largo de la cama extendida, hundía su cabeza en la almohada escuchando al silencio discontinuo que subía desde la parte baja de la casa a través de la escalera. Solamente para peinarse se había levantado unos minutos cuando ya en la calle se escuchaban los primeros murmullos; luego de eso permaneció en su cama hasta mediodía. A esa hora el calor del sol se hacía sentir sobre las ventanas sobre las veredas. La puerta del patio había quedado semiabierta. Las moscas se dejaban arrastrar por una suave brisa caldeada y entraban solitarios o en pequeños grupos a la cocina, trepándose en las tortas de membrillo, panqueques de manzana, escones, pastas de higo, pasteles de carne y menudas naranjas azucaradas que esperaban en el reparo fresco de la mesa enmantelada, el tránsito lento del reloj hasta la tardecita. Las moscas curioseaban inquietas sobre las manos de la abuela que desde la mañana se dormía como si supiera que nadie iba a llegar para pasearla por el patio con sus naranjos y glicinas. Callada en el medio de la habitación aledaña a la cocina movía despacito los párpados que se le caían. Al mismo tiempo intentaba espantar las moscas que giraban en torno suyo en espiral, descendiendo sin orden sobre las manos que aún pese a un prolijo enjabonado y enjuague conservan trocitos de dulce entre los dedos y bajo las uñas. A las cuatro de la tarde habían entrado todas las moscas que no soportaban el calor penetrante y extenso del sol sobre el patio y las calles. Afuera el aire era un humo tibio. En la cocina estaba todo limpio, fresco y en silencio. Esa callada atmósfera se quebrada a veces con los chillidos algo lejanos de los hijos de Baltazar, el vecino más próximo. Hortensia no llegaba a dormirse; abajo las moscas se extendían sin aparente solución de continuidad. Ocupaban así el espacio sombrío de la escalera, el pasillo del piso alto y el cuarto de la abuela, abierto desde muy temprano. Hortensia sentía los zumbidos débiles tras la puerta, más abajo, sobre los escalones de madera, quebrando el silencio.
Era martes, el reloj indicaba las seis y media; la abuela se había dormido con las manos caídas sobre las piernas, la cabeza ladeada exhalaba por un pliegue de sus labios un chorrito suave de viento, las moscas esquivaban el espacio por donde la respiración de la abuela pasaba, creando débiles remolinos invisibles, para luego aterrizar, confiadas y golosas en sus manos y sus pies.
Entonces sí, Hortensia decidió salir de su cuarto. Acomodó las sábanas que dejaban jugar su imagen quebrada con la ilusión de una cadena de montañas con sus sombras que reventaban de golpe en la ballena esponjosa de la almohada.  Luego de haberse levantado corrió dando saltitos breves hasta la ventana y descorrió la cortina y los visillos. Se sintió más fresca con el poco aire que corría a través de la ventana semiabierta y caminó luego con pasos lentos hasta el espejo en medio de aquella penumbra; luego se desplazó despacio hasta la puerta y la abrió lentamente. Más allá se extendía el pasillo. Cuando era pequeña solía perderse en él si estaba muy oscuro y trataba enseguida de encontrar el pestillo de la puerta de su cuarto. Cerró con cuidado, sin hacer el menor ruido, como si hubiera una capa de aire mullido entre el marco y la puerta que impidiera el efecto sonoro al cerrarla. Caminó los pocos pasos que la separaban de la escalera, algo inquieta por los zumbidos que venían desde abajo y alrededor. Al posar sus manos sobre la baranda de la escalera y dar los primeros pasos en los escalones sintió bajo sus pies, bajo su calzado, crujidos indefinidos pero sólidos, como huevos bajo las pisadas de un gigante; en la sombra se atrevió a sospechar que los hijos de Baltazar habían entrado (la abuela dejaba abierta la puerta de la cocina por si en tarde los vecinos querían venir a comer pasteles y a tomar mate con ella) y tal vez comiendo maníes asados hubiesen dejado sobre la escalera las cáscaras.
Pero ese fino quebrarse bajo  sus pies le pareció húmedo y más menudo que el ruido a catástrofe seca que producen las cáscaras.
Se movía lentamente con elegancia, cada hueso parecía encajar perfectamente en su estructura. Las pequeñas vibraciones de minúsculas y sombrías existencias que se deshacían bajo sus pasos cuidadosos y oscuros subían temblorosas por sus huesos y por todo su cuerpo hasta llegarle a los oídos. Una luz lechosa cubría el piso y los zócalos visibles de la sala. Sintió nuevamente las quebraduras bajo sus pisadas, como si fueran dientes de ajo los que se desmenuzaran.
Le dió asco pensar que la escalera estuviera cubierta de dientes de ajo. Un segundo después ya no ocupó de las inciertas porquerías machacadas y ante la luz que se levantaba como un vapor cansado desde el viejo piso hasta los primeros escalones –dándole a las cosas un aspecto empolvado- se sintió a sí misma, palpó su cuerpo suave en la penumbra moviéndose despaciosamente como una gata, sintió su pelo suelto cayendo sobre sus hombros, el perfume denso e inmediato de su piel y recordó algo estremecida que estaba desnuda y que sólo calzaba unas pantuflas.
Al dar media vuelta sobre sí misma le produjo náuseas una pelotita viscosa que hizo resbalar a uno de sus píes que se apoyó en la punta al girar. Pensó en niñez y en el foco que nunca habían instalado en el pasillo obligándola a buscar a tientas la puerta de su cuarto. Un aire tibio se deslizaba desde la oscuridad del cuarto de la abuela trayendo un olor mixto de ropas limpias y dulces en conservas. Se imaginó que en el vano de la escalera se encontraba con  Carlos. Se sentía palpada, al mismo tiempo que deseaba abrazar su almohada de plumas. Un delgado escalofrío le pareció sentir de pronto la solidez helada de la hebilla de cobre del cinturón de Carlos, apretándole el ombligo y el bajo vientre.Cuando estuvo otra vez en su cuarto se dirigió al placard y sacó de allí un vestido que no usaba desde hacía mucho tiempo. Era un vestido de algodón muy suave, con flores verdes estampadas; pensó, mientras olía la tela- fresca a pesar del encierro- que le iba a quedar muy corto. No se depilaba las finas vellosidades de sus piernas, pero, al imaginar que se afeitaba todo el cuerpo, la colmó una mezcla de asco y delicia y aún más cuando pensó en lo que serían los besos de Carlos sobre todo su cuerpo sin pelo. Efectivamente el vestido era corto, además se transparentaba bastante, detalle que llev+o a pensar que el vestido podía haber sido un viejo visillo traslúcido colgado muchos años sobre alguna ventana.Se miró después en el espejo ovalado del placard, y observó también a las muñecas colgadas en la pared opuesta al espejo que se reflejaban con su tibia vida muerta de paño, con sus ojos de redondas cuentas opacas.
Ya había girado varias veces sobre el piso y mirado desde diferentes ángulos su reflejo cuando vió el almanaque que colgaba de  un gaucho de lata sobre la pared y miró los números negros identificando al martes, que había empezado, por lo menos en el reloj, hacía algo más de 19 horas. En verano, aún el sol desplaza su luz a través de las cortinas aunque tal vez fuese sólo el crepúsculo el que iluminaba la madera blanca de su cómoda y los frasquitos de licor que estaban sobre ella.
Luego, Hortensia oyó el merodeo de unos zumbidos que desde el mediodía la molestaban, moviéndose abajo y pensó: “la abuela dejó abierta la puerta”. Recordó que la habían molestado esas pequeñas cosas quebrándose bajo sus pies, y otras vez ojeó el almanaque sobre la penumbra de la pared. La ventana estaba abierta y entraba aire. “Martes; tal vez Carlos salga un poco más temprano del liceo militar...” pero Carlos iba a ser quien en definitiva decidiese la hora a la que vendría. “Carlos no me quiere” pensó luego, “tal vez no venga”.
Cuando volvió a recordar los zumbidos se dijo a sí misma “Hortensia: la abuela sentada allá abajo debe parecer una vieja sacada de un asilo”. Después miró la pared amarilla, vigiló luego el reloj, permaneció como había hecho los últimos minutos, con la cabeza sumida en la almohada. Se sentía tibia y suave; atendía los ruidos que le llegaban hasta los oídos. Al sentir que la molestaba el calor, se levantó y sin pensarlo terminó de abrir la ventana para que entrara más aire Se sacó el vestido recién puesto, gritó en el suelo sobre su pies y se tiró sobre la cama, hundió la cabeza en la almohada, dejó escapar un hilito de aire entre sus labios y pensó: “la abuela debe estar sembrada de moscas”.
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RADIO Y TELEVISIÓN SEGUNDO

--“Qué pasa cuando empieza a caer una gotita de aceite de un motor en una fábrica o taller?” – dijo el profesor sentado en una silla vieja.
-“Lo primero que hacen es poner una latita” – contestaron a coro los siete alumnos, arracimados bajo la lamparita de sesenta watts.
-“Y después de que la latita está llena?”- preguntó inercialmente el profe.
-“Se empieza a volcar y forma un charco alrededor de la latita”- volvieron a vociferar los alumnos masticando los mismos chicles desde hacía cuatro horas.
-“Pero cuando eso ocurre, cómo actúan normalmente en un establecimiento donde no se toman en cuenta los criterios de seguridad industrial?”- preguntó él mirando para cualquier lado.
-“Tiran un puñado de arena”-.
-“Y luego?”- insistió el profesor que en esos momentos sólo estaba pensando en cuántos minutos faltaban para terminar la clase.
-“Tiran un puñado de aserrín fino”- dijeron a coro los alumnos de segundo año de radio y televisión.
-“Claro, después se forma un barro, una cosa así, resbalosa”-.
Hizo una mueca expresando asco que permaneció unos segundos en su cara y precozmente arrugada –“una cosa así,” insisitió, y si lo pisás, chau! te hacés bolsa o se te cae una herramienta adentro de una máquina y la máquina la escupe y va directo a la cabeza de uno que anda por ahí distraído con una botellas de combustible y el combustible se cae y empieza un incendio que arrasa con todo amenazando las humildes viviendas del barrio y todo por una simple gotita de aceite! Entonces, qué es lo que realmente se debe hacer?”- preguntó la voz del profe, que pensaba en el lío en que se había metido por haber atropellado a una viejita la otra tarde y que le estaba costando una demanda en ciernes. –“A ver, díganme”- exigió con desgano desde la silla destartalada en la que había estado sin moverse. –“Cambiar la junta o el retén”- contestaron cuatro o cinco a la vez como si fuera un rezo, demostrando que no era la primera vez que el profe daba precisamente ese tema.
Al fondo del salón habían bancos escolares desarmados y viejos, formando una pila. En los costados, dos largos tablones negros hacían de mesas de taller para las prácticas.
Dos muchachos que de tanto en tanto se aburrían en la clase de seguridad industrial caminaban encima de los bancos y se quedaban mirando para afuera por las ventanas en dirección a la calle. Pero el profe no les decía nada, por el contrario, seguía imperturbable con su clase, que se estaba haciendo dem asiado larga.
-“Y qué pasa en los lugares donde las máquinas producen aserrín o polvo?”-  preguntó el profe sin poder contener un bostezo profundo.
Ahí dudaron y se miraron entre ellos, -“estornudan”- dijo uno, -“barren”- dijo otro, -“se joden”- murmuró un tercero que hacía garabatos con una lapicera sobre un cuaderno.Los demás se reían de algo pero nadie se enteró de qué.-A ver muchachos ! ¿qué pasa? insistió  el profesor de poco humor y a continuación él mismo dio el tono base de la respuesta en coro y dijo :- El-polvo-y-el-aserrín-se-de-po-si-tan so-bre-los-mo-to-res-y-poleas-y-pueden-producir-in-cen-dios!
-Cada doportré hay que darle una pasadita de plumero-intervino uno de los que se había quedado callado y todos se rieron,menos el profesor y los que estaban parados al fondo del salón mirando a través de la ventana ajenos por completo a todos aquellos ejemplos de lo que no debía ser hecho.
Hacía muchos años que el salón no recibía nada nuevo,la erosión producida por el pasaje de los alumnos y el abandono lo habían convertido en un lugar destinado con toda seguridad al olvido al igual que los consejos útiles del profesor que seguía hablando aunque ni él mismo se escuchara.
¿Qué me pueden decir de en un taller del orden de  las herramientas en un taller?- se animó a preguntar el profe sin esperanza alguna de obtener respuesta.
-Un frigorífico- dijo enseguida uno de los alumnos de dientes enormes y pelo tieso.
-No,no hablamos de frigoríficos,hablamos de talleres, el lugar donde se trabaja con corriente eléctrica-intervino el abúlico profesor.
-Un frigorífico como en el que-trabaja mi tío-insistió el alumno.- En un frigorífico uno se resbala-dijo otro que no le dio tiempo al profe para retomar su dichoso ejemplo del taller ylas herramientas.Al fondo uno de los que estaba parado en las sillas había abierto la ventana y disfrutaba tirando flechitas de papel a los pocos peatones que pasaban a esa hora de la noche, seguramente rumbo a la parada del ómnibus.
-Mi tío trabaja en un frigorífico y un día una máquina le dio flor de patada- agregó el alumno
-¿Bueno,qué hay que hacer en un taller para tener orden? interrumpió alzando la voz el veterano docente que apoyaba sus manos en el gastado boletín que estaba sobre el escritorio sucio de tiza. 
-Tener estanterías-volvieron a decir a coro todos los alumnos repentinamente de acuerdo- ¿Qué más muchachos? agregó el profe- 
-Dejar las herramientas en su lugar-se desgañitaron los de siempre.
-Muy bien-sentenció él-muy bien y cuales son los riesgos en los talleres desordenados? volvió a preguntar,seguro de que iba a ser una de las últimas preguntas que haría pues faltaban tres minutos para la hora -Los incendios!-respondieron acertadamente todos,incluso los del fondo,sin pensar.
-Exacto! concluyó el profe,que sabía que iban a responder eso y no otra cosa.
-Es la hora!-gritaron de pronto los del fondo y dando saltitos se bajaron de las sillas levantando polvareda al caer sobre el sucio piso del salón.
-Es la hora ! gritaron todos.
El profe los escuchó e hizo un gesto de aprobación como diciendo " se pueden ir".
De pronto el salón estuvo vacío y se vio que luego de apagar la luz,los viejos y gastados zapatos negros del profesor desaparecieron tras la puerta que con dos vueltas de llave quedó cerrada.Sobre el piso del enorme y desolado salón se perdían en la oscuridad pelotitas de papel y puchos aplastados.
En un rincón,cerca del pizarrón,un débil resplandor rojizo se desparramaba sobre el suelo.
Los cuarzos de la estufa encendida,al lado del escritorio,seguían emitiendo rayos infrarrojos y ya se empezaba a sentir ese olor picante propio de la madera de pino chamuscada.


INES

Yo había perdido aquella noche, en absoluto, toda idea sobre dónde quedaba mi lugar de trabajo. Sé que podría parecer el resultado de una enfermedad como la amnesia, pero yo estaba seguro que no se trataba de eso. Tenía la lúcida certidumbre de que era otro el motivo por el cual yo tenía ahora que buscar el taller mecánico donde trabajaba desde hacía años. La única referencia, aquella noche en que esto sucedía, fue recordar abrumada aún por una sorpresiva inseguridad, que el taller estaba cerca de la Avenida Central. La extensión de esta ancha vía de tránsito –cuyas veredas, durante el día, eran frescas como la sombra de un parral- hacía que esta vaga indicación en mi memoria fuera un recurso poco útil, aunque el único al fin.
Tal vez fuera la una de la madrugada cuando apagué el último cigarrillo que me quedaba y que había fumado mientras trataba de forzar mi memoria para poder tomar algún rumbo menos indefenido que la inagotable y arbolada avenida. La casa estaba un poco desordenada, como siempre, pero preferí dejarlo todo así y salir.
Esa noche Marte y Venus podían ser vistos con claridad en el cielo y me detuve a meditar sobre el rosado y frío punto marciano y disfrutar de la luz exhuberante de Venus, más abajo que Marte en el cielo estrellado.
Sin embargo eso no significaba que yo me sintiera proclive a no afrontar ni problema evadiéndome con el primer fenómeno llamativo que se presenara, y así, mis pies decididos y envueltos por completo por unas zapatillas deportivas, me pusieron sobre la Avenida Central antes de la 1 y 25. Yo iba a encontrar el taller. Al principio caminé cuadras y más cuadras sin cruzarme con nada ni nadie, algo extraño, pues normalmente muchos taxis y autos circulaban a esa hora por la Avenida, unos buscando a tientas entre la oscuridad de las veredas dormidas algún posible pasajero aburrido de esperar el pasaje de un ómnibus imaginario que nunca llegaría y otros tal vez husmeando en las bocacalles alguna mujerzuela para atravesar la noche con menos angustia.
Por eso de sorprendió encontrar a aquella mujer menuda e insignificante. Aquel peinado fuera de moda, con sus pelos, rubios y tiesos, era una abstrusa acuación de ondas y rulos que parecía sacarla de su pequeñez para darle cierto toque distinguido. Luego de haberla observado caminar curiosamente por la vereda, me acerqué hasta ella mirándola fijo a los ojos y le pregunté repentinamente tranquila y serena dónde quedaba el taler donde yo trabajaba.Ella sonrió casi imperceptiblemente y caminó hasta el medio de la calle y agachándose tomó la agarradera de una pesada tapa de hierro y levantándola, dejó ver bajo la calle un sótano luminoso, o tal vez fuera un túnel impresionantemente silencioso.
La mujer bajita, que se mantuvo agachada dirigiéndose hacía el interior del sótano preguntó a pesar que yo no alcanzaba a ver a nadie ahí abajo –“dónde queda el taller de Inés?”- y aunque yo no sentí respuesta alguna la rubia pequeña me dijo con una cara de bondad que yo no veía desde niña que el taller estaba  a unas 25 cuadras hacia el oeste y con la misma sonrisa con que había escuchado mi pregunta, bajó la tapa hasta que nada de luz pudo verse y se fue caminando sobre el cordón y dando saltitos cómicos cada tanto. Yo esperé que se diera vuelta a saludarme pero sólo la vi perderse a lo lejos sin que volviese a ver su cara. Yo decidí no tomar en cuenta sus palabras y caminé hacia el oeste. Además no me llamo Inés.
De pronto cuando ya había caminado varias cuadras recordé que ese era el barrio de la novia de mi padre y fui a dar frente a su casa, pensando que allí podrían darme una mano como lo habían hecho tantas veces en otra época.
A pesar de que no se veía ninguna luz encendida a través de las ventanas, toqué timbre y esperé. Desde que mi padre salía con Alma muchas veces esa vieja puerta gris se había abierto para mí. A veces iba simplemente a saludarlos, otras a conversar, también a pedir ayuda como el día que se me deshicieron las botas y quedé descalza en una calle cerca de allí. Por otra parte ahí en esa casa estaban guardadas las cosas de mi madre, que habían sobrevivido milagrosamente a las mudanzas y los caprichos de mi padre. Sin embargo me tranquilizaba saber que Alma se esmeraba en cuidar aquel patrimonio de discos, fotos viejas y diplomas de mamá. Mientras recordaba sentí que desde el balcón, encima mí, una voz esponjosa y chillona me llamaba y aunque al ver el rostro del que provenía la voz sentí lo impidió e intenté responderle como si fuera la misma Chichita de siempre, la madre de Alma, quién tantas veces me había preparado la leche y convidado con aquellas deliciosas galletitas de miel. Era una cara redonda y desbordada, sin pelo ni cejas, como a punto de estallar.
Chichita hacía ademanes que acompañaba de palabras sopladas que yo no alcanzaba a comprender, su cutis lila me producía una repugnancia infinita, sentía ganas de llorar y vomitar al mismo tiempo, pero de pronto con un último gesto que parecía significar “vení, subí” desapareció. Antes de que pudiera aparecer en la puerta me esfumé como una exhalación, abandoné las calles oscuras del barrio y volví a la gran Avenida. Ahora circulaban más vehículos y el murmullo de los motores me hizo sentir más tranquila. Creí que era para no perder más tiempo y llegar al taller.
Pequeñas espinas de hielo se metían en mi piel: era el frío de la madrugada. Cuando ya empezaba a cansarme de tanto caminar alcancé a ver que había un movimiento inusual frente al Ministerio. Apuré el paso y empecé a acercarme cada vez más. Los ruidos de los motores y de las bombas en funcionamiento eran la contrapartida del silencio extenso de la ciudad a aquella hora. Los bomberos, apostados como maniquíes amarillos sobre puntos estratégicos de la calle adoquinada y de la vieja vereda de granito rojo, sostenían las mangueras flácidas e impotentes, seguramente a la espera de alguna orden para empezar a trabajar. Sólo habían bomberos y camiones amarillos, como los trajes de los funcionarios, estacionados en forma desordenada, algunos subidos a la vereda y con las puertas abiertas, como ocurre en toda situación de emergencia.
Nadie prestó atención a mi circunstancial presencia allí, tal vez porque el centro de atención era las altas ventanas del Ministerio donde por otra parte no se veía nada y nadie, como si lo que hubiera tenido que pasar no hubiera sucedido aún. Me fui pensando en lo tirste que se sentirían los bomberos con sus mangueras lánguidas y sin esperanzas y que no pasaría mucho tiempo, cuando yo ya no estuviera allí, en que callados y sin mirarse a la cara, volverían a enrollas sus mangueras, subir a sus camiones, mirar al Ministerio con fastidio y marcharse con las sirenas apagadas y las luces frías girando como luciérnagas gemelas sobre las cabinas. Lo que ahora me preocupaba era una sensación de pesadez como si algo me impidiese instrumentar una rápida decisión, lo que en ese momento me resultaba imprescindible. Me puse a pensar a qué se debería esto, en uno de esos espontáneos ejercicios de introspección a que yo estaba acostumbrada, mientras caminaba bajo los enormes plátanos que se alzaban a lo largo de la Avenida. Lo cierto es que no dí con el motivo pero sí con el Teatro Silós, pálido y clásico con sus añejos mármoles veteados frente al cual un camión recolector de basura estaba detenido. Al lado los obreros de limpieza fumaban un cigarrillo. Supuse que las mesas que estaban servidas para la fiesta frente al teatro eran para ellos aunque eso no resultaba muy lógico. De todas maneras decidí aproximarme hasta una de las mesas con manteles blanquísimos y servirme algo porque a esa altura tenía muchas sed y también estaba hambrienta. Sin embargo a medida que faltaba menos para tomar contacto con las bandejas –se veían torres de sandwiches, canapés, trozos de pollo, aceitunas negras, y un sinnúmero de otras delicias que no lograba identificar- reflexioné con mayor profundidad que lo que yo iba a hacer estaba mal, porque allí no me habían invitado, incluso mi siquiera iba vestida para una ocasión así, y a pesar de que no había nadie en los alrededores, salvo los basureros, algo superior a mis ganas de comer y tomar me detuvo y volví sobre mis pasos repentinamente convencida de que hacía lo mejor.
Fue entonces que ví a los recolectores recortados como sombras negras de cartón , alzando pesados bultos; esa era la impresión que transmitían sus lentos y torpes movimientos y el hecho de hacerlos entre dos. De inmediato me arrimé hasta uno de ellos y le pregunté: “Qué es lo que cargan?” y el más bajo de los dos sin sacarse el cigarrillo de la boca me dijo con palabras ahumadas y secas: “no se da cuenta?”. “Lo que sobra del teatro” afirmó seguro, sin preocuparse en absoluto si yo había quedado satisfecha con la respuesta. El hombre se dio vuelta y prosiguió empujando con fuerza aquel bulto hacia el interior de la tolva del vehículo. Al fijarme con mayor detenimiento observé que lo que cargaban eran maniquíes. Dí vuelta mi  cabeza y ví sobre la vereda una enorme caja donde sobresalía una peluca rubia. Era el maniquí que no habían cargado aún. Entonces corrí hasta allí.
Con un gran esfuerzo logré, tironeando de su pelo enrulado alzarlo lo su suficiente como para cer su rostro. Era el mismo rostro de la mujer menuda que me había encontrado horas antes en la calle. Cuando me dí cuenta de ello, tiré más arriba, pesaba más de lo que parecía y ví que su ropa era la misma. Sentí una enorme pena por ella y la dejé caer en la caja nuevamente en el preciso momento en que los basureros venían por el bulto para cargarlo por última vez. Me quedé congelada, sentada sobre la escalinata del teatro mientras se la llevaban  fue entonces que sentí un murmullo como de gatos y un “chau Inés” en voz muy baja, casi un hilo.Como yo sabía que no rea mi imaginación me sentí feliz. Tal vez fuese el momento más agradable de la noche, a pesar de que la tolva empezó a levantarse y luego hizo caer dentro de depósito la carga que de inmediato una prensa comprimió. En ese momento decidí que no tenía otra alternativa que retornar a lo de Chichita.
Y con lo último de voluntad que me quedaba emprendí la marcha.
Cansada y con sed me sumergí en la calle de su casa. Hacía meces que no había luz en aquellos lugares. Al llegar esta vez entré escalones arriba, sin golpear. Había olor a comida, tal vez algo con cebollas y ajo, aunque al mirar hacia la cocina vi todo en perfecto orden y sometido a una rigurosa limpieza. La casa estaba con las luces encendidas, las paredes del comedor estaban rasqueteadas esperando nueva pintura. Había varias latas con ese fin en un rincón cerca del pasillo que daba al dormitorio de Chichita y luego al de Alma. Por él caminé hasta frente a la puerta del dormitorio. Alli, acostada, estaba Chichita con su cara de poliéster hinchando que parecía sonreir, aunque era imposible determinarlo con certeza.
Mientras yo la miraba ví que hacía gestos con los brazos sin que pudiera comprender qué cosa pretendía transmitir. A su lado, don Altivo dormía arrollado un sueño liviano y a cada rato se estremecía en pequeños temblores. Yo en ese instante había decidido abrir el placard de Alma y fui a su cuarto. Ella no estaba. De todos modos abrí las puertas y empecé a buscar. En los cajones había infinidad de buzos cortados en trocitos deshilachados, limpios y perfumados; colgadas en las perchas, camisas idénticas que diferían sólo en el color, ninguna se repetía y además un número similar – deduje esto por la extensión que ocupaban las perchas en el perchero-, de minifaldas.Comprendí que quedaba poco tiempo, y resolví cambiarme. Había estado toda la noche con la misma ropa, y luego de desvestirme me puse una de las minifaldas, eligí una de cuero negro que llevaba puesta Alma una vez que fueron con papá una tanguería y una camisa blanca de seda, con hombreras. De inmediato cerré placard, sin olvidar dejar mi ropa sobre la cama de Alma y luego corrí por el pasillo hasta la escalera. Pero me encontré con que ésta estaba desapareciendo poco a poco, y si bien temí cometer un error, opté por bajar arriesgándome vaya saber a qué. Fui apoyando mis pies sobre los escalones, que se habían deformado – algunos se transformaban en sillas de esterilla- y en uno de ellos rompí la trama y mi pierna se fue para abajo, sí un grito y arañando la pared amarillenta logré alzarme y zafar, aunque mis medias quedaran inservibles y faltara la zapatilla derecha, que había perdido en el forcejeo. En un segundo, sorteando los últimos escalones corrí con dificultad –tenía calzado sólo un pie- hasta la avenida y debajo de uno de los viejos plátanos empecé a llorar. Sentía rabia y pena, y lloré y lloré apoyada sobre el grueso tronco gris. Después el desencanto me tironeó hacia abajo y me quedé sentada. Hubiera querido con toda el alma tener un cigarrillo que fumar en aquel momento, pero mis manos estaban vacías y desconsolada sólo atiné a sacarme el champión que me quedaba para tirarlo dando giros y más medio de la avenida.
Y mientras en el horizonte crecía el día, reemprendí el camino, sin preocuparme ya hacia donde.






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